jueves, 27 de marzo de 2014

Literatura: conversaciones con Elsa Drucaroff

“Un compromiso político no se sostiene sólo con las ideas”


Por Mariano Pacheco
(Publicada en Deodoro, gaceta de crítica y cultura, marzo 2014)


En un clásico bar del barrio porteño de Boedo, Elsa Drucaroff acepta el convite de Deodoro y –café de por medio– accede a dialogar sobre la relación de las y los escritores con la política (de “clase”, pero también de “géneros”, se apresura en aclarar) y la situación actual de la literatura nacional, entre otros temas. 


Drucaroff es seguramente una de las escritoras y críticas literarias más destacadas de la actualidad. Para cuando publicó Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (EMECÉ, 2011), ya tenía en su haber y en los estantes de las librerías, cuatro novelas (La patria de las mujeres; Conspiración contra Güemes; El infierno prometido y El último caso de Rodolfo Walsh), además de un tomo de relatos (Leyenda erótica) y otros dos libros de crítica (Mijail Bajtín. La guerra de las culturas y Arlt, profeta del miedo). Al año siguiente (2012), compiló para la editorial Interzona un “Panorama” sobre las “narrativas emergentes en la Argentina”.

La Nueva Narrativa Argentina
Panorama Interzona… es una antología que reúne cuentos, además de piezas teatrales, poemas y ensayos críticos, desde una perspectiva que excede los géneros específicos (cuento-novela). Los 32 textos de este libro están agrupados en  8 secciones: Violencia y medios masivos; identidades quebradas entre padres e hijos (producto de la última dictadura); sexo, género y poder; asesinos e impunidad; lo maternal como potencia creadora; la problematización del concepto de verdad. La serie que tiene al 2001 como eje vertebrador es la más importante, la marca generacional: el 2001 y la pobreza, la lumpenización, la precariedad laboral y la exclusión en el imaginario social, pero también como retorno de la Historia, involucramiento político y esperanza revolucionaria.
Drucaroff sostiene que, en general, “las buenas escritoras, los buenos escritores, lo hagan conscientemente o no, si son buenos, suelen operar políticamente en la cultura, sea cuestionando el orden de géneros, o el orden de clases; sea cuestionando las construcciones de poder en la familia o en la sociedad”. Y recuerda que un caso temprano y emblemático a mediados de los 90 fue el de Ignacio Apolo, que con su novela Memoria falsa logró problematizar los 70 –“sin demonizar ni posicionarse en el discurso de la derecha”, aclara– por ejemplo, sobre qué implicaba haber tenido una madre guerrillera.

Resistencia y creación
La década del 90 es el momento en el cual empiezan a escribir y a publicar varios integrantes de la denominada Nueva Narrativa Argentina. Suele decirse que en los 90 no pasó nada, que el neoliberalismo arrasó con todo. Y sin embargo, en términos estrictamente políticos –por ejemplo– son los años de emergencia de HIJOS, de los movimientos piqueteros y del zapatismo en América Latina.
--En términos culturales, ¿puede decirse que no pasó nada?
--La década del 90 está muy simplificada. Los nuevos escritores de los 90 tuvieron claramente inquietudes políticas, sobre todo en cuento a cuales eran las contracaras de la “fiesta menemista”. Surgieron los nuevos poetas, que construyeron un importante movimiento en la ciudad de Buenos Aires. Nacieron las primeras editoriales autogestivas. En teatro independiente también. Quizás menos en pintura, porque siempre fue todo muy snob. Muchos pibes que quizás no encontraban donde militar canalizaron sus inquietudes en el arte. Fijate que en los 70, con los sociólogos, pasaba que todos se iban a la militancia política, y desde los 90 para acá, muchos se dedicaron a escribir, narrativa y también poesía.
Por otro lado, en las grandes ciudades hubo además grandes movimientos de resistencia cultural, que tenían plena conciencia de ser no menemistas y de que se estaba resistiendo, aunque no supieran bien para que servía eso que estaba haciendo. En esa época, en Buenos Aires –que es por lugar de residencia lo que más conozco– resurgieron todas las orquestas de tango, y también el baile. Y lo hicieron chicos de 19 o 20 años. La Orquesta Típica Fernández Fierro es una experiencia maravillosa. Una vez, quien fue su primer director, Julián Peralta, me contó cómo surgió la iniciativa: un grupo de estudiantes de la Escuela de Música de Avellaneda, todos de clase media baja, empezaron a sentir la necesidad de resistir al menemismo con algo propio. Y lo eligieron a Pugliese porque, como él me dijo entonces, “a Pugliese se lo podía discutir”. ¡Es genial! Eran pibes que escuchaban Los Redondos, escuchaban rock. Pero claro, a David Bowie no se lo podía discutir, pero a Pugliese sí, porque hablaba la misma lengua.



