No es poco lo que la literatura tiene
para contribuir al análisis de la realidad histórica, al proceso político,
económico, social y cultural que se abre con el 17 de octubre de 1945.
Por Mariano Pacheco
Sobre
todo la literatura de tinte antiperonista, que alumbra con mayor precisión aún
que la peronista cómo comenzó a ser tramitado ese trauma por las clases
dominantes, y también, cómo fracturó las miradas que, de allí en más, tuvieron
las izquierdas sobre el fenómeno a partir del cual la clase obrera estructuró
sus combates, sus obediencias y subordinaciones, sus anhelos y desdichas. Desde
entonces, y hasta 1975, el peronismo pasó a ser el hecho maldito del país
burgués, y también, el hecho maldito de la cultura nacional.
Las
invasiones bárbaras
Las patas trabajadoras en las fuentes
de la plaza. Los corpiños y bombachas de las obreras como banderas. La
destrucción de símbolos del poder. La presencia de las alpargatas proletarias
en la letrada y culta ciudad de Buenos
Aires. Narraciones en torno a la irrupción de las masas plebeyas. Primero fue
el verbo. Es decir, la acción y el relato.
Octubre 17, 1945. La fecha
fundacional, se sabe. Más allá del desempeño de Juan Domingo Perón al frente de
la Secretaría de Trabajo y Previsión, durante el período previo a 1945, es bien
sabido que el acontecimiento fundante del peronismo como movimiento social y
político fue el 17 de octubre. Y si bien el peronismo llegó al gobierno por el
voto popular, luego de triunfar en las elecciones del 24 de febrero de 1946
(Juan Domingo Perón-Juan Hortensio Quijano obtienen 1.478.500 votos, contra
1.212.300 de la fórmula José Pascual Tamborini-Enrique Mosca, de la Unión
Democrática), y tras su primer mandato continuó al frente de la conducción del
país por una nueva revalidación del voto popular (en las elecciones del 11 de
noviembre de 1951 la fórmula Perón-Quijano conquista 4.744.803 votos, contra
2.416.712 de Ricardo Balbín-Arturo Frondizi), desde sus primeros pasos el
peronismo eludió situarse en el lugar de un partido político más, y se
auto-asignó el rol de movimiento que implementaba una causa: la Revolución
Nacional. Seguramente una de las paradojas sea que quienes lo derrocaron,
también se autoadjudicaron el concepto de Revolución (La Libertadora), así como
la siguiente dictadura (La Revolución Argentina). Situación que no impidió que,
tanto las izquierdas como el denominado peronismo de izquierda, rescataran
luego –para sí–, también, el mismo concepto.
Como sea, el hecho es que, como
momento fundacional, el 17 de octubre de 1945 no fue un episodio más de la
política nacional. Fue un verdadero acontecimiento político, en el sentido
contemporáneo del concepto. Es decir, en tanto suceso inesperado, planteó una novedad en la situación, una
ruptura, un quiebre con el orden de cosas existente que abrió (forzó) la
situación a posibilidades antes insospechadas, permitiendo la invención de un
nuevo presente. Es que, tal como señaló Ezequiel Adamovsky en
su reciente Historia de las clases
populares en argentina, desde ese día, los invisibilizados, silenciados y
reprimidos por las clases dominantes, tuvieron un gesto político que sentaría las bases de la década siguiente:
ocuparían la Plaza de Mayo y la zona céntrica de la letrada y culta ciudad de
Buenos Aires, sin pedir permiso a nadie. En su mayoría jóvenes y mujeres (un
60% del total de los movilizados), los trabajadores que marcharon aquel día
erigieron una auténtica “revolución de jóvenes”, al decir de Arturo Jauretche.
Irreverencia de clase expresada en el
sumergimiento de las patas de los obreros en las fuentes, o en la exhibición
–por parte de las obreras– de sus prendas íntimas como banderas. Irreverencia
simbólica, por otra parte, acompañada de otra más contundente, por ser material
y simbólica al mismo tiempo: me refiero a los ataques a distintos lugares
típicos, expresión de la opresión y la explotación, como lo eran el Jockey
Club, el Banco comercial, o los diarios
La Prensa y El Día de La Plata.
