De la rebeldía antidictatorial a la
militancia popular
Por Mariano Pacheco. Con tan sólo 15 años, a fines de 1976, principio de
1977, Ramón se incorpora a la organización Montoneros. Tenía entonces a su
hermano mayor detenido, y su apuesta fue la de asumir un puesto de lucha, en un
momento por demás difícil, donde las vacantes se extendían por miles.
En
lo primero en que pensó Ramón aquel 24 de marzo de 1976 fue en su hermano mayor.
¿Cambiarían las condiciones del Penal, ahora que los militares asumían el mando
del país?
Ramón
se preocupaba mucho por la situación de El Flaco, detenido desde hacía tres
meses. Pero por sobre todas las cosas lo extrañaba. Podía continuar escuchando Box
Dei, Moris, Espineta, Sui Generis o cualquiera de esos grupos que entonces
caracterizaban como de “música progresiva”, pero la habitación sin él no era lo
mismo. Año y pico habían compartido la pieza: los chismes, los comentarios
sobre minas, las apreciaciones sobre las lecturas de El Descamisado, la Evita
Montonera y otras publicaciones que de a poco El Flaco le había comenzado a
prestar, y a partir de las cuales empezaron a producirse aquellos fructíferos
diálogos, cada vez más frecuentes, entre los dos hermanos. Por supuesto, al no
estar El Flaco, tampoco podía participar, al menos por un rato, de aquellas reuniones que se realizaban en su
casa.
Así que salvo por su
asistencia al Comercial N° 3 de Quilmes, cada
mañana, o porque seguía con la lectura de alguna que otra novela cada tanto, de
no ser por esas cosas, todo había cambiado en su vida aquel año. Tanto adentro
como afuera de su casa. Porque si el año anterior, con la barra de amigos del
barrio, solían juntarse todos los fines de semana para comer unas
pizzas o empanadas, tomar algo y conversar y guitarrear hasta altas
horas de la madrugada, o para ir todos juntos a la cancha a ver Quilmes, ahora
los fines de semana se alistaba para asistir a la cárcel a visitar a su
hermano. Por supuesto, no era con pesar, sino con entusiasmo que concurría a Sierra
Chica.
Y si bien Ramón tenía
un grupo sólido de amigos, con quienes habían pasado tantas cosas juntos, ahora
sentía que, en algún punto, estaba solo. No era que le dieran la espalda, sino
que tal vez no podían comprender por lo él estaba pasando.
Le parecía de otra
vida todo lo transcurrido apenas dos años atrás, cuando había entrado al
secundario. Consideraba una chiquilinada ahora, los miedos esos que sintieron
sus amigos cuando él, que era el más grande de la barra, los llevó –como era costumbre en la época y entre sus vecinos del barrio– a iniciar
sus vidas sexuales en la Isla Maciel. “Porque
en esa época –aclara Ramón– lo más
común era que el fervor de la edad se saciara en el cabaret”.
-- A ver si nos
afanan, si nos rompen el culo, comentaron entonces sus amigos.
Y fue Ramón, con cierto
aire de superioridad que la edad y la experiencia le daba, quien respondió:
-- Déjense de boludear
y vamos, que acá no pasa nada.
Ahora,
en cambio, sentía que tenía que hacerse cargo de un papel en el cual la edad y
la experiencia no jugaban a favor suyo.
Por todo eso, seguramente,
más que por el Golpe, Ramón sintió que su vida daba un giro de 180 grados ese
año. Aunque con el correr de los días, de las semanas, de los meses, también la
dictadura comenzaría a ser una piedra en el zapato en su propio caminar.
Es que con el Proceso
de Reorganización Nacional toda la vida social cotidiana comenzaba realmente a
reorganizarse, sobre nuevas bases. El modelo de “chico obediente”, con pelo
corto, corbata, saco y pantalones tipo en serie, acompañado del de “niña como
debe ser”, con el pelo prolijamente recogido, poca pintura y polleras
escolares, “aunque el frio te congelara
la nariz” –subraya Ramón– comenzaba a imponerse como la nueva imagen de una
“juventud prolija”, alejada de los ideales de la subversión apátrida e inmoral.
