Entre
la reinvención de la política y el fetichismo del poder
Entre la reinvención de la política y el
fetichismo del poder, de Miguel
Mazzeo, “es una advertencia contra los peligros de las dos deformaciones que
más poderosamente obturan la consolidación de una nueva izquierda en nuestro
país: el fetichismo de la militancia de base y el populismo reformista”. Así lo
sintetizan Martín Mosquera y Facundo Nahuel Martín, en una reseña que
publicaron en el Portal de Noticias Marcha.
Es
que el libro de Mazzeo puede inscribirse en una serie de texto que tienen por
objetivo central realizar un aporte, desde el interior de un determinado campo
de experiencias, para que la militancia popular realice un esfuerzo de repensar
críticamente su –poco o mucho– recorrido realizado y desde allí definir sus
políticas, intentando conjurar las decisiones tomadas a las apuradas y, sobre
todo, salirse del lugar del que hay cuestiones que abordar porque se dice que
es necesario hacerlo. Recuerda, en ese sentido, un libro publicado hace ya más
de una década por Mabel T. Rey, quien luego de la “moda autonomista” de
2001-2002, puso en el centro del debate de estas militancias los límites de las
experiencias autónomas, y lo limitado de asumir al Estado como un bloque
homogéneo y sin fisuras.
En
síntesis, podría decirse que el nuevo libro de Mazzeo está centrado en
plantear, desde su punto de vista –que es, a su vez, el de una cantidad de
militantes de base y referentes de ese entramado de organizaciones– cuales son
los riesgos de lanzarse a la participación electoral, y sobre todo, las
distorsiones a las que puede arribar la Izquierda Idependiente de profundizarse
alguna de sus tendencias. De hecho, Mazzeo plantea que –deriva reformista
mediante– embriones de esas distorsiones ya pudieron verse en algunas de las
intervenciones realizadas en las elecciones legislativas nacionales de
diciembre de 2013.
Para
realizar esa crítica, o esa especie de “advertencia teórica”, Mazzeo rescata
los mejores componentes paridos por el espacio político en las últimas dos
décadas. Así, como el propio autor reconoce, el libro recurre a un “discurso
normativo” (del orden del “deber ser”) y a una lógica binaria, aunque no
moralizante. Es decir, que no se trata tanto de establecer qué está bien y qué
está mal, sino más bien –en una línea argumental más cerca a Baruch Spinoza– de
aportar a ver qué puede ser bueno y qué malo para estas experiencias.
A modo de catálogo
A
través de sus 20 capítulos (incluyendo introducción y epílogo), Mazzeo realiza
una suerte de “catálogo” del espacio político. Ese catálogo sería el “piso” sobre
el cual erigir una serie de advertencias y proponer una serie de virtudes en
torno a la intervención electoral por parte de la Izquierda Independiente.
“Miguel
propone recuperar las nociones de apuesta, resistencia, experimentación y
autonomía como pilares del poder popular”, sostiene Sergio Nicanoff en el
prólogo. El poder popular –concepto clave de la Izquierda Independiente y aun
de otras expresiones del campo popular– aparece definido por Mazzeo como “la
fuerza del pueblo en manos del propio pueblo”; como “puesta en acto del poder
colectivo” y de la “fuerza colectiva de la hermandad de los explotados y
oprimidos”. E insiste en que, junto con el concepto de comunidad, es el sentido
más distinguible de la identidad de la Izquierda Independiente.
La
pre-figuración, como transición al socialismo ya desde ahora, junto con la
posibilidad de aportar a la constitución de un gobierno popular que –toma del
poder mediante– entienda que ese episodio no cierra la transición, son otros de
los elementos que aparecen como centrales a la hora de definir una delimitación
de lo que es, o más bien, de lo que debería ser, la lógica de construcción del
espacio.
En
ese espacio, insiste Mazzeo, la construcción de un imaginario y una nueva
discursividad, antagonista, se torna fundamental.
