El libro ya está en las calles, desde hoy
El adjetivo «silvestre» tiene un solo
significado en el diccionario, y hace referencia a lo que se cría naturalmente
y sin cultivo en selvas o campos. En el caso que nos atañe, coincidencia o no,
puede referirse a un campo muy particular como lo es el campo nacional, popular
y revolucionario.
Roberto Cirilo Perdía fue miembro de la Conducción Nacional
de Montoneros. «En febrero del 70 nos reunimos en Córdoba compañeros de esa
provincia, Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Salta. Allí decidimos avanzar en la
constitución de una organización nacional (…) Acordamos discutir que su nombre
fuera “Montoneros”. Un ex seminarista participante de la reunión, el “Negro”
Orlando Montero, dejó asentado sobre un pizarrón ese nombre escrito (…) El
nombre reunía una serie de condiciones que hacían muy fácil la elección. Se
correspondía con el revisionismo que acompañaba toda nuestra actividad.
Significaba recuperar nuestras tradiciones épicas y los méritos del hombre
criollo en procura de darle independencia a la Nación y retomar las banderas de
una práctica federalista (…) Preferíamos optar por una denominación que naciera
de la propia experiencia, que recogiera la memoria histórica y la cultura de
nuestro pueblo. Las montoneras del siglo XIX nos daban el nombre que
buscábamos». Estamos ante un caso fundacional de montonerismo silvestre, que se
estaba pariendo —nada menos— que en las entrañas de una dictadura militar. Muy
pocos lo sabían, solamente los iniciados en la propuesta. Hicieron historia.
«Juanjo» Vitiello pasará a la historia sin saberlo. Por
montonero y por silvestre. Observó, exprimió su pensamiento, hizo deducciones,
solucionó el problema. Me dice, luego de veinte años de los hechos: «De algo me
ha servido pasar dos años y medio en el Politécnico y ser pésimo alumno de
dibujo técnico. Yo recitaba de memoria: “La elipse es una curva plana, cerrada,
simétrica, en la que se verifica que la distancia de uno cualquiera de sus
puntos a otros dos fijos llamados focos es igual y constante al eje mayor”. Si
no existiese la elipse no existirían las estaciones. La órbita circular haría
de la Tierra una esfera con sitios de permanente invierno y de permanente
verano. La Plaza de San Pedro en Roma es elíptica. Los focos están marcados por
dos placas redondas de bronce. Si uno se para en cualquiera de ambos, y recorre
con la mirada las columnatas que vendrían a ser el trazo de la elipse, ya no se
ven tres columnas (así está compuesta la galería) sino sólo una. ¿No es
perfecto?
En octubre de 1973 había que hacer una bandera. La más
grande que se pudiera. Había un acto en Córdoba. La mesa de trabajo era la
calzada entera de una calle cortada. Letra negra y rectilínea y pincel ancho,
como correspondía a convicciones tan lineales y modos tan expansivos. Todos
aportaban algo. Llegó el momento de los distintivos. ¿Cómo se hace la Estrella
Federal? A brillar mi amor, hubiera dicho el Indio Solari, el de los Redondos.
Dije: ocho puntas, hay que hacer un octógono. ¿Con qué? Algo redondo, trazamos,
metemos dos cuadrados. Salió bien. A pintarla de rojo.
Ahora hay que hacer el escudo. Es como un huevo dijo uno. No,
aseguré, un huevo se hace con un semicírculo y una parábola. Es una elipse,
afirmé seguro. ¿Y cómo se hace? Dije: las damas mendocinas lo hicieron con una
fuente, pero nosotros no tenemos. Hay que hacer la elipse del jardinero. Todos
me miraron: ¿¿…?? Los jardineros hacen los almácigos circulares y elípticos con
la sola ayuda de un hilo, estacas y alguna madera como regla. Siguiendo la
definición que se me grabó de tanto aplazo, tomé la regla, tracé los ejes sobre
un cartón que serviría de molde, clavé un clavo en cada uno de los que serían
los focos, los uní con un hilo que sería “la distancia de uno cualquiera de sus
puntos a otros dos…”, puse un lápiz estirando el hilo y, llevándolo por el
ineluctable recorrido de todas las curvas regulares, hice aparecer una elipse.
Creo que nunca he hecho nada más concreto en mi vida para hacerme admirar un
ratito. Alguien con buena mano dibujó dentro del escudo una V corta formada por
un Fal y una Tacuara con una P en el medio, suspendida y siguiendo el borde de
la elipse se escribió: “Perón o Muerte — Viva la Patria”. Los demás terminaban
los retoques de las grandes letras que decían ostensiblemente, en mayúsculas:
MONTONEROS».