La política y el oficio de escribir
Elsa Drucaroff maneja con potencia los dones de la polémica. Tal vez por eso sostiene que prefiere el compromiso de un intelectual de derecha que piensa para su clase social que un intelectual de izquierda “que se queda en el piripipí”, y no hace nada. “El caso más emblemático de intelectual de derecha hoy, aunque ella no se considera así, es Beatriz Sarlo”, arremete. “Hay algo admirable en ella. Es una mujer que intenta que su pensamiento se ponga de manera coherente en relación con lo que pasa en el país”, sostiene y cita para graficar la actitud de Sarlo de concurrir –libreta en mano– tanto a los actos del kirchnerismo como a las movilizaciones de la oposición, como por ejemplo el cacerolazo del 8N. “Después puede escribir una gorilada, pero la mina más allá de su idea excluyente de la cultura, va, mira y trata de pensar qué es lo que pasa ahí”.

--¿Y más en general, cómo ves la relación entre producción artística y compromiso político?
--En lo personal –y como ciudadana– considero que el problema político es muy importante. No voy a levantar el dedo respecto de lo que hacen o dejan de hacer los escritores y las escritoras, pero sí quiero decir que me considero una persona interesada y comprometida con lo que pasa en el país y en el mundo, y creo que hay que tomar partido: por los débiles y no por los fuertes y como mujer, por supuesto, tomo partido por mis hermanas. Para mí eso también es político. De hecho, creo que la política de clase y la de género son las dos formas fuertes de la política, aunque no sean lo mismo. Porque si bien objetivamente alguien puede ser profundamente democrático en las relaciones de poder entre los géneros, también puede ser un burgués reaccionario respecto de las clases sociales, y viceversa. Aunque para mí –en mi cabeza– son cosas que tienen que marchar juntas. Pero volviendo al tema de los escritores, creo que todos –como ciudadanos– tenemos que tomar partido, mirar la realidad de un modo sensible y comprometerse con eso. Pero te repito: no levantaría el dedo contra mis colegas cuando no quieran comprometerse políticamente. No creo que los escritores sean seres superiores. No creo en la obligación del compromiso por parte de los artistas, que el arte esté obligado a ponerse al servicio de los humildes, aunque sí considero que es una obligación en el caso de los intelectuales. Pero no veo porqué un coreógrafo o un poeta debería definirse, por ejemplo, en torno al asesinato de Mariano Ferreyra y no debería hacerlo un albañil.

--Te lo preguntaba un poco en función de una preocupación que considero un rasgo típico de la época. Porque si uno ve el período que vos trabajaste fuertemente en Los prisioneros de la torre, el período de la post-dictadura, puede verse –por ejemplo en la academia– muchos escritores y críticos que se dicen de izquierda o progresistas, pero que no accionan en función de esa definición…
--Claro, sobre todo en la academia. Y ahí va lo último que te decía, respecto del caso de los intelectuales. Yo creo que si uno se considera intelectual, si lo que uno hace, su oficio, lo que uno le ofrece a la sociedad es pensar de manera especializada e intentar producir pensamiento crítico sobre ciertas cuestiones, ahí sí tenés la obligación de tener un compromiso político, y desde mi punto de vista, ese compromiso político tiene que ser con los más débiles. Y un compromiso político no se sostiene sólo con las ideas, sino con ideas y con acciones.

--¿No te parece que las escritoras y escritores de ficción, los críticos literarios están un poco ausentes de este proceso de politización creciente de los intelectuales argentinos? Digo, en los últimos años vimos surgir revistas de filosofía, de sociología, de historia, colectivos que trataron de pensar estas cosas desde las carreras de distintas universidades y más en general, el agrupamiento kirchnerista Carta abierta, y también la Asamblea de Intelectuales del Frente de Izquierda y de los Trabajadores, donde los críticos y literatos no son precisamente lo que más se ve.
--No, lo que se puede ver en literatura son algunos grupos de escritores, que se pueden juntar para firmar una solicitada. Pero así, grupos de literatura que tengan un compromiso político, al menos yo no conozco ninguno. Aunque como te decía antes, creo que lo político sí está muy presente y atraviesa a gran parte de las obras de la Nueva Narrativa Argentina.

--Por último, quería preguntarte por cómo ves la literatura en relación con el proceso actual…
--Antes que nada, quería aclarar que mi investigación llegó hasta 2008, y que luego no continué trabajando sobre la nueva narrativa. Pero mi opinión es que hoy un oxígeno político muy interesante para pensar nudos problemáticos de la historia argentina reciente, como los 70. Creo que se abrió una puerta, en la cual el Estado terminó con la idea del desaparecido como un ser angelical, como un inocente que se lo llevaron porque estaba por error en una agenda, y no que tal vez había empuñado un fisil, que en los 80 era el discurso de Sábato y la “Teoría de los dos demonios”. Hoy hay otras posibilidades de hablar, porque están los juicios y los asesinos van presos. Si castigás podes pensar. Porque si los asesinos están sueltos no se puede pensar las responsabilidades políticas de las víctimas de una manera crítica. Porque si los asesinos caminan libres por las calles la culpa te paraliza. Y si además sabés que a las víctimas le hicieron cosas atroces, esa culpa te paraliza. Pero hoy es distinto. En el ámbito del cine, por ejemplo, un film como Infancia clandestina, de Benjamín Ávila, plantea cuestiones que ya estaban planteadas en la literatura por los escritores de post-dictadura. Está muy fuertemente planteado, por ejemplo, en el libro de Laura Alcoba: La casa de los conejos. Y ahora es una película de cine, con todo lo que ello implica. Y es una película implacable, aunque está hecha con amor, sin resentimiento. Así que creo que están dadas las condiciones para que la sociedad argentina avance hoy en este tipo de debates. Y la generación que tendrá que avanzar es la de ustedes.

