El cielo por asalto: reflexiones s/ las políticas de las memorias
(jueves 20 de marzo de 2014, Córdoba-
Archivo Provincial de la Memoria, ex D2)
Archivo Provincial de la Memoria, ex D2)
Por Mariano Pacheco
"A Jorge Villegas y Alexis Comamala, con aprecio militante"
I-
Quisiera
empezar estas líneas con una afirmación: la del derecho generacional a tener
una tesis sobre aquella década en la que muchos de nosotros ni siquiera habíamos
nacido. La del 70 fue la última generación en apostar y luchar, desde distintas
tradiciones ideológicas e identidades políticas, por un cambio revolucionario
de la sociedad capitalista. Exterminio mediante, el legado de nuestros padres
(biológicos en algunos casos, simbólicos en el de todos) ha ido mutando a lo
largo de las tres últimas décadas.
Asumo
que el concepto de generación es problemático, pero no encuentro ahora otro que
se acople de mejor modo a estas reflexiones. Nosotros, que crecimos políticamente
resistiendo el modelo neoliberal o despertamos a la vida cívica durante la
rebelión popular de diciembre de 2001, más allá de los caminos que hayamos
tomado en los últimos años, compartimos el hecho de ser una generación marcada por una ausencia: la de la
generación que nos precedió, diezmada por la dictadura y silenciada –como
proyecto– por los “consensos democráticos”. Esta imposibilidad de poder
polemizar con quienes nos antecedieron conlleva distintas actitudes que van
desde el respeto reverencial, que termina “museificando” las figuras y las
experiencias del pasado, hasta el intento frívolo de negación lisa y llana de
quienes estuvieron antes.
Ambas miradas están tenidas por cierta culpa, y por
cierta dificultad de asumir el propio tiempo, la propia época sin nostalgias
conservadoras del pasado ni celebración trivial de lo dado, aunque lo
establecido sea un poco mejor que en nuestra infancia o nuestra adolescencia.
El ánimo de ruptura del período de crisis del
2001-2002 posibilitó, para muchos de nosotros pero también para amplias franjas
de la población, replantearnos qué estábamos haciendo, y por lo tanto, hacia dónde queríamos ir. Esa
crisis, que para muchos pasó a ser luego la imagen del infierno del cual se
quería huir como se huye de las pestes, fue sin embargo la que posibilitó
colocar a la política en otro lugar e interrogarnos sobre sus sentidos y sus
formas de llevarla adelante. Porque las crisis, en general, suelen ser momentos
enormemente productivos, de apertura de la historia. ¿O es que hemos asumido
como propia esa idea reaccionaria de que la historia, los grandes relatos y las
ideologías se han terminado?
Si entendemos a la política como invención, como
subversión de lo existente, como posibilidad colectiva de abrir grietas en el aquí
y ahora del orden dominante, entonces, no está todo dicho. Y si no está todo
dicho, nuestras narraciones, poemas, canciones, escenas dramáticas, nuestros
ensayos y grafitis, tienen la posibilidad de abrirse un espacio y hacerse oír.
Si esto es así, esa generación de la que hablábamos
al principio, la nuestra, aún tiene por delante el desafío de demostrar (se), desde
una perspectiva latinoamericana, si más allá de los avatares coyunturales es
capaz o no de contribuir a la gestación de un auténtico movimiento de
revolución cultural.
II-
¿Cómo hablar de horror después del horror? Muchas
voces se han alzado en torno a este problemático tema. Extensas páginas se han
escrito y publicado desde el Juicio a las Juntas en los 80.
Los últimos años han sido sumamente productivos en
cuanto a la gestación bibliográfica y cinematográfica sobre la represión
desatada por la última dictadura cívico-militar y la militancia popular en los
años 70 (Del Cordobazo al Rodrigazo, pongamos). De lo que cuesta seguir
hablando, y escribiendo, es tal vez sobre las implicancias sociales, políticas
y culturales de las identidades radicalizadas que calaron hondo en el pensar,
el actuar y el sentir de amplios sectores de la población de este país. Nos
cuesta, a los argentinos, hacernos cargo de las decisiones que se han tomado
por aquellos años. Y dejar de mirar para
el costado a la hora de dar cuenta que, para muchos, la salida que se imaginó
entonces fue la de guerra civil revolucionaria.