Advertencias y virtudes
En
otra columna, digamos, podríamos situar a todos los pasajes del texto en los
que Mazzeo reflexiona sobre cuáles serían los “beneficios” de una intervención
electoral por parte de la Izquierda Independiente y cuáles serían sus elementos
o características “nocivas”.
Según
el autor, en el contexto de una “guerra de posiciones”, sería aconsejable una
intervención electoral por parte de la Izquierda Independiente en tanto que
aporte a la ampliación del “campo de sus interlocutores” y permita intervenir
en “el arriba” para avanzar en la consolidación de los movimientos sociales
anticapitalistas, en su camino hacia la construcción de un socialismo desde
abajo. Desde este enfoque, la participación de las clases subalternas y oprimidas
en el Estado burgués debería ser antagonista y no pensarse como un fin en sí
mismo, sino más bien como un medio para modificar las relaciones de fuerzas.
Esta participación antagonista, según Mazzeo –y este cronista se permite al
menos leer este tramo con cierto estupor y grandes cuotas de desconfianza–
permitiría transfigurar porciones del Estado en instancias antagónicas respecto
de las lógicas del capital.
Mazzeo
rescata así una mirada que sitúa al “instrumento electoral” en un grado de
subordinación de los movimientos populares de base, en función de los cuales
debería existir. Es desde esta posición que rescata a ciertos “gobiernos
populares” de la región –puntualmente las “excepciones” de Bolivia y, sobre
todo, Venezuela– y los diferencia taxativamente de las “gestiones progresistas”
del continente. En el caso de los segundos –insiste el autor– “no han hecho más
que acotar la independencia política de los movimientos sociales y las
organizaciones populares”.
En
cuanto a las “advertencias”, Mazzeo insiste en que la Izquierda Independiente
no debería participar del “espectáculo” de la política, que la reduce al orden
de la gestión, siendo incapaz, de este modo, de dar cuenta “de los antagonismos
sociales de nuestro tiempo” y mucho menos de “sostener una promesa de
emancipación”.
No
debería renunciar, este espacio, a realizar una “crítica de la política” como
“simulacro”, porque esta concepción parte de “una elipsis de la lucha de
clases”. Entonces, no debería ser dificultoso asumir que esl“escenario
electoral” está preparado para “la reproducción de las estructuras de
dominación” y, por lo tanto, que es un espacio “ajeno, hostil y vacío de
contenidos emancipatorios” (sencillamente porque es un espacio en el que
predominan las tendencias elitistas a la concentración por sobre las
colectivistas). Desde esa mirada, la apuesta debería tener en el horizonte la
abolición de la escisión entre dirigentes y dirigidos
Confundir
la democracia con su expresión liberal, dice Mazzeo, e idealizar la democracia
formal donde el político profesional aparece como un “especialista” de los
asuntos públicos, es el paso que sigue al de renunciar a realizar una crítica
de la política tal como se la plantea desde el poder. En ese sentido, la tarea
parece ser auspiciar “formas de democracia directa permanentes, formas de
democracia de base y crear instituciones de participación”. “La cuestión pasa
por evitar que las representaciones se autonomicen y que terminen concentrando
poder decisorio y asumiendo las decisiones estratégicas”, destaca el autor. Y
agrega luego que el riesgo es “hacer de una praxis que por naturaleza debe ser
externa, coyuntural, efímera, una praxis principal”.
Contra los fetichismos
El
rescate que Mazzeo realiza de la Venezuela Bolivariana es de vital importancia
para las tesis que intenta defender el autor en este libro. El ojo está puesto
no tanto en el liderazgo de Hugo Chávez –cuyo sueño póstumo, según escribe, es
de todos modos el “Estado Comunal”– sino en el proceso popular y su nueva
institucionalidad, basada en el concepto de “democracia participativa y
protagónica”. Recuerda Mazzeo que en la propia Constitución del país se
establecen las características del gobierno: “democrático, participativo,
electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos
revocables”.