La pregunta por qué y cómo escribimos los jóvenes nacidos y criados en la posdictadura es una de las preguntas que Drucaroff abordó de manera magistral en su libro Los prisioneros de la torre y que luego, como compiladora, –con su voz y su “pluma ya legitimada”–  ayudó a amplificar entre el público lector de la generación que le sucede. Una generación –la nuestra– que no sólo debe remontar los estragos provocados por una derrota difícil de asimilar –la de las apuestas revolucionarias de las décadas del 60 y del 70–, sino que debe abrirse paso sorteando los prejuiciosos estigmas acerca de su supuesta falta de creatividad, y de compromiso. Creatividad y compromiso a los que la literatura puede y tiene mucho que aportar. Ya que como destacó en la entrevista Elsa Drucaroff, “la literatura no está para confirmarte tus creencias, sino para ponerlas en cuestión”.

viernes, 21 de marzo de 2014

Breve ensayo leído en "Escena y Memoria", 6ta edición

El cielo por asalto: reflexiones s/ las políticas de las memorias
(jueves 20 de marzo de 2014, Córdoba-
Archivo Provincial de la Memoria, ex D2)

Por Mariano Pacheco

"A Jorge Villegas y Alexis Comamala, con aprecio militante"



I-
Quisiera empezar estas líneas con una afirmación: la del derecho generacional a tener una tesis sobre aquella década en la que muchos de nosotros ni siquiera habíamos nacido. La del 70 fue la última generación en apostar y luchar, desde distintas tradiciones ideológicas e identidades políticas, por un cambio revolucionario de la sociedad capitalista. Exterminio mediante, el legado de nuestros padres (biológicos en algunos casos, simbólicos en el de todos) ha ido mutando a lo largo de las tres últimas décadas.
Asumo que el concepto de generación es problemático, pero no encuentro ahora otro que se acople de mejor modo a estas reflexiones. Nosotros, que crecimos políticamente resistiendo el modelo neoliberal o despertamos a la vida cívica durante la rebelión popular de diciembre de 2001, más allá de los caminos que hayamos tomado en los últimos años, compartimos el hecho de ser una generación marcada por una ausencia: la de la generación que nos precedió, diezmada por la dictadura y silenciada –como proyecto– por los “consensos democráticos”. Esta imposibilidad de poder polemizar con quienes nos antecedieron conlleva distintas actitudes que van desde el respeto reverencial, que termina “museificando” las figuras y las experiencias del pasado, hasta el intento frívolo de negación lisa y llana de quienes estuvieron antes.
Ambas miradas están tenidas por cierta culpa, y por cierta dificultad de asumir el propio tiempo, la propia época sin nostalgias conservadoras del pasado ni celebración trivial de lo dado, aunque lo establecido sea un poco mejor que en nuestra infancia o nuestra adolescencia.
El ánimo de ruptura del período de crisis del 2001-2002 posibilitó, para muchos de nosotros pero también para amplias franjas de la población, replantearnos qué estábamos haciendo, y por lo tanto, hacia dónde queríamos ir. Esa crisis, que para muchos pasó a ser luego la imagen del infierno del cual se quería huir como se huye de las pestes, fue sin embargo la que posibilitó colocar a la política en otro lugar e interrogarnos sobre sus sentidos y sus formas de llevarla adelante. Porque las crisis, en general, suelen ser momentos enormemente productivos, de apertura de la historia. ¿O es que hemos asumido como propia esa idea reaccionaria de que la historia, los grandes relatos y las ideologías se han terminado?
Si entendemos a la política como invención, como subversión de lo existente, como posibilidad colectiva de abrir grietas en el aquí y ahora del orden dominante, entonces, no está todo dicho. Y si no está todo dicho, nuestras narraciones, poemas, canciones, escenas dramáticas, nuestros ensayos y grafitis, tienen la posibilidad de abrirse un espacio y hacerse oír.
Si esto es así, esa generación de la que hablábamos al principio, la nuestra, aún tiene por delante el desafío de demostrar (se), desde una perspectiva latinoamericana, si más allá de los avatares coyunturales es capaz o no de contribuir a la gestación de un auténtico movimiento de revolución cultural.


