Por Mariano Pacheco*
Cuando alquilar una vivienda se transforma en una odisea y el
dinero obtenido por trabajar apenas permite la sobrevivencia. Números y desafíos
para pensar la vida en la ciudad contemporánea.
Crítica y ficción
¿Hay alguna relación entre la dimensión
arquitectónica y la subjetiva entre las personas que habitamos Buenos Aires,
esa ciudad que se desarrolló “de espaldas al río”? Algo de eso parece estructurar
parte de la trama de Medianeras (2011), film argentino con guion y
dirección de Gustavo Taretto que, en su micromundo artístico, parece anticipar aquello
que años más tarde se va a generalizar para toda la sociedad. En este caso: la
cultura del inquilino.
Al comienzo de la película podemos
escuchar un extenso monólogo de Martín, al que le sigue otro de Mariana (los
dos protagonistas interpretados por Javier Drolas y Pilar López de Ayala) en
los que se plantea que Buenos aires –“una ciudad superpoblada en un país
desierto”– ha crecido de manera descontrolada e imperfecta, con edificios
irregulares en los que se alternan uno muy alto al lado de otro muy bajo, uno estilo
francés al lado de otro sin ningún estilo. Esas irregularidades que muestran
una total ausencia de planificación, tienen sin embargo una lógica, atravesada
por la desigualdad económica y social: los departamentos se miden en ambientes,
y van desde los excepcionales de cinco con balcón-terraza, dependencia de
servicio, baulera, piletas climatizadas en algunos casos, hasta el mono ambiente
(más conocido como “caja de zapatos”), con poca o ninguna luminosidad,
construidos en edificios que son cada vez más chicos, en ese afán por darle
lugar… ¡a nuevos edificios aún más diminutos!
Cada vez más edificios, cada vez más
problemas de infraestructura y, en los últimos tiempos, cada vez más departamentos
vacíos y personas sumergidas en la indigencia, en situación de calle, pero
también, nuevos trabajadores pobres que con sus actuales salarios no pueden ya costear
los costos de unos alquileres que, hasta hace algunos meses, sí podían mantener;
adultos que, como jóvenes, regresan a vivir con sus padres o abuelos; jóvenes no
tan jóvenes que perpetúan una lógica de estudiantes siendo ya profesionales,
alquilando una casa entre dos o tres; parejas que ya no funcionan como tales
pero sostienen sus vínculos sólo por una conveniencia que les garantiza un
techo…
Incluso entre las y los más “afortunados”
(si así puede decirse, apelando a una cuota de ironía y a otra de cinismo),
como son quienes hoy sostienen un trabajo con una remuneración mensual que les
permite garantizar el alquiler de una vivienda que les agrada, ven totalmente
ausente, en sus horizontes existenciales, poder construir su propia casa. “Vivimos
como si estuviésemos de paso en Buenos Aires. Somos los inventores de la
cultura del inquilino”, dice Martín, a modo de presentación, para iniciar el
film, mientras agrega que está convencido de que “las separaciones y los
divorcios, la violencia familiar, el exceso de canales de cable, la incomunicación,
la falta de deseo, la abulia, la depresión, los suicidios, las neurosis, los
ataques de pánico, la obesidad, las contracturas, la inseguridad, el estrés y
el sedentarismo son responsabilidad de los arquitectos y empresarios de la
construcción”. Una escena que, al verla, produce mucha identificación en el
espectador, la espectadora. Lo terrible es que el film es de hace una década y
media atrás.
Dato mata relato
Durante algunos años (sobre todo
durante un buen tramo de la “década ganada”), algunas personas de determinadas franjas
de la sociedad argentina (fundamentalmente: “sectores medios”) hicieron realidad
su sueño de la “casa propia”, sobre todo quienes accedieron al programa ProCreAr,
que permitió incluso que en algunas localidades del “interior del interior”
(como suele caracterizarse a pueblos de provincias), la iniciativa permitiera
el desarrollo de zonas antes deshabitadas.