Sin
desentenderse de lo complejo de los liderazgos (Chávez “favoreció la
conformación de un contexto político y jurídico apto para el protagonismo
popular”, a la vez que no dejó de reeditar “algunas de las taras típicas del
caudillismo tutelar, las jefaturas ´sobrenaturales´ y las formas más
anquilosadas del liderazgo”), Mazzeo insiste en que, si Venezuela es en la
actualidad la “auténtica vanguardia democrática y revolucionaria de Nuestra
América y el mundo” se debe centralmente a que han germinado en el país
“innumerables praxis constructoras de una sociedad civil popular cada vez más
densa y compleja y de proyección socialista”, y cita el caso de las Comunas y
Consejos Comunales, de las Milicias Bolivarianas y las Salas de Batalla Social,
los medios de comunicación comunitarios y las empresas bajo control obrero,
entre otras expresiones del movimiento popular venezolano. “De este modo, un
´gobierno popular´ no clausura la lucha de clases, por el contrario, la
profundiza”, remata Mazzeo, y arriesga que, tal vez, sea el momento de “leer”
la Revolución Bolivariana a la luz de la “neozapatista”. Diálogo que sería
“fructífero” para ambas experiencias.
Todos los caminos conducen a Pekín
Además
de la reseña comentada al inicio de este texto, el libro de Mazzeo tuvo, hasta
el momento, un solo comentario crítico. Publicado en la revista Ideas de
Izquierda –publicación que expresa no solo un salto en calidad del crecimiento
que viene teniendo el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, sino además
una combinación de “amplitud” partidaria y “especificidad” en los abordajes
para librar la “batalla cultural” en campos, valga la redundancia, específicos–
el artículo de Fernando Aiziczon y Eduardo Castilla (“La crisis de las ideas y
de los intelectuales de la Nueva Izquierda”), no deja, de todos modos, de
expresar cierta actitud de “monólogo” por parte de ese espacio que, desde la
Izquierda Independiente, siempre se ha caracterizado como “Izquierda
Tradicional”.
El
artículo crítico es una mezcla de autobombo (donde la valiosísima experiencia
de autogestión desarrollada en Neuquén por los obreros de la ex ceramista Zanón
es llevada hasta una extaltación tal vez un poco desmedida) con exposición de
algunos de los lugares comunes que este espacio político sostiene desde hace
décadas.
Lo
que podría motivar un productivo debate de ideas se transforma así en una
crítica severa –en algunos casos con fundamentos, en otros no tanto– sin
voluntad de diálogo y en una conclusión que pareciera ya estar presente antes
de toda indagación de otros modos de entender y practicar la política: que el
sujeto revolucionario es la clase obrera y, su forma organizativa más adecuada,
el partido revolucionario.
Los
autores trotskistas sostienen que estos fenómenos (los movimientos
territoriales, las asambleas barriales, las experiencias de autogestión obrera)
tuvieron una duración “limitada en el tiempo” y que “por su débil peso social”,
no pudieron convertirse en “fuerzas capaces de articular una salida del
conjunto de las masas que pudiera evitar que la clase dominante se
reorganizara”, haciendo que la política volviera “de las calles al palacio”.
Entendida la política en esos términos, si por duraciones, peso social y
capacidades para articular una salida del conjunto de las masas se tratara,
habría que preguntarse qué pasa que el movimiento obrero organizado, sus
expresiones sindicalizadas tampoco han logrado, luego de la incorporación de más
de 5 millones de nuevos puestos de trabajo, generar una alternativa desde allí.
El
texto de Aiziczon y Castilla comete además varios errores en la caracterización
que realiza de la Izquierda Independiente. Por ejemplo, cuando menciona que la
Nueva Izquierda rescata a figuras del marxismo como Gramcsi y Rosa Luxemburgo y
no a Lenin o Trotsky, en realidad, pareciera como si quisieran “acaparar”
dichas figuras para sí, como si la Nueva Izquierda fuera incapaz de
resignificar dichos legados. Por otra parte, cuando afirman que el “discurso
teórico de la izquierda independiente” entra en crisis porque “estaba
constituido sobre la base de elevar a ´modelo´ determinadas formas que dio la
lucha de clases en un período específico, pero que no pudieron desarrollarse a
un nivel más amplio y profundo”, desconocen que, precisamente, uno de los lemas
de este espacio político es el de rescatar la necesidad de avanzar en las
construcciones “sin modelos”.
Pareciera
como que toda la crítica política pasara por poner en evidencia una falencia
sociológica por parte de la Izquierda Independiente. El texto reitera en
múltiples ocasiones y de diversos modos esto de que la Nueva Izquierda, o sus
intelectuales, diluyen “a la clase trabajadora en el conjunto heterogéneo de
las clases subalternas”. “Ponen en igualdad de condiciones un sindicato
recuperado de manos de la burocracia –o una fábrica bajo control obrero– con el
trabajo territorial”, sostienen líneas después. Habría que preguntarse, más
allá de los “fetichismos obreristas” cuáles han sido, en los últimos 25 años,
los aportes reales del denominado “sindicalismo clasista” a una nueva política
de emancipación. Y este interrogante no desconoce la importancia estratégica de
desarrollar una política de izquierda al interior del movimiento sindical
argentino, sino solamente intenta recordar las dificultades para estructurar
allí una política más allá de conflictos puntuales, que suelen ser a su vez, en
la mayoría de los casos, peleas reivindicativas. Por supuesto que las luchas emprendidas
por las organizaciones territoriales también lo son, pero han demostrado,
durante años, que luego de esos conflictos es posible estructurar una práctica
política duradera (de allí la noción de “prefiguración”). Y esto parecen
negarlo o desconocerlo dichos autores.
Por
otra parte, si bien es cierto que la “izquierda independiente es marginal en
este proceso de recomposición obrera”, también lo es que “su peso social
derivado del rol en el conjunto de la producción” –salvo que se produzca un
quiebre revolucionario y surjan tareas ligadas a la estructuración de un nuevo
tipo de orden social– no parece tener, por si mismo, una importancia política
tan destacada como la que se insinúa en el artículo. De más está recordar que,
como el los 90 y a principios de este siglo, la contundencia de las últimas
huelgas, como la mencionada de abril de 2014, tuvo que ver más con el gremio
específico del transporte y los “piquetes” de partidos de izquierda y
movimientos territoriales que acompañaron la protesta, que con una amplia
movilización de las bases obreras de sectores claves de la economía argentina.
Y de esto, claro está, los medios oficialistas hicieron su “caballito de
batalla”.
La palabra muda
Retomando
un repaso por el libro de Mazzeo, podría decirse que, para el autor, no se
trata de descubrir la pólvora ni de “guiar” a una masa de inocentes militantes
a disposición de elucubraciones intelectuales con pretensiones de novedad, sino
de dar cuenta, de recordar con cierta insistencia unas serie de reflexiones y
prácticas, una serie de hipótesis ensayadas al calor de las confrontaciones
sociales más álgidas de la pos-dictadura.
Se
trata de no dejar a un lado la concepción que comprende a la política como
crítica de la realidad y una cuestión de “construcción social del poder
popular”, que promueve el cambio social y no su conservación (o su gestión
progresista) y que asume a la sociedad civil como “ámbito privilegiado de las
praxis emancipatorias”. Que no dejan, por otra parte, de tener un “horizonte
revolucionario de ruptura del orden social”. Sus palabras no buscan “ganar
amigos” (como quien postea al “simpático” en facebook), sino encontrar
compañeros de ruta con quienes entablar un diálogo, una polémica, un debate,
una discusión. Por eso de sus palabras no brota ningún tipo de condescendencia.
“O la Izquierda Independiente piensa (y hace) la política desde el movimiento
de masas o la piensa (y hace) desde el aparato, desde la dirección”, plantea en
uno de los tramos finales del libro.