II-
¿Cómo hablar de horror después del horror? Muchas voces se han alzado en torno a este problemático tema. Extensas páginas se han escrito y publicado desde el Juicio a las Juntas en los 80.
Los últimos años han sido sumamente productivos en cuanto a la gestación bibliográfica y cinematográfica sobre la represión desatada por la última dictadura cívico-militar y la militancia popular en los años 70 (Del Cordobazo al Rodrigazo, pongamos). De lo que cuesta seguir hablando, y escribiendo, es tal vez sobre las implicancias sociales, políticas y culturales de las identidades radicalizadas que calaron hondo en el pensar, el actuar y el sentir de amplios sectores de la población de este país. Nos cuesta, a los argentinos, hacernos cargo de las decisiones que se han tomado por aquellos años. Y dejar de  mirar para el costado a la hora de dar cuenta que, para muchos, la salida que se imaginó entonces fue la de guerra civil revolucionaria.
Por las asimetrías de poder entre los bandos enfrentados –la maquinaria terrorista del Estado Militar, incluyendo la poderosa alianza civil sobre la que se sostenía, y el de los sectores populares en lucha, incluyendo sus “organizaciones armadas”–, en parte, pero en gran medida por la “operación de victimización” que el “alfonsinismo” –y la “clase política” en general–, el “sindicalismo sobreviviente”, las “empresas periodísticas”, los “intelectuales travestidos” y gran parte de la sociedad realizaron sobre la figura de la militancia de la década anterior, la idea de que el conflicto social sostenido durante dos décadas había desembocado en un enfrentamiento que se encontraba a las puertas de una guerra civil comenzó a ser borrado del horizonte de los debates de la época. Ernesto Sábato, su prólogo al Informe de la CONADEP y la consigna progresista de Nunca más completaron el cuadro que incluía a la idea de guerra junto con la de demonios, desconociendo la máxima foucoltiana de que aun en tiempos de paz estamos en guerra los unos contra los otros, porque un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un campo o en otro
Siguiendo esta máxima, como otros compatriotas ya lo han expresado con anterioridad, el hecho de reconocer y denunciar que hubo una matanza, no tiene por qué llevarnos, necesariamente, a negar que muchos de los masacrados dieron sus vidas pro un proyecto que asumía la guerra como estrategia central.
En este sentido, el Nunca más no es pronunciado sólo respecto del “Terrorismo de Estado”, sino también del deseo revolucionario. Considerado totalitario, ese deseo, esas apuestas de transformación revolucionaria de la sociedad, son colocadas en el lugar del Otro Terrorismo. Así, dicha desde el poder, la fórmula “recordar para no repetir” puede y debe ser entendida como una amenaza: “No olvidar, la matanza puede ser ejecutada nuevamente”.
Pasado del trauma, presente del síntoma, y severa advertencia hacia el futuro.

III-
¿Cómo reactualizar entonces, en clave emancipatoria, las memorias sobre los años en que se pensaba, se sentía –y se actuaba en consecuencia– que era posible tomar el cielo por asalto? ¿Cómo revisitar críticamente los años teñidos por la violencia política, sin arrepentimientos o sin miradas construidas a la luz de la derrota?
Si el Proceso de Reorganización Nacional reestructuró la sociedad argentina, y en el plano simbólico, “recortó el horizonte de lo posible”, ¿cómo hacer para que el deseo revolucionario circule nuevamente entre nosotros? A nadie pueden quedarle dudas que, más allá de las mejores o peores condiciones políticas y sociales en que hemos vivido durante los últimos 30 años, la concentración y transnacionalización de la economía argentina es la contracara del proyecto derrotado, sea de izquierda o peronista.
Cabe preguntarse entonces: ¿Cuánto de las derrotadas del pasado hemos introyectado como culpa? ¿Por qué aun cuesta tanto imaginar un futuro de ruptura con el orden vigente?
Tal vez el proceso venezolano de la última década pueda ayudarnos a imaginar otros mundos posibles. Más allá de cuanto o no han podido avanzar en transformaciones de fondo en la hermana patria, la denominación de “Revolución Bolivariana” y el hecho de que su principal líder, el ex presidente Hugo Chávez Frías, comenzara a retomar nuevamente los clásicos de la izquierda marxista y el nacionalismo popular, han aportado a que la palabra socialismo circule nuevamente en el lenguaje político del continente (y más allá) en estos inicios del siglo XXI.
La experiencia de Venezuela como vanguardia de un proceso en marcha no puede ser derrotada por las derechas que, desde adentro o desde afuera, intentan por todos los medios cortar el hilo que puede unir en una perspectiva de liberación la Patria Grande por la que bregaron Simón Bolívar, Ernesto Che Guevara y tantas mujeres y hombres que regaron con su sangre los campos y ciudades de estas tierras.
Poner la voz, la letra y el cuerpo para defender este proceso es una tarea que nos involucra.

IV-
Quisiera terminar rescatando la capacidad de la literatura en general, y del ensayo aunque de un modo más directo en particular, de aportar no solo a pensar lo existente, sino además a imaginar y anunciar aquello que todavía no está presente. Por su puesto –y no estoy diciendo ninguna novedad–: la literatura discute lo mismo que la sociedad pero en otro registro, y esa es su contraseña. Siguiendo las reflexiones de María Teresa Andruetto, la literatura es memoria y tiene capacidad de testimoniar, en la medida en que produzca una “incomodidad”, una “distorsión”, un “plus” o “desvío” que, más que otorgarnos respuestas –como a veces lo logran hacer la historia, el periodismo de investigación, o las denominadas ciencias sociales– nos pueble de interrogaciones, nos conmueva o nos haga pensar –o todo eso junto–.
En particular, sobre las políticas de la memoria, creo que la literatura argentina recién está dando sus primeros pasos en pos de gestar una producción que se anime a incomodar, a salirse de los lugares comunes, de los enunciados políticamente correctos, para lanzarse a lo imprevisible, lo incómodo, lo irreverente. Para desde allí sí, desde un lugar auténticamente propio, gestar ese “secreto compromiso de encuentro” –como le gustaba decir a Walter Benjamin– entre las generaciones del pasado, y la nuestra. 

