Una
búsqueda incansable, una lectura imprescindible, una escritura bella y punzante. El amor a los comienzos, la autobiografía de J.B.
Pontalis donde la literatura se encuentra con el psicoanálisis y la labor
editorial del modo más virtuoso.
Por Mariano Pacheco
“¿De
dónde nace en nosotros el amor a los comienzos sino del comienzo del amor?
De
aquel sin futuro y quizás por lo mismo sin fin”.
J.B.
Pontalis, El amor a los
comienzos
LA VENTANA INDISCRETA
Había
leído hacía tiempo el libro Ventanas –publicado en Argentina por
editorial Topía– y alguna que otra vez trabajé sobre determinadas entradas del Diccionario
de Psicoanálisis que escribió junto a Laplanche, pero esas eran todas mis
referencias sobre J.B. Pontalis. Hasta que por Tomás Abraham llegué nuevamente
a su nombre y aquello que empezó como una curiosidad se transformó en una
certeza que me asaltó: tenía que conseguir ese libro del que el ensayista
argentino, en su Diario de un abuelo salvaje, escribió: “Estudió
filosofía, luego se volcó al psicoanálisis. Dice Pontalis que lo que aprendió
de las clases de filosofía del liceo es que la filosofía es una actitud… dice
que lo que aprendía de sus profesores de filosofía es que la disciplina no se
basa en el saber, sino en una disposición del espíritu que consiste en
introducir una mayúscula para poder asimilar el mundo”.
En estos
tiempos en donde “todo se consigue en internet”, sin embargo, no hubo caso: en
ninguno de los sitios clásicos de venta virtual lo encontré; tampoco nuevo en
librerías, ni usado en una de mis clásicas recorridas por la calle Corrientes a
la búsqueda de toparme con algún tesoro perdido en las de saldo. Pero como dice
el dicho popular argentino, “el que busca encuentra”, así que persistí y, al
cabo de un buen tiempo, pude dar con un ejemplar de El
amor a los comienzos.
El
libro es el auténtico testimonio de una vida entregada a estas pasiones que son
las de editar y desarrollar una intervención desde la clínica, escritas con un
estilo que hace de la autobiografía una exquisita apuesta literaria, a la que
dice haberse querido dedicar en sus “sueños juveniles”, bajo el afán de fundirse
en ella, y salvarse por ella. “Mi anhelo era convocar a todas las palabras para
que desaparecieran, llenar de trazos negros miles de páginas para lograr un
libro en blanco. Hubiera sido el humilde servidor de esa luminosidad nocturna”.
Contrapunto visual desde el que piensa el quehacer literario que en otros tramos
del texto se expresa bajo ejemplos sonoros, en tanto modo de concebir el arte como
eso que encuentra un poder en el desafío de aquello que lo niega; en este caso,
el silencio a la literatura, como lo visible a la música.
MAESTROS
“… Se anunció por radio una muerte. ´Un sinvergüenza menos´,
exclamó mi tía con sonrisa insidiosa. Así fue saludada
en la casona declinante la muerte de… Freud”.
El amor a los comienzos es también
un homenaje a los maestros: llegar a Freud en el rodeo francés emblemático de las
figuras de Jean Paul Sartre y Jaques Lacan. ¡Cómo no homenajear a esas figuras
si se ha tenido la suerte no sólo de leerlos sino de tenerlos como profesores!
Lo primero que recuerda Pontalis de Sartre es su voz seca,
su palabra tajante (el “hombre cortante”). Primavera de 1941, comienzan las
clases de “moral” con ese profesor que, se decía, no usaba corbata. “Y de
pronto el hombrecillo –que usaba corbata e incluso,
si no recuerdo mal, traje con chaleco– me arrancaba sin miramientos de aquel
amable adormecimiento, de aquella confianza llana”, comenta Pontalis, quien –como
remontándonos con su palabra escrita al mundo de casi un siglo atrás, sin redes
sociales, sin tanta cultura de la imagen–, aclara: “en 1941 éramos pocos los
que sabíamos con certeza absoluta que él era Sartre”, el profesor para el que
no alcanzan palabras para describirlo (¿respeto? ¿admiración? ¿fascinación?),
esa especie de dios secularizado capaz de pensar incluso lo que estaba más allá
de los límites del pensamiento”. Sartre el filósofo, el dramaturgo, el
polemista, el escritor. Sartre el polimorfo, el que no buscaba ni legados ni
herederos, el que no soportaba los seguidores, el que se complacía en la
contradicción en la que se autoformulaba (“así como no se reconocía un padre,
tampoco iba a soportar la carga de hijos, igualmente dependientes en la rebeldía
y en la sumisión. Un día, ya pasada la época del Liceo, lo llamé en broma `mi
viejo maestro` y aun esta burla afectuosa lo fastidió un poco”). Cada ídolo
tiene su ocaso. Quizás por eso, tras un largo periplo, Pontalis concluye: “quizás
fue eso lo que al cabo de los años me mantuvo a cierta distancia de Sartre:
nunca pude hacerme a la idea de que uno piensa sólo con la cabeza”.
