Papeles sueltos para seguir hablando
en voz baja
Por Esteban Rodríguez Alzueta
¿Cómo contar la derrota? ¿Cómo hablar
con la derrota? No son preguntas menores. En los tiempos que corren vuelven a
ser preguntas incómodas. Con tanta reivindicación boba muchas veces avivada por
los mismos setentistas que se
entusiasmaron con la función pública, la mirada triunfalista amenaza posarse
otra vez sobre la historia y sepultarla de nuevo. Hablar en voz baja, sin
euforias, para seguir pensando la derrota. El triunfalismo sigue siendo un
enemigo. Antes, era la forma de negar la realidad, ahora la historia. Ese culto
edificante que se levanta alrededor de experiencias ajenas, no sólo banaliza la
historia sino que asfixia la política, toda vez que no permite hacerle
preguntas. Las estatuas no hablan.
“Montoneros silvestres” es un libro
que se fue escribiendo muy pacientemente. Incluso, las investigaciones
comenzaron mucho antes de que Pacheco tomara la decisión de escribirlo. Las
averiguaciones previas se confundían con su propia militancia. Se sabe, toda
militancia tiene su linaje, necesita trayectorias previas, elije sus
referencias. Y las conversaciones de Pacheco, fueron las preguntas inquietas de
otro militante barrial del sur del conurbano que, veinticinco años después,
necesitaba relatos entusiastas para continuar con las tareas pendientes. Entre
esas tareas, una pregunta de rigor, seguía siendo la pregunta por los ‘70. ¿Qué
sentido tenía para nuestras militancias la experiencia de los ‘70? ¿Dónde poner
los ‘70? ¿Qué hacer con los ’70? ¿Había que hacer algo? Mariano reivindica el
derecho a tener una tesis, una tesis que deja flotando en el libro. Y digo “flotando”,
porque es un libro sin respuestas. El libro de Pacheco no se apresura a sacar
conclusiones, a tomar partido. Con tanta historia Billiken otra vez alrededor, cuando
vivimos de contarnos cuentos, mejor que sea nuevamente el lector el que saque
sus propias conclusiones. Pacheco se niega a digerir la historia, a servirla en
bandeja. Prefiere dejar en suspenso algo que seguimos masticando en voz baja. Por
eso las voces y las escrituras de los protagonistas llegan hasta nosotros otra
vez como testimonios crudos de procesos inconclusos que esperan o siguen
esperando una respuesta, o mejor dicho, varias respuestas. Porque si es cierto
que cada historia tiene puntos de vista diferentes, entonces se trata de una
historia con muchas caras, con varias versiones.
Pacheco cita y revisa la bibliografía
escrita por los protagonistas, transcribe la correspondencia, sintetiza los
documentos internos de la organización Montoneros y también las autocríticas.
Pero suspende cualquier juicio de valor. Elije la distancia. No lo hace por comodidad
política o prudencia epistemológica, y tampoco porque no tenga opiniones al
respecto. Los que conocemos a Mariano, sabemos que nos hemos perdido unas
cuantas veces en discusiones bizantinas. Pero sospecho que Mariano escribe entendiendo
que pasó poco tiempo, en realidad muy poco tiempo, para aventurar una respuesta
más o menos definitiva. Y no sólo porque muchos protagonistas están vivos.
Pacheco desconfía de la “historia
reciente”, ese nuevo artefacto académico que se apresura a tomar partido y
rasgarse las vestiduras a costa de ir parcializando su objeto. Lo que se gana
en precisión descriptiva, se pierde en comprensión política. Ya sabemos que es
más fácil escribir con el diario del lunes. Pero no se trata de eso. La historia
reciente no se dispone para ser celebrada, emplaquetada.
Eso no significa que no se pueda reivindicar una lucha o que la autocrítica
deba confundirse con iniciar un vía crucis de la mea culpa. Acá nadie se
confiesa. Si las memorias pugnan por un lugar en la historia, tampoco pretenden
arrogarse la verdad. Hay muchos puntos de vista en pugna. Y la respuesta que
ensayemos siempre será provisoria. Porque las preguntas que hace Mariano son
preguntas de un militante, no de un historiador, es decir, preguntamos desde
las luchas presentes y con las luchas presentes.