En este sentido, más que día de la lealtad, el 17 de octubre debería ser
recordado como el día del legítimo ejercicio de la violencia popular.
Los
bárbaros invadieron el reducto de la democracia para exquisitos, distorsionaron
todas las relaciones sociales –escribió John William Cooke en
“Situación nacional y acción revolucionaria de las masas” – y, para colmo, se mofaron de las estatuas y cenotafios con
que la oligarquía le gusta perpetuarse en el bronce y el mármol.
Esa irreverencia, ese algo
insospechado por todos, sin embargo, se venía amasando en las profundidades de
la argentina. Detenido bajo custodia desde el día 12 por orden del presidente
Edelmiro Farrell, sin saber muy bien que hacer más que imaginando una nueva
vida en el sur del país, junto a la bella y joven Eva Duarte, Perón –que ya
había renunciado a todos los cargos que ocupaba en el gobierno– parece
liquidado políticamente por esos días. Los sindicatos han convocado a una
huelga para el 18, aunque sin movilización. El panorama se presenta poco
alentador para el coronel Perón. ¿Qué pasó entonces? Explicaciones hay y hubo
muchas. Y la bibliografía es extensísima.
Una explicación posible es que, el
rumor, se apoderó de las entrañas de los
humillados y ofendidos de siempre, y que su poder perturbador fue tan fuerte
que ya nada pudo pararlo. Al menos así lo explica Omar Acha, en su breve
pero no menos potente trabajo titulado, precisamente, “El rumor de la plebe”.
Acha subraya que el rumor es el mayor medio de comunicación de los pobres. Una
suerte de tecnología de los analfabetos. Compone
la comunicación democrática por excelencia –afirma–, porque el rumor es igualitario y plebeyo.
Fue ese carácter plebeyo de las masas
obreras movilizadas, precisamente, el que logró captar la mirada lúcida de Raúl
Scalabrini Ortiz, quien en la crónica periodística publicada al día siguiente
de los acontecimientos en el diario Crítica
apuntó aquella famosa frase: “Era el subsuelo de la patria
sublevado”, sentenció el autor de Política
británica en el Río de la Plata. Sublevación que fue expresada con claridad
en la direccionalidad de ese ejercicio de violencia que
apuntó a la destrucción de imágenes representativas del poder, y que al decir de Elías Canetti,
equivalen a la destrucción de las jerarquías impuestas, que ya no son
admitidas. Destrucción de jerarquías. Irreverencia de clase. Irrupción de la multitud. Eran las masas de
humillados y ofendidos emergiendo de las profundidades, desplazándose por los
pasadizos intransitables de la historia.
El
Gran Profanador
El primer peronismo, como supo destacar Ricardo
Piglia, fue contado por la literatura argentina bajo el modo de la paranoia y
la burla. Y sus dos exponentes más emblemáticos fueron Julio Cortázar y Jorge
Luis Borges.
Como
una mueca socarrona o una ironía cruel, una vez en el poder, el peronismo
dispuso el traslado de Borges de su puesto como bibliotecario de un típico
barrio porteño, a supervisor de pollos y gallinas. Sin caer en una mirada
psicologista, no podemos dejar de llamar la atención sobre este laberíntico
recorrido, que como puede suponerse no arribó a buen puerto. Como sea, el hecho
es que Borges nunca se privó de tocar ningún objeto
venerable de las culturas populares, como supo remarcar Horacio González (“Borges y
el peronismo”). Sobre todo las del peronismo, “frente
a las cuales hizo el papel de gran profanador”.
Nombrado director de la Biblioteca
Nacional por el gobierno dictatorial de la Revolución Libertadora, Borges es
recordado hoy, sin embargo, más por su labor literaria – esa supuesta
“abstracción universal”–, que por sus posiciones políticas, abiertamente
reaccionarias y claramente antiperonistas. Sin embargo, algunos de sus
vastísimos textos supieron dar cuenta del peronismo como pocos, y hoy son
piezas fundamentales para quien quiera entender el fenómeno, o al menos, quien
desee adentrarse en la mirada que los escritores y otros sectores antiperonistas
tenían de él.
