Por Mariano Pacheco*
“La
política empieza cuando uno se propone, no representar a las víctimas (proyecto
en el cual la vieja doctrina marxista siguió prisionera del esquema expresivo),
sino ser fiel a los acontecimientos en los que las víctimas se pronuncian. Esa
fidelidad sólo se manifiesta por una decisión. Y esa decisión, que no promete
nada a nadie, a su turno sólo está atada por una hipótesis. Se trata de una
hipótesis de la no-dominación, de la que Marx ha sido el fundador y que hoy en
día se trata de re-fundar”.
Alain
Badiou, ¿Se puede pensar la política?
Si de lo que se trata
es de inventar una mirada, y un territorio, que duda cabe que los movimientos
sociales que han emergido durante el último cuarto de siglo en Argentina (y en
el continente), tienen bastante para decir al respecto.
¿Qué contribuyen a
pensar hoy estas experiencias? En principio, al menos, cuatro cuestiones
centrales para las perspectivas de emancipación del nuevo siglo. En primer
lugar, la pregunta misma por qué entendemos por política. En segundo lugar,
ayudan a repensar la cuestión del sujeto (social) de transformación. En tercer
lugar, contribuyen a problematizar las identidades (políticas) desde las cuales
construir un sujeto de cambio. Por último, la articulación entre lo político y
lo social, o dicho de otro modo, entre el aquí y ahora (las denominadas
praćticas performativas) y el proyecto estratégico.
¿Qué es la política?
(Notas impugnadoras
del consenso y la gestión)
Los
movimientos sociales han contribuido a la gestación de esa idea que sostiene
que toda política que aspire a ser revolucionaria parte de la presentación (de
los explotados y dominados por el capital), y no de la representación. Porque es
el pueblo el que cotidianamente se ve atravesado por la situación de
explotación y dominación, es también él quien puede decir basta. Es decir,
partir de la idea de que toda política que se precie de revolucionaria parte
del principio de la igualdad, y por lo tanto, de la posibilidad de la rebelión
colectiva, es uno de los aportes de estas experiencias a repensar en otras
claves la relación entre las militancias y los sectores sociales en las que
éstas desarrollan sus iniciativas. Esta concepción rompe, por otra parte, con
el moralismo típico de la izquierda liberal, porque asume que no hay malos que oprimen
a los buenos, sino explotados y oprimidos que pueden (o no) optar por dejar de
padecer la situación en la que viven y comenzar a dar un testimonio de justicia
con su accionar, que incluye, por supuesto, asumir que aún desde de su posición
subalterna, incluso, muchas veces pueden ejercer acciones de dominación hacia
otros aún más subalternos que ellos. En este sentido, es muy grande el intento
por no colocar al otro en el lugar de víctima, sino en ver al semejante como
alguien que puede ponerse de pie y luchar junto. De allí la importancia que los
movimientos sociales adjudican al hecho de salirse del lugar de la queja, para
transformar la bronca en grito y la protesta en resistencia.
La
política revolucionaria, así entendida, se asume como una excepción a la regla social que
organiza la cotidianeidad. Es un pensamiento y un tipo de acción que parte de
la necesidad de ejercer una ruptura con lo existente. No quiere hacer reformas
conservando, por ejemplo, las instituciones existentes, sino que desea
aniquilarlas para gestar formas nuevas, diferentes. Por eso busca abrir una
nueva situación, una posibilidad allí donde el estado dominante de las cosas no
permite ver más que lo existe. Es decir,
se plantea como una posibilidad colectiva (porque necesita de la reunión de las
personas) de romper con la normalidad, de interrumpir lo dado, subvirtiendo las
condiciones de existencia e inventando otras nuevas. En ese sentido se plantea
como una excepción a la rutina que parte de la rebelión y la posibilidad, aquí y ahora, de hacer posible una práctica, un sentir y un pensar diferente, por más que esa
invención sobre el mundo no tenga garantías, sino que se presente como pura
apuesta de transformación.
Un monstruo de mil
cabezas
(Notas sobre el
sujeto)
Las mutaciones del
capital y de la composición de lo que
históricamente se denominó la clase trabajadora obligaron a repensar la
categoría de sujeto de la transformación. Quienes primero lo comprendieron
fueron los movimientos sociales, entre otras cuestiones, porque supieron librar
luchas por fuera de los lugares tradicionales del trabajo asalariado y tomaron
en sus manos otras problemáticas vinculadas a la explotación y la dominación
capitalista no asumidas por ese sujeto que desde las izquierdas se
conceptualizaba como proletariado en revolución hacia el socialismo o desde los
nacionalismos revolucionarios como pueblo trabajador o como clase obrera
“columna vertebral” de un proyecto de liberación nacional.
Las luchas de los
desocupados (primero, y luego de los “trabajadores de la economía popular”,
después), las mujeres y las minorías sexuales fueron pioneras de una pelea que
luego encontró en una gran diversidad de comunidades que se predispusieron a
defender la tierra contra el avance de los proyectos extractivistas las
posibilidades reales de redefinir la categoría pueblo, e incluso, clase
trabajadora.