No se trata de voces reivindicando
una épica, sino narrando en primera persona experiencias de militancia
cotidiana, de reivindicaciones fracasadas, una experiencia de la derrota y del
dolor de la derrota, una derrota, en fin, que pide ser interrogada otra vez.
Una derrota que no dejará de derrotar hasta que –como la esfinge– no se le
hagan las preguntas correctas para que pueda dar las respuestas necesarias. Narrar
la derrota no para digerirla sino para aprenderla. Son relatos vivos que no
esperan ser comprendidos sino discutidos también. Papeles en crudo que invitan
a las nuevas generaciones a ensayar otra interpretación. Nos cuentan historias
y a cambio de eso piden un poco de piedad. Alguna vez le escuche decir a
Horacio González, hablando de los ‘70, que había que ser piadosos, porque
“estuviéramos donde estuviéramos estábamos en el error.”
Acá los protagonistas están vivos.
Lloran, tienen miedo, mucho miedo, comen, discuten, se enamoran, se cagan de frío,
transpiran y ríen también. Comparten los términos de una historia que hace
tiempo no controlaban, una historia que los estaba pasando por encima. No sólo
eran objeto de un aparato que se les había ido de las manos, que les hacía
hacer lo que ellos creían que estaban decidiendo para sus vidas; sino la trama
interna del “espíritu de una época” que los empujaba por un callejón sin salida
o por lo menos por una salida muy poco feliz, y para unos pocos. Juguetes perdidos
de una lucha que los entusiasmaba pero no controlaban. Una lucha que cargaba de
electricidad los nervios de una generación vivaz. Una lucha que no aparecía
como una tragedia, como un cataclismo, sino como una decisión, vivida como la
firme voluntad de estar en la historia con otro ímpetu. Por eso resucitó el
culto a la violencia; eran conscientes de la hora que les tocaba y así lo
manifestaban. Pero, como dijo José Carlos Mariátegui, la lucha no quiso ser tan
mediocre y se haría sentir con su propio peso. Los jóvenes sintieron en su
entraña la garra del drama bélico. Los trabajadores sintieron el mismo cerco
pero como seguían estando en la historia con sentido común, no dudaron en
replegarse –como dijo Rodolfo Walsh– junto al pueblo. Puede que no sepan mucho,
pero no comen vidrio. “Las masas no se repliegan hacia el vacío, sino al terreno
malo pero conocido, hacia relaciones que dominan, hacia prácticas comunes, en
definitiva, hacia su propia historia, su propia cultura y su propia psicología,
o sea los componentes de su identidad social y política”. Nadie agita banderita
en mares regados con tiburones. Llegó el momento en que los montoneros dejaron
de ser un pez en el agua para convertirse en un cachalote en un charco.
Demasiado aislados, demasiado expuestos, demasiado desenganchados, descolgados.
Este libro no habla de Montoneros
sino de los montoneros silvestres.
Los montoneros desorganizados o empelotonados,
arrojados, expuestos a su imaginación y cuidado. Cuando la Organización no
puede guardar a todos, pero tampoco puede garantizarles seguridad, no puede –y
tampoco quiere– replegarlos, a medida que van quedando desenganchados de un aparato
que suele darles la espalda, y van quedando con el culo al aire, los
montoneros, como los yuyos, se van haciendo más resistentes a las inclemencias
del tiempo. Silvestre es aquello que crece solo, por fuerza de la naturaleza,
sin cultivo. Son hombres y mujeres que quedaron en la intemperie. Que crecieron
solos, que no fueron domesticados, militantes herederos de la resistencia peronista.
Darle la palabra a los montoneros silvestres para seguir debatiendo
en voz baja, pero también para aprender la resistencia. Porque los montoneros
silvestres no han podido, todavía, dejar de resistir.
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