Valgan estos dos ejemplos, estos dos relatos de militantes,
para introducirnos en este libro de investigación de Mariano Pacheco que me ha
privilegiado con el honor de prologarlo. Y que reúne varios méritos. El primero
y principal surge de la voluntad del autor de recuperar una historia que
aparecía fragmentada, perdida, olvidada, desconocida. ¿Quién podía suponer que
un conjunto de militantes montoneros pudo hacer pie en el Sur del Conurbano Bonaerense
en el medio de la más feroz dictadura cívico-militar que padecimos los
argentinos en toda nuestra historia? Y que presentó resistencia y combate. Y
que no pudieron ser destruidos en su totalidad por las fuerzas represivas que
los centuplicaban en número.
Y a partir de esa resistencia, el relato de Pacheco nos
muestra facetas desconocidas u ocultas adrede por la historia oficial. Como
bien dice en su relato: «Que la clase trabajadora se hubiera demorado tres años
en protagonizar una primera jornada nacional de protesta no significa que no
hubiera luchado durante todo ese período. De hecho, la resistencia al régimen
comenzó el mismo 24 de marzo de 1976. Aún en repliegue, los obreros aprendieron
a ensayar nuevos métodos de protesta y a recuperar otros viejos. Profundizó
como nunca su odio de clase y hasta protagonizó huelgas parciales y tomas de
establecimientos laborales». Para luego explicitar en la microhistoria que
lleva adelante que «cuando Pepe habla, parece contradecir la mirada típica que
suele tenerse sobre esos años. Y plantea que aún hasta fines de 1978, ellos
lograron tener apoyo de un sector de la población de los barrios de la Zona Sur
del Conurbano. Sobre todo de los sectores
más humildes, aclara. Y comenta que haciendo los recorridos casa por casa
para entregarles a los vecinos un volante, una revista o un boletín sindical,
se topaban con gente que les advertía dónde vivían policías o militares. Y
también de quiénes tenían un dudoso vínculo con personal de las fuerzas de
seguridad. Así contactamos delegados de
Peugeot y de Alpargatas quienes, lejos de alejarse, nos abrían las puertas de
sus casas para hacer reuniones con sus compañeros de trabajo más politizados.
Había miedo, sí, pero también bronca por la situación que se vivía». Los
cuatro mil conflictos gremiales registrados durante el año 1978 avalan la cita
precedente. Y si alguna duda cabe de lo que se asevera en el párrafo anterior,
unas páginas más adelante en su relato, cuando se refiere al «Negro» Gonzalo
Chaves, menciona sobre este: «Para su sorpresa, los conflictos obreros —en la
mayoría de los casos de baja intensidad— se mantenían casi de manera
permanente. Y en algunos lugares como en Alpargatas, las obreras confeccionaban
y repartían volantes con la firma de Montoneros».
Y Mariano Pacheco también deja claro que el lógico miedo al
terror que desplegaba permanentemente la dictadura no impedía la solidaridad
del pueblo peronista con los jóvenes montoneros. Así se desprende
fehacientemente de las palabras de su entrevistado Eusebio: «Resulta que un día Alba, la madre de Juan
Carlos, entra a la casa y me encuentra manipulando un arma. Era terrible, podía
implicar tener que declarar la emergencia y levantar la casa, renunciar al
trabajo, borrarse de la zona. Pero no. Por ese olfato que solían tener las
doñas peronistas, Alba se dio cuenta que no éramos chorros. Así que lejos
de ponerlos en emergencia, la “vieja peronista” les dio oxígeno. Alba les
presentó a su hijo, además. Y éste, Juan Carlos, se incorporó inmediatamente al
pelotón que Eusebio componía junto con Noelia. Pero eso no fue todo, explica Eusebio. La vieja iba y rompía las “pinzas”, para ver qué información nos podía
traer: nos contaba cuántos efectivos había, chusmeaba todo lo que podía, venía
y nos contaba. Una maravilla, doña Alba…».