Incluso sin saberlo,
muchas veces, estos movimientos del “entre siglo” enlazaron con algunas teorías
de fines de las décadas del 60 y del 70, que supieron dar cuenta del
protagonismo de las mujeres, pero también de los negros, de los jóvenes, los
locos. E incluso, como Feliz Guattari y Gilles Deleuze, insistieron en destacar
la relación “no representativa” del pensamiento con la práctica política, al afirmar
que crear es resistir, aun cuando la creación de conceptos apela a una forma
futura, a una tierra y un pueblo que no existen todavía.
Mientras, no quedan
muchas más opciones que sostener una posición ética que sostenga la posibilidad
del cambio (no sólo ante los apologistas de lo inmutable sino incluso frete a
los apologistas de que sólo es posible, en este contexto histórico, pelear por
acceder al Estado para realizar una gestión progresista del ciclo) y posición
política que sostenga las trincheras desde las cuales proyectar la conformación
de un nuevo sujeto de cambio.
Al respecto, hago
propias las definiciones sostenidas por la Coordinación Resistir y Luchar,
cuando en su Documento de trabajo Nª1 sostienen que hoy es conveniente
“diferenciar” dos sujetos sociales protagonistas de los eventuales procesos de
transformación. Por un lado, aquellos capaces de protagonizar la resistencia
frente a las administraciones estatales actuales, aquellos capaces de
desestabilizar el equilibrio del sistema dominante, condición indispensable
para gestar condiciones reales para el desarrollo de un poder dual (y aquí, por
su posición en la estructura económica, los “trabajadores asalariados” tienen
un rol fundamental que jugar). Por otro lado, aquellas personas que, aun
formando parte de la “clase-que-vive-del-trabajo”, expresan el desarrollo de su
producción y reproducción material (y simbólica) por fuera del mundo laboral
tradicional (las trabajadoras y trabajadores de la economía popular), o incluso
quienes participando del trabajo asalariado, se organizan y luchan en los
territorios que habitan y no en los que trabajan (experiencias barriales
comunitarias, comunidades e lucha en defensa de la tierra, la vivienda y el
hábitat, etcétera).
Hacer para dejar de
ser --lo que hicieron de nosotros--
(Notas sobre la
autonomía y el poder popular)
La autonomía y poder
popular han funcionado como principios rectores de una nueva subjetividad
militante dentro de los movimientos sociales. Entendida
como “hacer colectivo efectivo” (según la definió alguna vez el filósofo griego
Cornelius Castoriadis) la autonomía (entendida tanto singular como
colectivamente) pone en tela de juicio a la ley e inaugura un momento de
creación que se niega a quedar condenado a la mera repetición de lo existente.
Se propone abrir un espacio para que las posibilidades y las potencialidades de
los de abajo puedan expresarse y asume el desafío existencial de la resistencia.
Por eso le suena muchas veces absurdo, a la militancia inscripta en los nuevos
movimientos sociales, aquella crítica que recibe de la “izquierda
vieja” o incluso de las vertientes “nacional-populares”, que reducen el
concepto de resistencia a un momento segundo, negativo, de mera respuesta al
poder (de “oposición” al Estado). Tal vez el lema, tan en boga en 2001, de
“Resistir es crear”, de un poco cuenta de este mal-entendido. Las
resistencias a la hegemonía del capital, como multiplicidad de prácticas
situadas, tienen que ver más con “poner en discusión” los modos de vida
capitalista, con ensayar dinámicas existenciales y vitales autónomas de los
sectores populares, que con oponerse a la política sistémica para acumular
fuerzas que permitan en un futuro cambiar la sociedad. Lo que no implica que no
se acumulen fuerzas, y que no se proyecten modos de intervención más generales
que permitan cambiar las relaciones de fuerzas en favor de los proyectos de
transformación radical de nuestras sociedades. Por eso el concepto de autonomía
suele ir ligado estrechamente al de poder popular. Porque combina una
intervención gris, paciente y cotidiana de trabajo de base con dinámicas
álgidas típicas de las luchas de masas, únicas capaces de intervenir
favorablemente en las coyunturas para cambiar las relaciones de fuerzas.