Por las asimetrías de poder entre los bandos enfrentados
–la maquinaria terrorista del Estado Militar, incluyendo la poderosa alianza
civil sobre la que se sostenía, y el de los sectores populares en lucha,
incluyendo sus “organizaciones armadas”–, en parte, pero en gran medida por la
“operación de victimización” que el “alfonsinismo” –y la “clase política” en
general–, el “sindicalismo sobreviviente”, las “empresas periodísticas”, los
“intelectuales travestidos” y gran parte de la sociedad realizaron sobre la
figura de la militancia de la década anterior, la idea de que el conflicto
social sostenido durante dos décadas había desembocado en un enfrentamiento que
se encontraba a las puertas de una guerra civil comenzó a ser borrado del
horizonte de los debates de la época. Ernesto Sábato, su prólogo al Informe de
la CONADEP y la consigna progresista
de Nunca
más completaron el cuadro que incluía a la idea de guerra junto con la
de demonios, desconociendo la máxima foucoltiana de que aun en tiempos de paz estamos en
guerra los unos contra los otros, porque un frente de batalla atraviesa toda la
sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un
campo o en otro
Siguiendo
esta máxima, como otros compatriotas ya lo han expresado con anterioridad, el
hecho de reconocer y denunciar que hubo una matanza, no tiene por qué
llevarnos, necesariamente, a negar que muchos de los masacrados dieron sus
vidas pro un proyecto que asumía la guerra como estrategia central.
En este sentido, el Nunca más no es
pronunciado sólo respecto del “Terrorismo de Estado”, sino también del deseo
revolucionario. Considerado totalitario, ese deseo, esas apuestas de
transformación revolucionaria de la sociedad, son colocadas en el lugar del
Otro Terrorismo. Así, dicha desde el poder, la fórmula “recordar para no repetir”
puede y debe ser entendida como una amenaza:
“No olvidar, la matanza puede ser ejecutada nuevamente”.
Pasado del trauma, presente del síntoma, y severa
advertencia hacia el futuro.
III-
¿Cómo reactualizar entonces, en clave
emancipatoria, las memorias sobre los años en que se pensaba, se sentía –y se
actuaba en consecuencia– que era posible tomar el cielo por asalto? ¿Cómo
revisitar críticamente los años teñidos por la violencia política, sin
arrepentimientos o sin miradas construidas a la luz de la derrota?
Si el Proceso de Reorganización Nacional
reestructuró la sociedad argentina, y en el plano simbólico, “recortó el
horizonte de lo posible”, ¿cómo hacer para que el deseo revolucionario circule
nuevamente entre nosotros? A nadie pueden quedarle dudas que, más allá de las
mejores o peores condiciones políticas y sociales en que hemos vivido durante
los últimos 30 años, la concentración y transnacionalización de la economía
argentina es la contracara del proyecto derrotado, sea de izquierda o peronista.
Cabe preguntarse entonces: ¿Cuánto de las
derrotadas del pasado hemos introyectado como culpa? ¿Por qué aun cuesta tanto
imaginar un futuro de ruptura con el orden vigente?
Tal vez el proceso venezolano de la última década
pueda ayudarnos a imaginar otros mundos posibles. Más allá de cuanto o no han
podido avanzar en transformaciones de fondo en la hermana patria, la
denominación de “Revolución Bolivariana” y el hecho de que su principal líder,
el ex presidente Hugo Chávez Frías, comenzara a retomar nuevamente los clásicos
de la izquierda marxista y el nacionalismo popular, han aportado a que la
palabra socialismo circule nuevamente en el lenguaje político del continente (y
más allá) en estos inicios del siglo XXI.
La experiencia de Venezuela como vanguardia de un
proceso en marcha no puede ser derrotada por las derechas que, desde adentro o
desde afuera, intentan por todos los medios cortar el hilo que puede unir en
una perspectiva de liberación la Patria Grande por la que bregaron Simón
Bolívar, Ernesto Che Guevara y tantas mujeres y hombres que regaron con su
sangre los campos y ciudades de estas tierras.
Poner la voz, la letra y el cuerpo para defender
este proceso es una tarea que nos involucra.
IV-
Quisiera terminar rescatando la capacidad de la
literatura en general, y del ensayo –aunque
de un modo más directo– en particular, de
aportar no solo a pensar lo existente, sino además a imaginar
y anunciar aquello que todavía no está presente. Por su puesto –y no estoy diciendo
ninguna novedad–: la literatura discute
lo mismo que la sociedad pero en otro registro, y esa es su contraseña.
Siguiendo las reflexiones de María Teresa Andruetto, la literatura es memoria y
tiene capacidad de testimoniar, en la medida en que produzca una “incomodidad”,
una “distorsión”, un “plus” o “desvío” que, más que otorgarnos respuestas –como
a veces lo logran hacer la historia, el periodismo de investigación, o las
denominadas ciencias sociales– nos pueble de interrogaciones, nos conmueva o
nos haga pensar –o todo eso junto–.
En
particular, sobre las políticas de la memoria, creo que la literatura argentina
recién está dando sus primeros pasos en pos de gestar una producción que se
anime a incomodar, a salirse de los lugares comunes, de los enunciados
políticamente correctos, para lanzarse a lo imprevisible, lo incómodo, lo
irreverente. Para desde allí sí, desde un lugar auténticamente propio, gestar
ese “secreto compromiso de encuentro” –como le gustaba decir a Walter Benjamin–
entre las generaciones del pasado, y la nuestra.
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