Seguramente como un refugio, o como un modo de no adaptarse mansamente a ese “como
debe ser...” que propugnaba la dictadura, Ramón intentaba al menos no vestirse
a la moda, fuera ésta la del gamulan, o la de los buzos tipo canguro. Así que
salvo para ir a la escuela, después, Ramón se mantenía firme en usar siempre su
campera de jean que lo acompañaba a todos lados donde fuera.
Tal vez porque de
chico ya había sido un poco contestador, o porque una vez entrado en la adolescencia
comenzó a sentir que no soportaba esa carga asfixiante de las buenas
costumbres, es que Ramón empezó a ponerse cada día más rebelde. Sentía que
realmente había toda una represión estética, una presión permanente pisándole
los talones, marcándole de cerca qué
estaba bien y qué estaba mal, desde el gesto más pequeño e insignificante.
Presión que se hacía sentir en todos lados. Y que hacía del respeto reverencial
de los jóvenes hacia los adultos su piedra fundamental. Y eso a Ramón le
molestaba. Lo incomodaba. Tanto como para empezar a preguntarse por qué él no
hacía algo –como había hecho su hermano antes de ser detenido– para enfrentar a
ese sistema que obligaba a aceptar las reglas impuestas sin preguntar por qué. Preguntas
sobre el presente que involucraban el futuro inmediato. Porque él ya estaba en
tercer año, y cuando se quisiera acordar, estaría terminando el secundario. ¿Y
qué haría entonces?
Cuando
Ramón pensaba en el futuro se preguntaba si haría como El Flaco, que al
terminar el secundario se había metido a laburar en la Cervecería
Quilmes, o si entraría en la textil la Bernaleza. “Porque esa era la dinámica
de cualquier joven del Gran Buenos Aires: terminar el colegio, meterse a
trabajar en algún taller, capacitarse y después entrar en una empresa. El
futuro laboral, al menos en la zona, estaba vinculado a esas dos grandes
empresas”, cuenta Ramón, que a su vez destaca que a la fuerza de las
costumbres, en el caso de su hermano, el hecho de ingresar en la Cervecería
tuvo que ver además con la línea que “La Orga” adoptó en 1975: hacer el pase de
los cuadros de la UES a las fábricas más importantes de cada zona, para
fortalecer la inserción de los militantes montoneros en el movimiento obrero, a
través de las agrupaciones de la Juventud Trabajadora Peronista. Y El Flaco
había sido no sólo un militante de la UES, sino además el cuadro que suplantó a
Eduardo Berckerman en la conducción de la agrupación, cuando El Roña –como le
decían a Berckerman– fue asesinado por la Triple A junto a El Gringo, aquel 22
de agosto de 1974, mientras regresaban de planificar una miliciada en homenaje
por los 16 guerrilleros ejecutados en Trelew en 1972.
Fue por aquella época
de efervescente militancia en la UES cuando El Flaco estrechó fuertes vínculos
de camaradería y amistad con Pancho, un militante que continuó en contacto con su
hermano tras su detención. De hecho fue Pancho quien le enseñó a Ramón, y toda
su la familia, como debían moverse en esos ámbitos carcelarios. “Nos ayudó mucho en aquel momento tan difícil”.
Paradójicamente, Pancho –que había pasado de Zona Sur a Norte– murió también un
22 de agosto (de 1976), en un enfrentamiento con el Ejército, mientras
participaba de una actividad de propaganda armada, en homenaje por los 4 años
de los fusilamientos de Trelew, y dos años de los asesinatos en Quilmes del
Gringo y el Roña.
Tal vez haya sido el
ejemplo de Pancho el que impulsó a Ramón a sumarse a la misma organización que
su hermano mayor. O tal vez no, tal vez fue el ejemplo de su propio hermano el que
motorizó su decisión de que ya era hora de transformarse, también él, en un
militante montonero.
(Publicado el 4 de diciembre de 2012 en www.marcha.org.ar)
Vox Dei, Spinetta, Bernalesa.
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