La apuesta por desarrollar autonomía implica entonces, para los
movimientos sociales, un despliegue territorial, una disputa por el control de
territorios donde no tengan primacía las lógicas del capital. En este sentido,
autonomía no es un mero concepto “político”, sino también económico, social y
cultural, atravesado por relaciones de fuerzas (no hay auto-nomía, que se
desarrolle sin su necesario correlato en la auto-defensa de las experiencias construidas,
sostenidas a su vez por una base material de auto-gestión económica y simbólica,
de contra-cultura o de apuesta por construir una nueva cultura que tienda a ser
hegemónica en una nueva sociedad). De allí la insistencia de las organizaciones
de base por intentar desarrollar, desde la cotidianeidad, prácticas que
permitan la ampliación de formas autonómicas como anticipatorias del
socialismo, como formas de construcción “ya desde ahora” de relaciones
post-capitalistas en el seno mismo del capitalismo, entendidas desde
perspectivas de ruptura, de antagonismo con las
lógicas del capital, por fuera de cualquier tipo de “coexistencia pacífica” entre estas
“prácticas performativas” y el sistema. Esto no implica negarle a las
micro-políticas su potencial revolucionario, sino asumir que toda política es a
la vez micro-política y macro-política. Por eso, desde esta concepción, se
insistirá en recuperar reflexiones como las del comunista italiano Antonio
Gramsci, para quien “las formas no-capitalistas nunca podrán ser completas ni
suficientes hasta que no se alcance un horizonte general de superación del
capitalismo como sistema económico y social global”. Pero no idealiza el
momento de conquista del Estado como momento esencial ni absoluto en el camino
de tránsito del cambio social, n tampoco hipoteca a futuros nebulosos las
tareas fundamentales de construcción del poder popular que exprese en la
cotidianeidad aquellos valores y dinámicas que se pretenden para toda la
sociedad.
Caleidoscopios
(Notas sobre la
identidad)
¿Cómo
definir nuestra posición actual? En otro ensayo (Kamchatka. Nietzsche,
Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura) la caracterizamos como
“perversa y polimorfa”, en referencia a una serie de características que,
pensamos, dan cuenta de un espacio que algunos caracterizaron durante años como
Izquierda Independiente, otros como “Nueva Izquierda Autónoma” y que nosotros
hoy, un poco en función de las crisis de estos espacios en los últimos años,
llamamos simplemente movimientos sociales.
Recodemos
que para el profesor Freud (en su teoría de la sexualidad) lo
perverso-polimorfo refería a lo atípico, lo otro de lo normal. En este sentido
es que pensamos lo perverso-polimorfo anclado a diversas formas, distintas a la
norma vigente. La polifonía,
lo polifacético, lo policromo, entonces, dan cuenta de una
vocación diversa respecto de las voces, las fases y los colores de un espacio
político.
Desde hace
varios años, por ejemplo, para las jornadas de resistencia cultural que
todos los 25 y 26 de junio se organizan en el distrito de Avellaneda (en la ex
estación de ferrocarril con ese nombre, hoy Estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki), la marcha de
antorchas hacia el Puente Pueyrredón es acompañada por una bandera de banderas, a la cual cada organización, colectivo,
movimiento cultural, feminista, estudiantil, sindical o piquetero ha aportado
lo suyo: una bandera o pedazo de bandera, un color, un símbolo, un nombre. Así
se ha gestado esa bandera gigante, sucia, desprolija, hecha de retazos, con la
cual los integrantes de los distintos grupos se mezclan en la movilización. No
resulta menor ver cómo allí pueden mezclarse los colores rojo y negro, el
celeste y blanco, el violeta, azul-verde-amarillo-rojo-violeta-blanco-naranja.
La mezcla y no la síntesis, entonces, es una buena definición para dar
cuenta de esta vocación de los movimientos sociales. Porque ya no importa las edades
singulares, cuando cada uno comenzó su tránsito por la militancia o cuando nacieron las actuales
organizaciones que cada uno integra. Lo que hay, en todo caso, es suelo
simbólico compartido entre quienes quizá militaron en los años 70 con quienes
comenzaron en los 80-90 y quienes iniciaron sus rebeldías en la última década,
o incluso, en estos últimos años. Lo que une es un modo de intentar construir
algunas respuestas (al menos provisorias, a modo de hipótesis), respecto de las
preguntas y problemas que se imponen en el presente. Preguntas que, al parecer,
ninguna identidad previa se encuentra en condiciones de responder por sí sola.
Una de las hipótesis
que diferencian a los movimientos sociales de todas las corrientes de las
izquierdas clásicas (incluidas las “nuevas clásicas”) y de quienes abrevan en
los nacionalismos populares (aún los autoproclamados revolucionarios), es esa
voluntad por correrse de todos los “ismos” precdentes: peronismo, anarquismo,
marxismo en todas sus vertientes (stalinismo, trotskismo, maoismo,
castrismo-guevarismo, etcétera). Incluso la voluntad por correrse del rótulo de
“post” y “neo”, aunque se retome de casi todas las corrientes mencionadas
algunas de sus enseñanzas, incluyendo también a las más recientes ( “zapatismo”
o “neozapatismo”).
Como fue siendo
corriente en muchos espacios de organización popular de la Argentina desde
mediados de la década del 90 en adelante, la convivencia de figuras como Evita
y El Che, o las estrellas federal y de cinco puntas en banderas argentinas y
roji-negras (junto con las wipalas y las feministas), entremezclados con
rostros anónimos de mujeres sobre un fondo Nuestramericano, dan cuenta de una
búsqueda en la que no todo se mezcla porque sí, y en donde los sentidos no son
unilineales sino múltiples, y en los cuales algunos se identifican más o se
sienten más cómodos con determinados símbolos y colores que con otros, sin por
ello dejar de compartir con el de al lado la misma bandera.
*Texto
elaborado especialmente para Grandes alamedas: una mirada de la realidad.
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