Un intelectual
perverso y polimorfo (*)
Por Mariano Pacheco**
(Nota publicada en Contrahegemonía web)
Perversa y polimorfa si las hay, la figura de Jean
Paul Sartre no deja de interpelarnos.
No importa que luego haya sido tomado para el
cachetazo por todos los pensadores franceses que aun hoy tienen primacía en la
academia y en gran parte del mundo intelectual. No se trata, de todos modos, de
contraponer su figura a la de sus pares contemporáneos, que –tanto como él–
continúan diciéndonos tantos cosas (pensadores que escribieron por Sartre, más allá de que muchas veces
su producción estuvo contra él). Sí
se trata de rescatar a Sartre de cierto “olvido” o de tantas lecturas
apresuradas –más allá de que esta también
lo sea– que suelen reducirlo a un dogmatismo intolerable.
¿Cómo no hacernos eco de frases como “nuestra
intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que
nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la
condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”?
Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura?, publicado como Situation IV. Libro en el cual también arroja esta otra frase
canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. El compromiso del
escritor, he aquí el inicio de un mal entendido. Porque más allá de su posición
personal durante los 60 y 70 (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a
Simone de Beauvoir; su prólogo a Los
condenados de la tierra de Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés;
sus discursos a los obreros en la puerta de la fábrica Peugeot –subido a un
barril– mientras se desarrolla un conflicto sindical, por marcar sólo los hitos
más conocidos, más destacados), su teoría del compromiso poco y nada tiene que
ver con lo que suele “divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido. En
primer lugar, porque el compromiso es una posición existencial, que excede la
opción política (léase: es comprometido quien dice tener ideas de izquierda).
Se puede estar comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la
abstención de posición también es una
elección. Veamos, además, que Sartre habla de “contribuir” y “colocarse al
lado”. Nada que ver con esa figura vanguardista del intelectual comprometido
como aquel que ejerce la dirección del proceso.
No sólo se le ha criticado a Sartre que esa figura
del compromiso estaba teñida de un intelectualismo vanguardista, sino que se
sostuviera sobre principios de una libertad incondicionada, eterna. Sin
embargo, cuando se refiere a este tema, sus conclusiones son contundentes (en
sentido contrario al que se le critica). Dice: “Totalmente condicionado por su
clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus
sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su
condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado
su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se
elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es
responsable”. Como se ve, el obrero también
está comprometido. Y algunos años más tarde (en 1955), en una entrevista
realizada a propósito de su obra teatral Nekrassof, sostiene: “Hoy lo que
importa es situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar
cómo dependen de ellas. Nuestros temas deben ser sociales, pues son los temas
mayores del mundo en el cual vivimos...”.
En cuanto a escribir, Sartre nunca deja de sostener
que es un oficio. ¿Qué es un escritor? Simple: un hombre entre los hombres,
según define en su autobiografía Las
palabras. Escribir, nos dice, es actuar. Y porque la palabra es acción,
puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra puede ser
un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá objetar: ¡Mientras
unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su escritorio! Pero
también en esto Sartre es claro, no vacila: “Llega el día en que la pluma se ve
obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas...
La escritura lanza al escritor a la batalla”. Lo arroja al combate, entre otras
cosas, porque la literatura (en sentido amplio), es como un llamamiento. Se
escribe para que otros lean. Por eso, porque no se escribe para esclavos, es que
escribir es, también, cierta forma de
querer la libertad, de luchar por ella. No es que haya que elegir entre un fin
u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre tiene que inventar
cada día”. Una utopía, sí, puede ser: escribir para un público que tenga la
libertad de cambiarlo todo. Una utopía que no niega, sin embargo, los desafíos
organizativos y políticos que presenta la guerra. De hecho, alguna vez supo
señalar que la necesidad de formar cuadros para intervenir en funciones
especializadas como la industria, el periodismo, etc., entraban en tensión con el principio de una
comunidad que produce sus valores. Tensiones que, más que dejarlas a un lado,
fueron incorporadas como parte constitutiva de sus intentos narrativos. Por
ejemplo, con su propuesta de narrativa situada: que no ofreciera respuestas
tranquilizadoras, sino que inquietara; que dejara dudas y esperas por todas
partes, que obligara al lector a gestarse sus propias conjeturas (que fueran, a
su vez, un punto de vista más entre las perspectivas de los personajes), en
fin, obras que irritaran porque proponen tareas incumplidas, inconclusas,
obligando al lector a asistir a “experiencias cuyo desenlace es incierto”.