Si bien el impacto de esos impulsos fue
bastante reducido en relación a lo masivo del problema, sentaron un antecedente
importante de sistema crediticio estatal totalmente accesible para quien lo
contrae, al contrario de lo sucedido durante el macrismo con los créditos UVA (en
los cuales el banco prestamista se queda cual el inmueble como garantía de
pago hasta que se cancele el crédito), que recientemente despertó la
manifestación pública de un Colectivo de Autoconvocados que denuncia la “situación
desesperante” en la que han quedado las personas deudoras, que ven crecer el
monto de las cuotas y el capital adeudado a un ritmo que los salarios tipo no
pueden acompañar, llegando al insólito caso de familias con más del 60 por
ciento de sus ingresos destinados al pago de la cuota, mientras otras tantas
han tenido que suspender los pagos debido a la crítica situación económica y
social que atraviesa la Argentina.
Buenos Aires –la “Ciudad Autónoma”
como se llama desde hace algunas décadas–, siguió en cambio su ritmo
autonomizado de especulación inmobiliaria durante todos estos años, más allá de
los cambios en las gestiones estatales a nivel nacional, al igual que otras grandes
capitales del país, como Córdoba o Rosario, ésta última, asimismo, fuertemente
atravesada por el dinero proveniente del negocio ilegal del narcotráfico (recomendamos
para tal caso ver el film-documental Ciudad del boom, ciudad del bang, elaborado
en 2013 por la revista Crisis).
Así, tras un largo historial que
lleva años –décadas– y la pandemia mediante que lo
agravó todo, llegamos a la situación crítica de hoy (segundo semestre de 2024),
en el que el 80% de los hogares inquilinos encuestados en la
Encuesta Nacional Inquilina (realizada en septiembre de 2024 por la Federación
de Inquilinos Nacional y el Colectivo Feminista #NiUnaMenos), manifestó que la
situación de la vivienda y la evolución de sus salarios/ingresos son los
principales motivos de preocupación en la actualidad (mientras
que el 64, 06% respondió tener deudas de algún tipo –dos puntos
por encima de la encuesta anterior de junio–).
Para esta altura del año, el 44,5% de los ingresos totales del hogar se
destina a pagar el alquiler y las expensas, sin considerar impuestos y tarifas
de servicios públicos (para quienes firmaron contrato después de la entrada en
vigencia del DNU 70/2023, la incidencia asciende al 49,8%). Estas cifras
manifiestan un incremento de 10% más de lo que implicaba en junio. Así, uno de
cada cuatro inquilinos (el 26,7% de los encuestados en septiembre) indicó que
tuvo que abandonar la vivienda que habitaba por no poder afrontar el precio del
alquiler (el 92% en condiciones contractuales por fuera de la ley de alquileres,
cuando tres meses antes la cifra representaba el 15%).
Más allá de la campaña oficial anunciando
buenos augurios para la economía argentina, lo cierto es que, según datos de
esta encuesta, el 88,9% de los
inquilinos ha manifestado que considera que tendrá dificultades para afrontar
el pago del alquiler en los próximos meses. La situación se torna alarmante.
Cada relato es una suerte de crónica (de la catástrofe social) anunciada.
A la falta de regulación y planificación
urbana, que en muchos casos trae aparejados profundos problemas de
infraestructura (sobre todo con los servicios de luz y cloacas), hay que
sumarle los problemas de smog, y de suciedad –sobre todo en la zona sur de la
ciudad– donde existen zonas enteras que parecen haber quedado “liberadas”, a la
espera de una futura reestructuración en donde la especulación funcione como
prioridad central, por sobre todo derecho a la vivienda.