Alguna vez escuché decir al escritor
y crítico Aníbal Jarkowski que, desde un punto de vista político, la lectura
que Borges hacía del peronismo parecía no tener ningún tipo de mérito, pero que
al ser la lectura del escritor con mayor proyección estética sobre el
movimiento político con mayor proyección social, la cosa cobraba otro relieve.
Veamos entonces que plantea Borges en
algunos de sus textos, como “Poema conjetural”, “La fiesta del monstruo” y “El
simulacro”.
La
mirada de Borges en 1943 (“Poema conjetural” se publica originalmente el 4
de julio de ese año en el diario La Nación) es
terriblemente anticipatoria de las interpretaciones que tendrá años más tarde,
cuando el peronismo sea un fenómeno ampliamente instalado en la política
nacional. En el poema, tomando la voz del derrotado Francisco Laprida, Borges
sostiene que “la victoria es de los
otros”. Esto es central, porque en el texto son “los bárbaros, los gauchos”
quienes vencen, no a otros parias como ellos, sino a quienes han estudiado “las
leyes y los cánones”. Lo que prima aquí, y es de vital importancia, es la
mirada antiprogresista que Borges tiene de la historia. Porque la derrota de
Laprida no quedó allí, en el pasado, sino que persiste, como aquel trauma que
retorna bajo el modo de un síntoma. Dicho de otro modo: Borges construye en
“Poema conjetural” una mirada en la cual esas lanzas y esos cuchillos de los
sanguinarios carniceros, son enterrados en las gargantas del culto enemigo, en
ese momento, pero no sólo en ese: con tal acto cierran el círculo del destino sudamericano, que no
es más que el incesante triunfo de la barbarie sobre la civilización. Gran
tema, por otra parte, de “La fiesta del monstruo”.
***
Relato
escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en 1947, bajo el pseudónimo
jocoso de H. Bustos Domecq, “La fiesta del monstruo” fue publicado por la
revista Marcha en Uruguay, recién
tras la caída del peronismo, en septiembre de 1955. Resulta paradójico que la
mirada borgeana haya calificado al peronismo de una manera tan categórica y
temprana, y que no haya vuelto a revisar esa perspectiva. El texto está escrito
desde un desprecio enorme hacia los otros que, en este caso, se transforman,
son transformados, en el Otro absoluto.
En el relato, que pretende ser la
descripción de un 17 de octubre por la boca de un grasa, “lo importante es la fiesta, el tumulto, el judío muerto a
pedradas, los bajos instintos, la
grosería”, según remarcó tempranamente Ismael Viñas, en el artículo (“De las
obras y los hombres. La fiesta del monstruo”), que publicó en 1956 en el N° 7-8
de la revista Contorno (dedicado al
peronismo), bajo el pseudónimo de V. Sanroman. El narrador
es un militante peronista, quien le cuenta a su novia, Nelly, los avatares de
una jornada en la que irán a la plaza a escuchar el discurso del Monstruo, es
decir, de Perón. En el camino se cruzan con un judío de anteojos –que camina
distraído, con un libro entre sus manos– y lo matan.