***
De Sartre a Lacan, entonces, vía una infidelidad. O más
bien, una incapacidad de sostener una fidelidad (a un maestro), que no se
entiende ni como mérito ni como demérito (“¿de qué exactamente puede uno ser
Maestro?”).
El aburrimiento de la Sorbonne, la certeza de que se
prefería la soledad de la habitación que la pequeña multitud de un aula y, sin
embargo, toparse con otra certeza: un “pensamiento nuevo”, una “palabra inédita”
se producía allí, a poca distancia de la suya.
Lacan y sus suspiros presos de una tremenda fatiga. Lacan
y los papeles que jamás consultaba, junto a los libros que permanecían frente a
sus ojos pero que nunca abría. Lacan y las frases que rara vez terminaba, sus
recursos de comediante y sus habilidades de mago y una pasión del decir que no
era fingida. “Con Lacan el pensamiento parecía desplegarse siempre fuera de
tema, describiendo una espiral infinita, de la que no habríamos podido afirmar
si nos alejaba o nos acercaba al centro. Lacan y el arte del suspenso”.
Pontalis dice no objetarle a Lacan sus “excentricidades”,
ni sus “caprichos de gran señor”, puesto que aquello que aparecía en el centro
de la escena era otra cosa: “me inducía a romper los hábitos universitarios, a
los que el mismo Sartre, aunque con rudeza, permanecía fiel a pesar de todo”.
Sin embargo, dos advertencias para evitar eso que a él le resultó deplorable:
la conversión de sus pares en discípulos (“encierro del que algunos no pudieron
salir jamás”). Primera advertencia, dice Pontalis: “nutrirse de Lacan, habitar
en Lacania sin hablar en lacaniano”. Segunda advertencia: comprender que, si en
el discípulo la verdad siempre viene de boca del otro, no por eso se debe
olvidar que “Lacan designa al otro con O mayúscula: no pretende ocupar su
lugar, mucho menos llenarlo”.
PSICOANÁLISIS, LENGUAJE
“Una lengua habla, dice algo más allá de ella misma, únicamente
cuando no nos sentimos demasiado cómodos con ella, a pesar de haberla escuchado
y practicado durante largo tiempo, únicamente cuando nos sentimos incapaces de
manejarla con entera soltura, como una herramienta”, escribe Pontalis, planteando
con claridad ese doble movimiento de cercanía y lejanía que podemos sentir con
la propia lengua.
Por eso dice sentir fobia del “encierro en una única lengua”,
del “hablar para iniciados”, algo que a menudo queda reducido ese psicoanálisis
que ingresa en todas partes sin ser invitado y se autoadjudica el lugar de “interpretación
de todas las interpretaciones”.
Más seducido por ese “territorio donde habita lo
desconocido”, Pontalis manifiesta sentir una particular atracción por esos tiempos
remotos en los que imagina una humanidad primitiva que inventa la lengua (el
lenguaje, la palabra) para nada, no por necesidad (como abrigarse o comer),
sino porque sí (“No tenía relación con sus gestos o sus gritos, con sus señales,
con nada de lo que ya usaban para expresarse y comunicarse”).
Ese amor a los comienzos del lenguaje se perpetúa. Y
llama la atención, para nosotres –lectorxs del
siglo XXI– que ya en 1988 –al momento de publicarse en Francia este libro–
Pontalis escriba que ignora rabiosamente todo lo referido a la informática,
puesto que entiende que “el anunciado triunfo de un código universal infalible,
por fin adulto, que elimina todo malentendido y responde por nosotros a toda
acción, es odio frío al lenguaje”.