martes, 18 de marzo de 2014

A propósito de “Montoneros silvestres (1976-1983)” de Mariano Pacheco

Papeles sueltos para seguir hablando en voz baja

Por Esteban Rodríguez Alzueta

¿Cómo contar la derrota? ¿Cómo hablar con la derrota? No son preguntas menores. En los tiempos que corren vuelven a ser preguntas incómodas. Con tanta reivindicación boba muchas veces avivada por los mismos setentistas que se entusiasmaron con la función pública, la mirada triunfalista amenaza posarse otra vez sobre la historia y sepultarla de nuevo. Hablar en voz baja, sin euforias, para seguir pensando la derrota. El triunfalismo sigue siendo un enemigo. Antes, era la forma de negar la realidad, ahora la historia. Ese culto edificante que se levanta alrededor de experiencias ajenas, no sólo banaliza la historia sino que asfixia la política, toda vez que no permite hacerle preguntas. Las estatuas no hablan.

“Montoneros silvestres” es un libro que se fue escribiendo muy pacientemente. Incluso, las investigaciones comenzaron mucho antes de que Pacheco tomara la decisión de escribirlo. Las averiguaciones previas se confundían con su propia militancia. Se sabe, toda militancia tiene su linaje, necesita trayectorias previas, elije sus referencias. Y las conversaciones de Pacheco, fueron las preguntas inquietas de otro militante barrial del sur del conurbano que, veinticinco años después, necesitaba relatos entusiastas para continuar con las tareas pendientes. Entre esas tareas, una pregunta de rigor, seguía siendo la pregunta por los ‘70. ¿Qué sentido tenía para nuestras militancias la experiencia de los ‘70? ¿Dónde poner los ‘70? ¿Qué hacer con los ’70? ¿Había que hacer algo? Mariano reivindica el derecho a tener una tesis, una tesis que deja flotando en el libro. Y digo “flotando”, porque es un libro sin respuestas. El libro de Pacheco no se apresura a sacar conclusiones, a tomar partido. Con tanta historia Billiken otra vez alrededor, cuando vivimos de contarnos cuentos, mejor que sea nuevamente el lector el que saque sus propias conclusiones. Pacheco se niega a digerir la historia, a servirla en bandeja. Prefiere dejar en suspenso algo que seguimos masticando en voz baja. Por eso las voces y las escrituras de los protagonistas llegan hasta nosotros otra vez como testimonios crudos de procesos inconclusos que esperan o siguen esperando una respuesta, o mejor dicho, varias respuestas. Porque si es cierto que cada historia tiene puntos de vista diferentes, entonces se trata de una historia con muchas caras, con varias versiones.
Pacheco cita y revisa la bibliografía escrita por los protagonistas, transcribe la correspondencia, sintetiza los documentos internos de la organización Montoneros y también las autocríticas. Pero suspende cualquier juicio de valor. Elije la distancia. No lo hace por comodidad política o prudencia epistemológica, y tampoco porque no tenga opiniones al respecto. Los que conocemos a Mariano, sabemos que nos hemos perdido unas cuantas veces en discusiones bizantinas. Pero sospecho que Mariano escribe entendiendo que pasó poco tiempo, en realidad muy poco tiempo, para aventurar una respuesta más o menos definitiva. Y no sólo porque muchos protagonistas están vivos.
Pacheco desconfía de la “historia reciente”, ese nuevo artefacto académico que se apresura a tomar partido y rasgarse las vestiduras a costa de ir parcializando su objeto. Lo que se gana en precisión descriptiva, se pierde en comprensión política. Ya sabemos que es más fácil escribir con el diario del lunes. Pero no se trata de eso. La historia reciente no se dispone para ser celebrada, emplaquetada. Eso no significa que no se pueda reivindicar una lucha o que la autocrítica deba confundirse con iniciar un vía crucis de la mea culpa. Acá nadie se confiesa. Si las memorias pugnan por un lugar en la historia, tampoco pretenden arrogarse la verdad. Hay muchos puntos de vista en pugna. Y la respuesta que ensayemos siempre será provisoria. Porque las preguntas que hace Mariano son preguntas de un militante, no de un historiador, es decir, preguntamos desde las luchas presentes y con las luchas presentes.