Desde el título, hasta el epígrafe de
La refalosa, de Hilario Ascasubi
(“Aquí empieza su aflición”), pasando por la primera oración del relato (-Te
prevengo, Nelly…), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-política:
quien contará la historia, en primera persona, es un cabecita negra, seguidor
del Gran Monstruo Nacional. Recordemos que en el poema de Ascasubi aparece esta
dicotomía incruenta entre una víctima, el unitario, y sus verdugos, los
mazorqueros. Los salvajes –quienes no van a parar de acusar de salvaje al hombre
culto, siempre desde la mirada del autor– van a divertirse y reírse ante las
torturas –entre ellas la refalosa– que le infringen a su enemigo, con el único
objetivo de domesticarlo, y hacerlo gritar “Viva la Federación”. Algo similar
sucede en el relato de Borges-Bioy, cuando los seguidores del monstruo intentan
hacer algo similar con el judío. No en vano, en su clásico libro El género gauchesco. Un tratado sobre la
patria, Josefina Ludmer se refiere a
“La Refalosa” como la primera fiesta del monstruo, en la cual “se deja leer
la construcción de una lengua asesina y brutal”. Una construcción que divide
las voces entre baja, salvaje, o bárbara, y otra civilizada, introduciendo una
diferencia jerárquica en la lengua del desafío, que baja una orilla y pasa de
lo animal directamente al cuerpo del enemigo”. Esto es así, en gran medida,
porque “el desafío y el mundo animal se implican mutuamente en el género”. Así,
los bárbaros y salvajes federales no sólo degüellan animales, sino que son unos
animales que degüellan y sacrifican hombres como si fueran animales, tal como
sugiere Esteban Echeverría en “El matadero”. De este modo, la escritura –“las
bellas letras”–, la palabra autorizada del escritor, aporta a la animalización
del Otro iletrado, transformándolo en un monstruo, en alguien que –a decir de
Michel Foucault– no es ni siquiera un animal, sino que es casi animal y casi
hombre. “El relato arma su escena textual y representa la escena política con
un monologismo total, autoritario y represivo”, supo escribir alguna vez María
Teresa Gramulglio, destacando que la voz del narrador se presenta como un
Absoluto.
De todos modos, cabe destacar que,
con la cita de Ascasubi, el cuento va a salirse de la tradición gauchesca:
quien habla puede ser considerado un descendiente de los sanguinarios
federales, pero no así quienes escriben, letrados señores de la culta capital
europea del continente. Es que la identificación del peronismo con el
federalismo les impide inscribir sus plumas en ese legado. De allí también la asociación
del título, en donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas,
remitiendo de manera casi directa a la barbarie.
Como puede verse, este relato está construido como una
reescritura de los argumento de “El matadero”, de Esteban Echeverría, pero
según el tono excesivo de “La refalosa”. El cuento trata de cómo lo monstruoso,
lo animal, lo anormal, se desplaza desde la periferia (las orillas) hacia el
centro (la ciudad). Es que el peronismo –según reflexionó la socióloga Maristella Svampa en
su libro Civilización y barbarie. El
dilema argentino– “evocaba en su barbarie imágenes que mostraban la
monstruosidad del fenómeno”. Imágenes que no hacían más que confirmar “el temor
de los sectores conservadores”, que no tuvieron mejor idea que “demonizar” a
sus adversarios, colocarlos no solo en un sitio de inferioridad sino además en
el lugar del Mal.
Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José
Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta jornada del 17 de octubre como un
“espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas ante el llamado
demagógico de su líder. Escribe Romero: Esta
característica prevaleció durante todo el gobierno, apoyado, además, en una
constante apelación a la adhesión directa de las masas que, concentradas en la
Plaza de Mayo, respondían afirmativamente una vez por año a la pregunta de si el pueblo estaba conforme con el
gobierno. Entusiastas y clamorosas respondían al llamado del jefe y ofrecían su
manso apoyo sin que las tentara la independencia.
En este sentido el cuento es claro:
desde el primer párrafo (“pesceuzo corto y panza hipopótama”) el personaje va
padeciendo un proceso de animalización
y una creciente pérdida de su
subjetividad, junto a los otros (¿hombres?). Los peronistas, de un modo muy
divertido, son presentados por los autores como unos feos, sucios y malos que no asisten por voluntad propia a un
determinado lugar, sino que son “recolectados” –como la basura–, y en el camino
–como seres peligrosos que son– roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin
ningún tipo de explicación lógica-racional.
Situados como violentos y fuera de la
ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto. Son, juntos, no
una suma de individuos –como le gustaba a Borges– sino una masa uniforme; una
patota que canta la marchita hasta más no poder; una barra que se ríe, hace
chistes y se reparte “amistosos rodillazos”. Tan iguales son presentados los
personajes, que son como hermanos gemelos: “todos del sur, idénticos”. De allí
que surja la pregunta retórica: “¿Quién, tan lejos del pago, iba a apartarse
del grupo?”.