De allí el desafío de forjar la propia lengua, una lengua
común –no universal– que deje alguna posibilidad a la palabra “en lo que ésta
tiene de único”. Aunque también, aclara, el lenguaje es tiránico, porque está
abierto a todos los sentidos e ignora de dónde viene y a dónde va.
NARRACIÓN, MEMORIA
“Hasta el nómade lleva consigo su tienda y el vagabundo
tiene su territorio”, escribe Pontalis, quien se interroga acerca de cómo se
conforma un campo de memoria, con sus “fronteras, mojones y estaciones”, ya que
solo en un espacio definido se puede producir un hecho (“sólo en una
continuidad surgen los comienzos y sobrevienen las rupturas”).
¿Qué pasa con el yo en relación a la memoria? ¿Hay acaso
una ausencia, como en el sueño, que sin embargo nos conduce –tanto en el sueño
como en la memoria– sin que lo sepamos, para rebelarnos quizás de qué estamos
hechos? Son preguntas que, dispersas, entraman en el libro una preocupación muy
clara por la relación entre cuerpo, palabra, memoria. “¿Qué retiene la memoria
en su alforja agujereada?”, se pregunta en otro apartado. Y responde: “accidentes”.
Es el cuerpo, entonces –según Pontalis– el que asegura cierta continuidad, a
pesar de sus rupturas, desórdenes y cambios, el que nos permite reconocer una
vida como propia. “En nuestra memoria, en cambio, sólo hay discontinuidad:
hechos importantes para nosotros pero ínfimos la mayoría de las veces, heridas
que dejan siempre algún rastro invisible, momentos de perturbación, huecos y
excesos”.
“¿Qué es una vida si nadie la relata?”, se pregunta el
autor en otro tramo del libro, mientras cuenta que asistió a un coloquio en el
que –“sí: ¡otra vez!”, subraya– se anunció la muerte de la narración (“más como
una buena noticia que como un desastre”). Escuchar semejante afirmación, afirma,
lo llevó a pensar en esa muerte como análoga a la del anuncio de la muerte de
la niñez. O más aterrador aún, como la liviana afirmación de que “todos los
niños han muerto y que la humanidad, por fin dueña de sí misma, confió a computadoras
la tarea de ´producir textos´”…
Cualquier coincidencia con la realidad (contemporánea de
la Inteligencia Artificial), es pura coincidencia.
EXPRESIONES MÚLTIPLES
El psicoanálisis, la filosofía y la literatura, sí, pero también
el trabajo propiamente de editor. Las revistas y libros, y toda una cultura que
marca el siglo XX. Pontalis afirma: “Tengo dos oficios y por nada del mundo
sacrificaría uno por el otro... Si el psicoanálisis dejara de interesarme o si
ya nadie acudiera a mí, no me importaría, dedicaría más tiempo al trabajo
editorial. En apariencia las dos tareas se complementan. Publicar trabajos
psicoanalíticos y esforzarse para que un autor transmita con más fuerza y rigor
lo que recogió de su experiencia no contradice mi trabajo de analista: antes
bien lo prolonga e incluso le da a veces un sentido más pleno”
La ventaja encuentra Pontalis en esa coexistencia de actividades,
en esa “bigamia profesional”, es que cada una fija los límites de la otra, de
modo que “no todos los márgenes están perdidos”. Tanto quien se desempeña como psicoanalista
(o “paciente”), o como editor, no puede ver su vida reducida a ello, hacer de
esos oficios una identidad, sino que necesita al mismo tiempo cultivar lo que
caracteriza como relaciones y conversaciones “comunes”, de “una diversidad de
sucesos a modos de escansión de lo cotidiano”.
Quizás porque teme servir a un solo lenguaje, a un único
amo, convirtiéndose necesariamente en su prisionero o esclavo, es que Pontalis
sostiene que, contra esa tiranía, no hay más que un remedio: “la separación de
poderes”. Apuesta por una forma de vida atravesada por aquello que él mismo caracterizó
como una “afición a la expresión múltiple”.
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