No se trata de voces reivindicando una épica, sino narrando en primera persona experiencias de militancia cotidiana, de reivindicaciones fracasadas, una experiencia de la derrota y del dolor de la derrota, una derrota, en fin, que pide ser interrogada otra vez. Una derrota que no dejará de derrotar hasta que –como la esfinge– no se le hagan las preguntas correctas para que pueda dar las respuestas necesarias. Narrar la derrota no para digerirla sino para aprenderla. Son relatos vivos que no esperan ser comprendidos sino discutidos también. Papeles en crudo que invitan a las nuevas generaciones a ensayar otra interpretación. Nos cuentan historias y a cambio de eso piden un poco de piedad. Alguna vez le escuche decir a Horacio González, hablando de los ‘70, que había que ser piadosos, porque “estuviéramos donde estuviéramos estábamos en el error.”
Acá los protagonistas están vivos. Lloran, tienen miedo, mucho miedo, comen, discuten, se enamoran, se cagan de frío, transpiran y ríen también. Comparten los términos de una historia que hace tiempo no controlaban, una historia que los estaba pasando por encima. No sólo eran objeto de un aparato que se les había ido de las manos, que les hacía hacer lo que ellos creían que estaban decidiendo para sus vidas; sino la trama interna del “espíritu de una época” que los empujaba por un callejón sin salida o por lo menos por una salida muy poco feliz, y para unos pocos. Juguetes perdidos de una lucha que los entusiasmaba pero no controlaban. Una lucha que cargaba de electricidad los nervios de una generación vivaz. Una lucha que no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino como una decisión, vivida como la firme voluntad de estar en la historia con otro ímpetu. Por eso resucitó el culto a la violencia; eran conscientes de la hora que les tocaba y así lo manifestaban. Pero, como dijo José Carlos Mariátegui, la lucha no quiso ser tan mediocre y se haría sentir con su propio peso. Los jóvenes sintieron en su entraña la garra del drama bélico. Los trabajadores sintieron el mismo cerco pero como seguían estando en la historia con sentido común, no dudaron en replegarse –como dijo Rodolfo Walsh– junto al pueblo. Puede que no sepan mucho, pero no comen vidrio. “Las masas no se repliegan hacia el vacío, sino al terreno malo pero conocido, hacia relaciones que dominan, hacia prácticas comunes, en definitiva, hacia su propia historia, su propia cultura y su propia psicología, o sea los componentes de su identidad social y política”. Nadie agita banderita en mares regados con tiburones. Llegó el momento en que los montoneros dejaron de ser un pez en el agua para convertirse en un cachalote en un charco. Demasiado aislados, demasiado expuestos, demasiado desenganchados, descolgados.
Este libro no habla de Montoneros sino de los montoneros silvestres. Los montoneros desorganizados o empelotonados, arrojados, expuestos a su imaginación y cuidado. Cuando la Organización no puede guardar a todos, pero tampoco puede garantizarles seguridad, no puede –y tampoco quiere– replegarlos, a medida que van quedando desenganchados de un aparato que suele darles la espalda, y van quedando con el culo al aire, los montoneros, como los yuyos, se van haciendo más resistentes a las inclemencias del tiempo. Silvestre es aquello que crece solo, por fuerza de la naturaleza, sin cultivo. Son hombres y mujeres que quedaron en la intemperie. Que crecieron solos, que no fueron domesticados, militantes herederos de la resistencia peronista.
Darle la palabra a los montoneros silvestres para seguir debatiendo en voz baja, pero también para aprender la resistencia. Porque los montoneros silvestres no han podido, todavía, dejar de resistir.  