Ciudad subjetiva
Desde los inicios mismo del Siglo XX, cuando la Argentina
comienza a consolidarse como país y queda incorporado de manera subordinada al
mercado mundial capitalista, se produce ese proceso acelerado de modernización
periférica que lo coloca en ese lugar de “Atenas americana” –según la retórica modernista–
o de “Reina del Plata” que, producto de las fuertes corrientes inmigratorias que
llegaban desde Europa tras el aniquilamiento del malón del indio y la montonera
gaucha (sobre todo, desde el último cuarto del siglo XIX), producen ese “entrecruzamiento
múltiple” de esta zona específica, de esta región determinada del Río de la
Plata en la que Buenos Aires aparece más emparentada con Montevideo que con San
Salvador de Jujuy o Río Gallegos, al mismo tiempo que busca parecerse siempre
más a Londres o París (sobre todo a esta última) que a La Paz o Lima.
Quizás por eso en su libro El río sin orillas el escritor argentino
Juan José Saer dice que, hasta el siglo XX, nadie se sintió en casa en Buenos
Ares, ya que todos sus habitantes provenían de otras latitudes y durante mucho tiempo,
estaban sólo de paso (de allí la imagen de lugar “vacío y desolado” que por
buen tiempo la acompañó). Y cuando alguien empezó a sentirse en casa, fue
cuando hubo posibilidades de asentarse, incluso viniendo de tierras lejanas.
Como
destaca Saer, rescatando a su vez al gran ensayista nacional Ezequiel Martínez Estrada,
se trata de abordar al país no como una esencia sino como una serie de problemas
a desentrañar, inventando métodos propios como esos forjados en el entrecruzamiento
entre lo local y lo planetario, tan típico en estos pagos. “El resultado de ese
entrecruzamiento múltiple, que ha dejado rastros en la economía, en la organización
social, en las tradiciones culturales, en los tipos físicos, en el habla, en la
gastronomía, esa diversidad unificada por ciertos rasgos específicos, es lo que
denominamos con el nombre genérico de una región, el Río de la Plata”, escribe
el autor de Glosa en este ensayo.
Qué duda cabe, que en este siglo XXI, Buenos Aires sigue
siendo la gran ciudad del Río de La Plata en la que las migraciones de poblaciones
de las distintas provincias argentinas, se ha entremezclado con la proveniente
de otras latitudes del mundo –como hace un siglo atrás–, nuevamente bajo la
promesa de una vida mejor. Con la gran diferencia de que ahora Buenos Aires es
un sitio lleno de edificios y ya no de conventillos, rodeado asimismo por zonas
hiperpobladas como son los inmensos conurbanos, donde ya no queda mucho espacio
para construir viviendas. Lejos de toda mirada teleológica, transcurrido un
siglo, la ciudad ya no presenta una gran promesa, sino que se debate entre una
perspectiva de rapiña de pequeñas minorías privilegiadas y la resignación de
grandes mayorías. El hecho de que hoy haya más perros que niños que la habiten
es síntoma de este bloqueo en la población adulta; una población atravesada por
el estrés, el cansancio, la preocupación, la ansiedad, el agotamiento, las
tensiones, el miedo a perder lo poco que se ha logrado conservar.
Una ciudad no es sólo su arquitectura, ni siquiera las vidas
de quienes la habitan, sino también una red de narraciones que contribuyen a
reforzar la resignación ante la mera sobrevivencia o, por el contrario, que
incitan a la revuelta de ideas, a la rebelión de los cuerpos desobedientes que adquieren
la confianza necesaria para protagonizar los grandes cambios que toda sociedad
estancada requiere para darle un sentido a la existencia (singular y colectiva)
y no perecer en el camino autodestructivo al que determinadas políticas la
condenan.
Por eso hoy la lucha política en la ciudad requiere no sólo
de movilización, de organización popular y de alternativa electoral, sino
también de una disputa subjetiva capaz de concentrar multitudinarias energías
en la gestación de un terreno de enfrentamiento contra la desolación, y de
creación de territorios donde pueda empezar a experimentarse lo conveniente de
la cooperación social frente a la apología del individualismo rapaz del sálvese
quien pueda, porque como hemos experimentado ya, con esas lógicas al final no
se salva nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario