“A sus
plantas rendido un país”
El 30
de octubre de 1974, un Muhammad Alí de 32 años, por el que nadie daba ya un
peso, subió a un ring en Zaire para enfrentar a un George Foreman de 25 años,
con 40 peleas invicto y amplio favorito. Con el nocaut al final del 8º round,
Alí hizo mucho más que recuperar la corona que le habían quitado por los medios
más viles. Por eso, un entonces joven e inédito Osvaldo Soriano publicó en el
número de diciembre de la revista Crisis esta nota, hasta ahora nunca
republicada, que anticipa un libro que recopilará otras tantas de aquellos
años, y en la que ya se vislumbran algunos de los grandes temas de sus futuros
libros: boxeadores, perdedores y hombres que encarnan el destino trágico de un
pueblo.
El derechazo de Alí. El
inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros
musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea
bastaron a Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos
del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos –que alguna vez llevó el nombre del
propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay– brindaba al mundo una de las
más grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.
Final del 8°
round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5
millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones.
Los medios de comunicación se apresuraron a
difundir una imagen ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron
siempre que les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne –juntas– dos
condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla demasiado.
Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo
sacó de sus casillas ayudado por el público negro que gritaba “matalo, Alí”
como si ésa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto
hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta
quedar a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.
Es posible que el formidable peso de la historia
haya fulminado a Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de
color reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años, no
pudo sino entregarla. Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en
las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y
hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de furia e impotencia.
La chance de George Foreman se basaba, ante todo,
en la presunta decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que
la inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo. Los
apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de
Muhammad no quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus
músculos. El odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo
Mundo.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno
luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo
camino de humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse
soberano como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino realidades.
El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros,
el de los objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a
pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria.
Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de
ser el campeón para demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de
uno de sus esclavos.
“Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y
también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el
momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el
príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”, ha escrito
Norman Mailer. Parece exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida
por Alí hace siete años –que casi todos los expertos calificaron de utopía–
parece dar la razón a Mailer.
La historia de Cassius Clay es común a casi todos
los boxeadores negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de
grandeza y miseria.
El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston
–un rey de los bajos fondos– en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la
persecución: el 25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el título por
primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida
autorización. Para reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de
1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco mediocre que había sido designado
titular de la categoría.
La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El
28 de abril, las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo
despojaron nuevamente del título mundial por negarse a ingresar al ejército
norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam.
“Con los impuestos que pago por cada pelea, un
soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en
un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto,
ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?”, dijo entonces.
Se declaraba objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black
Muslims; eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen
de monigote, de payaso, más digestiva para el público.
El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el
Tribunal Federal del Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a
ingresar al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10
mil dólares.
A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo.
Pero no dejó de hablar: “Los negros estamos presos hace cuatrocientos años
–dijo–. Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.
Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco
embolsó el 80 por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en
Louisville –donde había nacido– y otra para él en Chicago por 100 mil dólares;
el divorcio con su primera mujer le costó 50 mil dólares más una renta mensual
de 1200 durante diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco
tiempo a 50 mil dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota.
Sin embargo, sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas
en los barrios negros le permitieron salir adelante. Su figura –su inteligencia
quizá– le abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por
las que cobraba mil dólares.
Los periódicos underground comenzaron a publicar
sus respuestas. “¿Odia a los blancos?”, le preguntaron una vez. “No odio a
nadie –contestó–, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este
deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han
decidido librarse de mí.”
Había otros motivos, más contundentes, para que los
zares del boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las
épocas –según opinión de Joe Louis–, había sido un mal negocio. No había
rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba
seriamente en vencerlo. El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas.
Alí peleaba solo. Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia
grandeza.
Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón,
irritaba al periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas
canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones
confirmó la culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la
condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas
sostenidas por Alí e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado
las charlas que, dijeron los fiscales, “afectaban la seguridad nacional”. Los
tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo su respiro.
Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea
que le había permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios
estados norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para
combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso
pelear en el extranjero, pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de
1970, el Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían
influido para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur,
le prohibieron hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un
ring en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios
sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York,
decidió que la prohibición para actuar en su estado era “arbitraria e
irracional”, y ordenó que le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en
Atlanta, donde se concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre.
Muhammad Alí venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su
segunda pelea volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así
ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.
El combate –que Frazier ganó por puntos– pareció
enterrar definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para
él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su
fortaleza al final del combate, mientras el vencedor debió ser internado en un
hospital a causa de la paliza recibida.
El verdadero drama de Alí era moral. Elijah
Muhammad, el máximo jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de
la congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro,
pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los
Muslims: estaba seguro de que si recuperaba la corona, ellos serían los
beneficiados. La Nación del Islam –así la denominan ellos– plantea el apartheid
económico y racial del pueblo negro por medios pacíficos.
En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos
Aires para realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su
habitual show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este
artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.
“Somos 30 millones de negros contra 170 millones de
blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra
revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no
tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera
controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo
hacia un tren: sólo quedarían su carne y su sangre sobre las vías.” Esta era su
posición frente a la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: “No
condeno a ningún hombre por defender aquello que cree está bien, especialmente
si está dispuesto a dar la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han
dado ya su vida”.
Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban
verlo en las tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del
ring. Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin
embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y
otra costa del país para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de
una nueva oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente
al mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo
felino, sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la
experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar
energías.
Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman
–un invicto temible por su pegada– se erigió en el nuevo coloso, los expertos
opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin embargo,
Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los
empresarios comenzaron a planear el gran combate.
Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo
que parecía una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido
magnífico el día de la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro
dejó de levantar a Alí como un estandarte de libertad.
Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron
en la versión de un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez
dijo: “Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga, como
yo, que es el más hermoso y el más fuerte”.
Al terminar el combate, gritó: “Fue Alá quien dio
los golpes, era él y no yo quien estaba sobre el ring”. Era toda una raza la
que esa noche estaba allí.
Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo
estadounidense. Es posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny
Liston su muerte degradada. Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo
o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.
El deporte permitió que la raza negra erigiera a
dos de los suyos como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do
Nascimento (Pelé) y Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a
la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que
tomaran Pepsi-Cola y fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: “Es
mi hermano de raza”, dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador.
“Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del
siglo XX (con revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo
parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza”, ha
dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su
afán casi salvaje por coronarse nuevamente.
Hemos tenido el raro privilegio de asistir al
momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del
combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí
recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.
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