Y sobre los Montoneros de la zona: ¿qué? Mariano Pacheco, a
lo largo del relato que conforma un libro imprescindible para entender lo que
pasó en un pasado reciente —oscuro, inasible, oculto—, explica también con
palabras acordes qué era lo que movía a tantos jóvenes a resistir, desde una
organización político-militar, a la descarada entrega de nuestra nación. En
boca del resistente Ramón pone la definición justa: «Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido,
también, de que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos
que resistíamos». Y agrego yo que nadie se entregaba vivo, se resistía sí o
sí; no por una cuestión de militarismo, sino porque la combatividad era lo
último que podía perderse, porque si caías vivo te cortaban en pedacitos. Y de
esta frase, que no es una licencia lunfarda ni mucho menos, puede dar fe el
compañero Víctor Hugo Díaz (Beto) —presente en el libro de Pacheco por su
accionar y su fuga cinematográfica— (se escapó del Regimiento 3 de Infantería
de La Tablada, donde estaba secuestrado), y que le aclara al autor: «Nosotros éramos un grupo que era del
territorio, conocíamos más la zona que el enemigo y tratamos de hacer de eso el
eje de la resistencia». Y para ello contaron con todos los pocos medios que
tenían a su alcance. Aprovechando al máximo las ventajas relativas que podían
obtener o sacar de objetos que a simple vista no parecían aptos para resistir.
Siempre con una cuota de creatividad e ingenio que solamente puede provenir del
pueblo peronista. Afirma Pacheco que así fue como «la bicicleta se transformó
en un elemento central de la resistencia montonera en la zona. Era típico ver
laburantes ir y venir en bicicleta. Entonces ellos, aprovechando el
conocimiento del terreno, suplantaron al automóvil, al aparato, por el
funcionamiento de pequeños grupos de tres militantes que se trasladaban en
bicicleta: para hacer pintadas, repartir volantes, colgar “gancheras” en las
paradas de colectivo, hacer inteligencia sobre barrios donde vivieran
empresarios o militares y sobre las fuerzas represivas de la zona». Y Beto,
citado con anterioridad, apuntala lo dicho: «Hasta operativos militares llegamos a hacer en bicicletas. Los
compañeros tapaban los fusiles FAL con bolsas de nylon negras, y en la punta le
ponían un cepillo. Quedábamos como pintores que se dirigían a sus trabajos con
sus herramientas a cuestas».
Espíritus rebeldes, indomables y antidictatoriales peleando
por sus principios contra la fuerza bruta hubo siempre y seguramente los
seguirá habiendo, porque esa lucha y ese enfrentamiento están implícitos en la
historia de la propia humanidad.
Sólo basta repasar, en el siglo XX, las luchas populares
contra el franquismo y el nazismo. Recordar a los cientos de luchadores de la
República Española que, caída la misma, se refugiaron en bosques y montañas
para seguir combatiendo a la ignorancia, a la brutalidad y al oscurantismo
franquista hasta 1952. O mencionar al general y héroe de la Unión Soviética,
Iván Vasilyevich Panfilov, que en noviembre de 1941, al mando de una división
de infantería durante la Batalla de Moscú, defiende con éxito el sitio y con
sólo 28 soldados a su mando (de los que solamente sobreviven tres luego de
siete días de combates) logra la proeza de destruir 18 tanques Panzer y detener
y luego contraatacar con éxito a la hasta por entonces indestructible
maquinaria bélica nazi. En esta vertiente de heroísmo y entrega sin límites a
lo largo de la historia reciente debe adicionarse, sumarse, reconocerse, la
resistencia montonera contra la oligarquía vernácula y el imperialismo yanqui
llevada a cabo a partir de 1976 y obviamente, del mismo modo, contra su brazo
represivo y de choque, la Policía y las Fuerzas Armadas. El libro de Mariano
Pacheco es fundamental para tal fin.
Resta despedirme con las palabras que el combatiente
guerrillero checo Julius Fucik, en lucha contra los nazis en la Segunda Guerra
Mundial, dejó inmortalizadas en su libro Reportaje
al pie de la horca; palabras que no dudo Mariano Pacheco
también hará suyas. Allí escribe: «Sólo les pido una cosa. Los que sobrevivan a
esta época no olviden. No olviden a los buenos ni a los malos. Reúnan con
paciencia testimonios de los que han caído por sí y por ustedes. Un día, el hoy
pertenecerá al pasado y se hablará de una gran época y de los héroes anónimos
que han hecho historia. Quisiera que todo el mundo supiese que no ha habido
héroes anónimos. Eran personas con su nombre, su rostro, sus anhelos y sus
esperanzas, y el dolor del último de los últimos no ha sido menor que el del
primero, cuyo nombre perdura. Yo quisiera que todos ellos estuviesen cerca de
ustedes, como miembros de su familia, como ustedes mismos».
Muy bueno !!!!!
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