lunes, 10 de marzo de 2014

Prólogo de Roberto Baschetti a Montoneros silvestres

El libro ya está en las calles, desde hoy



El adjetivo «silvestre» tiene un solo significado en el diccionario, y hace referencia a lo que se cría naturalmente y sin cultivo en selvas o campos. En el caso que nos atañe, coincidencia o no, puede referirse a un campo muy particular como lo es el campo nacional, popular y revolucionario.
Roberto Cirilo Perdía fue miembro de la Conducción Nacional de Montoneros. «En febrero del 70 nos reunimos en Córdoba compañeros de esa provincia, Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Salta. Allí decidimos avanzar en la constitución de una organización nacional (…) Acordamos discutir que su nombre fuera “Montoneros”. Un ex seminarista participante de la reunión, el “Negro” Orlando Montero, dejó asentado sobre un pizarrón ese nombre escrito (…) El nombre reunía una serie de condiciones que hacían muy fácil la elección. Se correspondía con el revisionismo que acompañaba toda nuestra actividad. Significaba recuperar nuestras tradiciones épicas y los méritos del hombre criollo en procura de darle independencia a la Nación y retomar las banderas de una práctica federalista (…) Preferíamos optar por una denominación que naciera de la propia experiencia, que recogiera la memoria histórica y la cultura de nuestro pueblo. Las montoneras del siglo XIX nos daban el nombre que buscábamos». Estamos ante un caso fundacional de montonerismo silvestre, que se estaba pariendo —nada menos— que en las entrañas de una dictadura militar. Muy pocos lo sabían, solamente los iniciados en la propuesta. Hicieron historia.
«Juanjo» Vitiello pasará a la historia sin saberlo. Por montonero y por silvestre. Observó, exprimió su pensamiento, hizo deducciones, solucionó el problema. Me dice, luego de veinte años de los hechos: «De algo me ha servido pasar dos años y medio en el Politécnico y ser pésimo alumno de dibujo técnico. Yo recitaba de memoria: “La elipse es una curva plana, cerrada, simétrica, en la que se verifica que la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos fijos llamados focos es igual y constante al eje mayor”. Si no existiese la elipse no existirían las estaciones. La órbita circular haría de la Tierra una esfera con sitios de permanente invierno y de permanente verano. La Plaza de San Pedro en Roma es elíptica. Los focos están marcados por dos placas redondas de bronce. Si uno se para en cualquiera de ambos, y recorre con la mirada las columnatas que vendrían a ser el trazo de la elipse, ya no se ven tres columnas (así está compuesta la galería) sino sólo una. ¿No es perfecto?
En octubre de 1973 había que hacer una bandera. La más grande que se pudiera. Había un acto en Córdoba. La mesa de trabajo era la calzada entera de una calle cortada. Letra negra y rectilínea y pincel ancho, como correspondía a convicciones tan lineales y modos tan expansivos. Todos aportaban algo. Llegó el momento de los distintivos. ¿Cómo se hace la Estrella Federal? A brillar mi amor, hubiera dicho el Indio Solari, el de los Redondos. Dije: ocho puntas, hay que hacer un octógono. ¿Con qué? Algo redondo, trazamos, metemos dos cuadrados. Salió bien. A pintarla de rojo.
Ahora hay que hacer el escudo. Es como un huevo dijo uno. No, aseguré, un huevo se hace con un semicírculo y una parábola. Es una elipse, afirmé seguro. ¿Y cómo se hace? Dije: las damas mendocinas lo hicieron con una fuente, pero nosotros no tenemos. Hay que hacer la elipse del jardinero. Todos me miraron: ¿¿…?? Los jardineros hacen los almácigos circulares y elípticos con la sola ayuda de un hilo, estacas y alguna madera como regla. Siguiendo la definición que se me grabó de tanto aplazo, tomé la regla, tracé los ejes sobre un cartón que serviría de molde, clavé un clavo en cada uno de los que serían los focos, los uní con un hilo que sería “la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos…”, puse un lápiz estirando el hilo y, llevándolo por el ineluctable recorrido de todas las curvas regulares, hice aparecer una elipse. Creo que nunca he hecho nada más concreto en mi vida para hacerme admirar un ratito. Alguien con buena mano dibujó dentro del escudo una V corta formada por un Fal y una Tacuara con una P en el medio, suspendida y siguiendo el borde de la elipse se escribió: “Perón o Muerte — Viva la Patria”. Los demás terminaban los retoques de las grandes letras que decían ostensiblemente, en mayúsculas: MONTONEROS».
Valgan estos dos ejemplos, estos dos relatos de militantes, para introducirnos en este libro de investigación de Mariano Pacheco que me ha privilegiado con el honor de prologarlo. Y que reúne varios méritos. El primero y principal surge de la voluntad del autor de recuperar una historia que aparecía fragmentada, perdida, olvidada, desconocida. ¿Quién podía suponer que un conjunto de militantes montoneros pudo hacer pie en el Sur del Conurbano Bonaerense en el medio de la más feroz dictadura cívico-militar que padecimos los argentinos en toda nuestra historia? Y que presentó resistencia y combate. Y que no pudieron ser destruidos en su totalidad por las fuerzas represivas que los centuplicaban en número.
Y a partir de esa resistencia, el relato de Pacheco nos muestra facetas desconocidas u ocultas adrede por la historia oficial. Como bien dice en su relato: «Que la clase trabajadora se hubiera demorado tres años en protagonizar una primera jornada nacional de protesta no significa que no hubiera luchado durante todo ese período. De hecho, la resistencia al régimen comenzó el mismo 24 de marzo de 1976. Aún en repliegue, los obreros aprendieron a ensayar nuevos métodos de protesta y a recuperar otros viejos. Profundizó como nunca su odio de clase y hasta protagonizó huelgas parciales y tomas de establecimientos laborales». Para luego explicitar en la microhistoria que lleva adelante que «cuando Pepe habla, parece contradecir la mirada típica que suele tenerse sobre esos años. Y plantea que aún hasta fines de 1978, ellos lograron tener apoyo de un sector de la población de los barrios de la Zona Sur del Conurbano. Sobre todo de los sectores más humildes, aclara. Y comenta que haciendo los recorridos casa por casa para entregarles a los vecinos un volante, una revista o un boletín sindical, se topaban con gente que les advertía dónde vivían policías o militares. Y también de quiénes tenían un dudoso vínculo con personal de las fuerzas de seguridad. Así contactamos delegados de Peugeot y de Alpargatas quienes, lejos de alejarse, nos abrían las puertas de sus casas para hacer reuniones con sus compañeros de trabajo más politizados. Había miedo, sí, pero también bronca por la situación que se vivía». Los cuatro mil conflictos gremiales registrados durante el año 1978 avalan la cita precedente. Y si alguna duda cabe de lo que se asevera en el párrafo anterior, unas páginas más adelante en su relato, cuando se refiere al «Negro» Gonzalo Chaves, menciona sobre este: «Para su sorpresa, los conflictos obreros —en la mayoría de los casos de baja intensidad— se mantenían casi de manera permanente. Y en algunos lugares como en Alpargatas, las obreras confeccionaban y repartían volantes con la firma de Montoneros».