Por esa heteronomía, también, es que
el “camión de la juventud” era “un solo grito” y los personajes –tanto
femeninos como masculinos–, aparecen como seres sin ningún tipo de autonomía:
por el narrador nos enteramos que los tuvieron
hora y media bajo el sol y que les impusieron
poner en cada pared el nombre del monstruo. Tan animalizados, estos personajes,
que son presentados como objetos manipulados por cosas (“me portarían en mi
condición de fardo”; “a cada revólver le tocaba uno de nosotros”).
En fin, quienes asisten a “la fiesta”
(que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben hablar
bien. De allí que aparezcan lunfardismos
y términos populares (Nicolás Avellaneda,
en una lectura que ha hecho de este cuento, ha destacado a propósito de este
tema que al menos 15 de los 20 apellidos mencionados son italianos). Este
procedimiento –el de poner al “tano” en el lugar del “provinciano”– busca
provocar una identificación con el lector culto, ese que cuenta con la
capacidad de hacer las equivalencias, y reírse.
Con esta escenificación negativa de
la nueva realidad del populacho en Argentina, los autores no sólo se ríen de
las formas de hablar de las masas populares, sino también de sus costumbres, y
hasta de los lugares en que habitan. Ellos, que viven en “casas cuchas” y
duerman en “camas-jaulas”, son tan sucios que “chorrean grasa como queso
mascarpone”, “sudan como sardinas” y se lavan “con el trapo de la cocina”. Y –a diferencia del unitario protagonista de “El
matadero”, de Echeverría– aquí son ellos –la barbarie– quienes van
desde la periferia al centro, invadiendo el culto y letrado territorio porteño. Por último, como para no dejar ningún detalle
afuera, la propia gastronomía define el perfil de los personajes, quienes comen
“arrolladitos de salame”, “sangüiches de chorizo”, “milanesa fría” y, como
frutilla del postre, toman “botellas de vino”.
Es que tal como enseñó Frantz Fanon
en Los condenados de la tierra, el mejor
modo de describir y encontrar la palabra justa para referirse al enemigo
político es el concepto de bestiario.
Él lo pensó a partir de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre
los nativos argelinos. Nosotros podríamos pensarlo en relación a ese odio que
“nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Jean Paul Sartre),
sentían por los descamisados. En el mismo sentido, Fermín Rodríguez, en su
libro Un desierto para la Nación, escribe –respecto de los indios– que su
animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización por la cual la matanza
se desrealiza”. E insiste en señalar: “no hay allí violencia contra una forma
de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se
presenta como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”.
Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras y la construcción del
enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Romero
–quien califica al gobierno constitucional como dictatorial–, en su ya citado
libro, por ejemplo, se refiere del siguiente modo a los prolegómenos de los
asesinatos de junio de 1955: En 1951 un
grupo militar de tendencia nacionalista encabezado por el general Menéndez
intentó derrocar al gobierno, pero fracasó y los hilos de la conspiración
pasaron a otras manos, que consiguieron conservarlos a la espera de una ocasión
propicia. Extraño modo de denominar un golpe de Estado, la instauración de
una dictadura, y el futuro bombardeo y fusilamiento sobre civiles.
Hasta aquí, más allá
de la indignación política que pueda causarle a un peronista la lectura de este
cuento, todo transcurre de un modo jocoso. Pero el relato va condensando
sentidos a medida que avanza, y llega a su momento culmine justamente en los
últimos párrafos, cuando la “columna juvenil” no le perdona la vida a un
miserable “cuatro ojos”. La descripción del “intelectual judío” sería
extremadamente cómica, por lo tosca, si no fuera porque oración seguida es
asesinado salvajemente. Distraído –como el propio Borges– este individuo “sin
musculatura”, con libros bajo el brazo, se niega a venerar el estandarte de los
sin libros, de los de a pie y en alpargatas. Es decir, no muestra admiración
por la foto del Monstruo. Alejandro Rossi, en su ensayo titulado “Borges,
Bioy y el peronismo”, ha destacado que en el relato se produce un
desplazamiento desde lo festivo hacia lo monstruoso. Y que el asesinato de un
judío es el “motivo ideológico” para asimilar el peronismo al fascismo.