Por
eso, para Mazzeo, de lo que se trata es de que la Izquierda Independiente
ratifique como su principal objetivo “la reinvención de la política
emancipatoria a través de la creación de un movimiento social y político
antisitémico, extenso, variopinto y potente, un movimiento que esté en
condiciones de arraigar en el tejido social, de librar batallas significativas,
de modificar el principio de factibilidad, de avanzar en la construcción de un
´bloque histórico´; es decir: el horizonte de una ´gran política´ y su praxis
correspondiente”.
Lo
que parece no quedar para nada claro ni en el libro de Mazzeo ni en el conjunto
de organizaciones que se autoidentifican con el mote de Izquierda Independiente
(o más recientemente, con el de “Izquierda Popular”), es en el marco de qué
estrategia concreta se orientaría una incursión en el terreno electoral y para
qué objetivos concretos, tácticos, del corto plazo se haría tal apuesta. Algo,
por otra parte, que no genera ninguna duda en otros espacios políticos. Aunque
con mayores o menores conflictos por sus definiciones y sus posibles
desviaciones, tanto espacio de militancia popular dentro del kirchnerismo, como
desde el trotskismo, no caben dudas de que la intervención electoral no es la
“vía” para acceder al poder, en el caso de los segundos, ni el reaseguro de un
cambio social a largo plazo. El FIT siempre planteó con claridad que la apuesta
electoral implica asumir a las instituciones burguesas como trincheras de
denuncias de las injusticias, lugar desde donde obtener recursos para potenciar
las luchas y espacio de amplificación y legitimación institucional de las
experiencias clasistas y antiburocráticas que va construyendo la “vanguardia
obrera”. No confunden esa táctica con su estrategia de quiebre revolucionario,
que deberá ser conducido por un partido de vanguardia de la clase obrera, que
acaudille a otros sectores las masas oprimidas del país. Estrategia que, al
menos en el caso del PTS, parecen estar construyendo con toda coherencia. Lo
mismo, por ejemplo, podría decirse del Movimiento Evita. Para ellos el Frente
para la Victoria es la herramienta electoral para sostenerse en el estado, y
evitar que las relaciones de fuerzas se reviertan desfavorablemente. En ese
sentido, y por su tradición más ligada al ideario “nacional y popular”, esas posiciones
en el Estado –las propias como organización, las más generales en el marco del
gobierno que acompañan– no les generan, de todos modos, ningún tipo de
confusión ni de conflicto a la hora de definir que el respaldo del proceso está
en la “organización y movilización de masas”, que en su caso visualizan a
través de un sujeto que definen como “nuevo proletariado” (los trabajadores
autogestivos y precarizados”), que imaginan organizado en un nuevo sindicato:
la Central de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). En ese esquema, el
Movimiento Evita no es “instrumento electoral” sino “herramienta ideológica”
para intervenir dentro de un frente que, saben, comparten con muchos de sus
enemigos.
En
la Nueva Izquierda Independiente, como gustábamos llamarla muchos hace unos
años, el concepto de autonomía –precisamente– es uno de los que más se ha
desdibujado en esta década. Quizás sea hora de realizar un balance minucioso de
las líneas centrales construidas en los momentos de álgidos conflictos sociales
y realizar una autocrítica severa de los límites de algunos planteos, sobre
todo en años de “normalidad política” como los que vivimos hace ya diez años.
Tal
vez, como afirma en el epílogo Fernando Stratta, sea hora de asumir con todas
sus consecuencias teórico-prácticas que, “reinventar la política es subvertir
la política burguesa, ponerla patas para arriba, y hacer crecer en el pueblo
las condiciones para el socialismo”.
Ya
lo hemos sostenido en otra parte: vivimos una época signada por la
incertidumbre. Así y todo, el nuevo siglo trajo consigo una serie de
experiencias que sentaron los mojones para repensar los legados revolucionarios
del siglo pasado, y poner a andar, en una nueva clave, políticas de
emancipación acordes a este nuevo siglo que transitamos. No empezamos de cero,
aunque obviemos todo tipo de certezas.
Y
que el futuro diga.
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