Y Mariano Pacheco también deja claro que el lógico miedo al terror que desplegaba permanentemente la dictadura no impedía la solidaridad del pueblo peronista con los jóvenes montoneros. Así se desprende fehacientemente de las palabras de su entrevistado Eusebio: «Resulta que un día Alba, la madre de Juan Carlos, entra a la casa y me encuentra manipulando un arma. Era terrible, podía implicar tener que declarar la emergencia y levantar la casa, renunciar al trabajo, borrarse de la zona. Pero no. Por ese olfato que solían tener las doñas peronistas, Alba se dio cuenta que no éramos chorros. Así que lejos de ponerlos en emergencia, la “vieja peronista” les dio oxígeno. Alba les presentó a su hijo, además. Y éste, Juan Carlos, se incorporó inmediatamente al pelotón que Eusebio componía junto con Noelia. Pero eso no fue todo, explica Eusebio. La vieja iba y rompía las “pinzas”, para ver qué información nos podía traer: nos contaba cuántos efectivos había, chusmeaba todo lo que podía, venía y nos contaba. Una maravilla, doña Alba…».
Y sobre los Montoneros de la zona: ¿qué? Mariano Pacheco, a lo largo del relato que conforma un libro imprescindible para entender lo que pasó en un pasado reciente —oscuro, inasible, oculto—, explica también con palabras acordes qué era lo que movía a tantos jóvenes a resistir, desde una organización político-militar, a la descarada entrega de nuestra nación. En boca del resistente Ramón pone la definición justa: «Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido, también, de que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos que resistíamos». Y agrego yo que nadie se entregaba vivo, se resistía sí o sí; no por una cuestión de militarismo, sino porque la combatividad era lo último que podía perderse, porque si caías vivo te cortaban en pedacitos. Y de esta frase, que no es una licencia lunfarda ni mucho menos, puede dar fe el compañero Víctor Hugo Díaz (Beto) —presente en el libro de Pacheco por su accionar y su fuga cinematográfica— (se escapó del Regimiento 3 de Infantería de La Tablada, donde estaba secuestrado), y que le aclara al autor: «Nosotros éramos un grupo que era del territorio, conocíamos más la zona que el enemigo y tratamos de hacer de eso el eje de la resistencia». Y para ello contaron con todos los pocos medios que tenían a su alcance. Aprovechando al máximo las ventajas relativas que podían obtener o sacar de objetos que a simple vista no parecían aptos para resistir. Siempre con una cuota de creatividad e ingenio que solamente puede provenir del pueblo peronista. Afirma Pacheco que así fue como «la bicicleta se transformó en un elemento central de la resistencia montonera en la zona. Era típico ver laburantes ir y venir en bicicleta. Entonces ellos, aprovechando el conocimiento del terreno, suplantaron al automóvil, al aparato, por el funcionamiento de pequeños grupos de tres militantes que se trasladaban en bicicleta: para hacer pintadas, repartir volantes, colgar “gancheras” en las paradas de colectivo, hacer inteligencia sobre barrios donde vivieran empresarios o militares y sobre las fuerzas represivas de la zona». Y Beto, citado con anterioridad, apuntala lo dicho: «Hasta operativos militares llegamos a hacer en bicicletas. Los compañeros tapaban los fusiles FAL con bolsas de nylon negras, y en la punta le ponían un cepillo. Quedábamos como pintores que se dirigían a sus trabajos con sus herramientas a cuestas».
Espíritus rebeldes, indomables y antidictatoriales peleando por sus principios contra la fuerza bruta hubo siempre y seguramente los seguirá habiendo, porque esa lucha y ese enfrentamiento están implícitos en la historia de la propia humanidad.
Sólo basta repasar, en el siglo XX, las luchas populares contra el franquismo y el nazismo. Recordar a los cientos de luchadores de la República Española que, caída la misma, se refugiaron en bosques y montañas para seguir combatiendo a la ignorancia, a la brutalidad y al oscurantismo franquista hasta 1952. O mencionar al general y héroe de la Unión Soviética, Iván Vasilyevich Panfilov, que en noviembre de 1941, al mando de una división de infantería durante la Batalla de Moscú, defiende con éxito el sitio y con sólo 28 soldados a su mando (de los que solamente sobreviven tres luego de siete días de combates) logra la proeza de destruir 18 tanques Panzer y detener y luego contraatacar con éxito a la hasta por entonces indestructible maquinaria bélica nazi. En esta vertiente de heroísmo y entrega sin límites a lo largo de la historia reciente debe adicionarse, sumarse, reconocerse, la resistencia montonera contra la oligarquía vernácula y el imperialismo yanqui llevada a cabo a partir de 1976 y obviamente, del mismo modo, contra su brazo represivo y de choque, la Policía y las Fuerzas Armadas. El libro de Mariano Pacheco es fundamental para tal fin.
Resta despedirme con las palabras que el combatiente guerrillero checo Julius Fucik, en lucha contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, dejó inmortalizadas en su libro Reportaje al pie de la horca; palabras que no dudo Mariano Pacheco también hará suyas. Allí escribe: «Sólo les pido una cosa. Los que sobrevivan a esta época no olviden. No olviden a los buenos ni a los malos. Reúnan con paciencia testimonios de los que han caído por sí y por ustedes. Un día, el hoy pertenecerá al pasado y se hablará de una gran época y de los héroes anónimos que han hecho historia. Quisiera que todo el mundo supiese que no ha habido héroes anónimos. Eran personas con su nombre, su rostro, sus anhelos y sus esperanzas, y el dolor del último de los últimos no ha sido menor que el del primero, cuyo nombre perdura. Yo quisiera que todos ellos estuviesen cerca de ustedes, como miembros de su familia, como ustedes mismos».