Si la patria está en disputa, qué mejor
que contraponer figuras antagónicas. El intelectual judío declara tener su
opinión, y esa horda totalitaria no
puede perdonárselo (“El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con
una mano…”). La mersa goza con el espectáculo del dolor ajeno. Con pasión
salvaje, ríen y “se calientan con la sangre” que corre.
Después, como si nada hubiese sucedido,
van a la Plaza de Mayo, a escuchar el discurso del Monstruo que se transmite a
todo el país por cadena de radio. Un final que expresa a las claras la mirada
que estos miembros de la elite civilizatoria tienen sobre los modernos usos de los medios masivos de comunicación. Eso que
Ezequiel Martínez estrada, en ¿Qué es
esto?, caracterizó como “un plan sistemático para deprimir la cultura y
enaltecer la barbarie”.
En fin, para terminar, quizás podamos
pensar que la frase “para la patria, el Monstruo; para nuestra mersa en franca
descomposición, el camionero…”, opera como síntesis ideológica del cuento. Un
“texto gorila” que, tal como señaló Carlos Gamerro en El nacimiento de la literatura argentina, dice “mucho sobre el
gorilismo y muy poco sobre el peronismo”. Aunque en realidad, a través del
gorilismo, podamos aprender mucho acerca de lo que el peronismo implicó para
importantes sectores de la clase obrera argentina.
Por supuesto, no es nuevo el hecho de que
existan letrados que con sus plumas aporten a la estigmatización de los
sectores pobres de la población. Mucho más cuando estos sectores tienen el tupé
de insubordinarse. Es que para entender un poco mejor el clima
de época en que fue escrito “La fiesta…”, y las representaciones que estos
escritores tenían respecto del peronismo, tal vez valga la pena rescatar las
declaraciones que el propio Bioy hiciera años más tarde: “Este
relato está escrito con un tremendo odio. Estábamos llenos de odio durante el
peronismo”.
***
Tal
vez podamos suponer que haya sido ese odio el motor de escritos como “El
simulacro”, relato de Borges incluido en su libro El hacedor, de 1960. ¿Fue desde esa ceguera que escritores
como Borges desrealizaron, en su literatura, todo aquello que no pudieron
aceptar como datos de la realidad?
Así
como el peronismo pudo significar el sueño de los humillados y ofendidos por la
Argentina oligárquica, para otros, el peronismo se convirtió en una especie de
reverso de ese sueño, es decir, fue vivido como una pesadilla. Por eso Borges,
que comparte este juicio, narra su cuento como una alucinación: voluntad
estética de realización que es el correlativo de su juicio político.
Caracterización del peronismo como irreal que llevará a Borges a recrear, en su
texto, el mismísimo velorio de Evita. Imitación, en un rincón remoto de la
provincia de Chaco, del evento real que aconteció en Buenos Aires. Tal vez por
esa mirada estético-política el narrador se pregunte: ¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático,
un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al
representar su doliente papel de viudo macabro?
La
respuesta, como el lector se podrá imaginar, es más terrible que la pregunta: La
historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias
locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo
de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El
enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero
tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo
nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo
amor de los arrabales, una crasa mitología.
Es decir, el peronismo no es para
Borges más que el retorno de las lanzas y los cuchillos que asesinaron a
Laprida. La barbarie que regresa, para mostrar que a pesar de esa fachada de
modernidad, de europeísmo, la culta Buenos Aires lleva en sus entrañas a los
cabecitas negra, las sirvientas despechadas, esos inmigrantes y provincianos
incultos que ahora pueblan las fábricas, los barrios cercanos a la Gran Capital
y que, para colmo, cuentan con poderosos sindicatos, que cuentan a su vez con
el visto bueno de un Estado dirigido por otro bárbaro descendiente de esos
gauchos.