Finalmente, Sartre nos interpela –también– porque no puede dejar de resonar en nuestras
cabezas su otra célebre frase, esa de la Crítica
de la razón dialéctica: “el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy
joven, casi está en la infancia, apenas si ha llegado a desarrollarse. Sigue
siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han
sido superadas las circunstancias que lo engendraron”. Mucha agua ha pasado ya
por debajo de los puentes y no me animaría a sostener, hoy, que definirse como
marxista allane muchos caminos, ni que facilite mucho las cosas. Sin embargo
sigue siendo (el marxismo) indispensable, si es que pretendemos continuar
sosteniendo una perspectiva de clase, no dogmática, pero sí radical, en cuanto
a no dejar de reconocer la centralidad que el conflicto entre el trabajo y el
capital tienen en nuestra sociedad.
En este sentido (¿heterodoxo?), podemos rescatar
las palabras de nuestro compatriota Eduardo Grüner, quien hace algunos años
planteó algo similar. Dijo –en pleno avance de las ideas conservadoras en el
mundo tras de la caída del Muro de Berlín– que había que redefinir tanto la
teoría como las prácticas que bregaban por la transformación; que ya no se
trataba de el socialismo, de el Estado, de el proletariado, sino de una “puesta en cuestión” de esas
identidades “monolíticas, tributarias de un pensamiento maniquéo y perezoso”.
De todos modos, insistía –insistimos– esta “puesta en cuestión” puede hacerse,
aun, desde el interior de un pensamiento marxista que se encuentra (asimismo)
en una permanente reconstrucción de su identidad. Porque esa es una de sus
virtudes: ser, en el campo de las ciencias sociales, uno de los pocos
pensamientos capaces de “ponerse en
crisis desde su interior”, recogiendo y reprocesando otros (y valiosos)
discursos “exteriores”. Como también señala Grüner, pero en otro lado, el
marxismo, por sí sólo, no basta para pensar la historia. El mejor marxismo lo
supo siempre. El mejor marxismo –los mejores marxismos, puesto que hay tantos–
nunca fueron solamente marxismos”.
En fin: por todo esto es que Sartre continúa siendo
una figura clave para repensar las posibilidades de labor intelectual, de
izquierda, que apuesten a revolucionar la sociedad. Una figura como la de él
puede ser criticada, entre tantas otras cosas, por su excesiva exageración del
rol individual, aunque no por su actitud prolífica. Dan cuenta de ello los 10
tomos de Situaciones, publicados
entre 1947 y 1976; sus 10 obras teatrales; su novela La Náusea y los 3 tomos (4, si le sumamos el casi inayable “Una
extraña amistad”) de Los caminos de la
libertad; sus cuentos reunidos en El
muro; sus guiones cinematográficos La
suerte está echada, El engranaje
y el bosquejo sobre la vida y obra de Sigmund Freud; su autobiografía Las palabras; sus obras filosóficas El ser y la nada, y los dos tomos de su Crítica de la razón dialéctica (por
nombrar las de mayor renombre); sus textos de crítica literaria como Baudelaire, Jean Genet, comediante o mártir,
El idiota de la familia o las notas y
entrevistas reunidas en el volumen titulado Un
teatro de situaciones; sus conferencias como El existencialismo es un humanismo; sumado a su activismo político
(que va desde sus tareas en el marco de la resistencia ante la ocupación nazi
durante la Segunda Guerra Mundial, hasta sus vínculos con los mao en los 70, pasando por sus alianzas
y rupturas con los comunistas franceses, según las circunstancias) y su
permanente labor periodística, cuyo símbolo emblemático fue la revista mensual Les temps modernes.
Esta laboral prolífica y multi (o trans)
disciplinaria, de la cual Sartre ha sido un ejemplo emblemático, se torna hoy
central, sobre todo a la hora de pensar las tareas para una Nueva Generación
Intelectual.
* Kamchatka, Nietzsche, Freud, Arlt. Ensayos sobre política y cultura (Alción, Córdoba, 2013).
* Ensayista y
periodista. @PachecoenMarcha.
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