A propósito de la serie televisiva “Los
siete locos” y Los Lanzallamas
Por Mariano Pacheco
(Nota publicada en el Portal de Noticias Marcha.
Miércoles 14 de mayo de 2015)
En esta cuarta
entrega, el autor introduce los nombres de Sigmund Freud y Federico Nietzsche
para continuar con su repaso y análisis de “Los siete locos” y “Los
Lanzallamas”, novelas de Roberto Arlt adaptadas por Ricardo Piglia para la
Televisión Pública.
Crimen
y sentimiento de culpa. Ambos términos, tan presentes en estas novelas de
Roberto Arlt que venimos trabajando en estas entregas publicadas semanalmente
por Marcha, pueden ser leídos desde
dos autores que, el propio Arlt, tenía bien leídos: Federico Nietzsche y
Sigmund Freud.
Leídos
desde Nietzsche, podemos pensar ciertos tramos de “Los siete locos” y “Los
lanzallamas” como la expresión cabal del drama del hombre moderno: aquel que ha
cometido ese crimen terrible que implicó haber asesinado a Dios, borrando del
horizonte todos los elementos que, hasta entonces, otorgaban sentido a la
existencia, como ya.
Leídos
desde Freud (“Totem y Tabú”), en cambio, ese sentimiento de culpa tiene que ver
con algo acontecido en un tiempo mucho más lejano aún, en el momento preciso en
que la humanidad comenzaba a ser tal. La conspiración de los hermanos de la
horda primitiva que culmina en el asesinato del despótico padre primordial. De
allí en más –es decir, desde que el hombre es hombre–, en adelante, cada
generación ha reactualizado simbólicamente aquel complot, y aquel asesinato.
Ahora
bien, esta reactualización se produce ya no afuera sino adentro de cada sujeto.
A la agresión consumada (parricidio primordial), siguió el arrepentimiento,
producto del sentimiento de ambivalencia hacia el padre: odio, pero también
amor. Ese amor que lleva a la identificación, producto de la cual va a
instituirse el superyó, depositario del poder de castigo y creador de las
limitaciones necesarias para prevenir la perpetuación del crimen en la
historia. Esta agresión del hijo hacia el padre, luego sofocada, es la fuente
del sentimiento de culpa que, una vez exteriorizada, se expresa como necesidad
de castigo.
Por
supuesto, la forma “correcta” de tramitar este conflicto conducirá a cada
sujeto a una vida “normal”, vía resolución adecuada del complejo de Edipo.
¿Pero qué pasa cuando esa tramitación no encuentra sus carriles adecuados,
cuando los diques de contención psíquica son desbordados por otras fuerzas?
Sucede, a menudo, que el sujeto comienza a tener dificultades para procesar la
diferencia entre lo socialmente aceptado y lo aprobado por él mismo. El
principio del placer comienza a desbordar al principio de realidad. Es que,
según destacó Freud en su libro “El malestar en la cultura”, para que exista
hombre en la cultura, éste debe convivir con un permanente malestar, a saber:
no sólo limitar la sexualidad para dar paso a la productividad del trabajo,
sino además limitar (amordazar, diría el Nietzsche de la “Genealogía de la
moral”) sus instintos de agresividad.
Porque
como señala Freud, “el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz
de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional
una buena cuota de agresividad”. Queda clara la concepción del médico vienés.
“Homo homini lupus” –el hombre es el lobo del hombre, según la fórmula, tan
conocida, que expone Tomas Hobbes en su libro “Leviathán”–. ¿Entonces?
Entonces, el otro, el prójimo, puede ser alguien a quien usar sexualmente sin
su consentimiento, explotar en su
trabajo sin resarcirlo, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, martirizarlo,
asesinarlo… en fin, alguien en quien satisfacer la agresividad.
Claro,
uno bien podría preguntarse si no es a causa del sistema regido por la
explotación del trabajo el que trae aparejado este tipo de comportamientos y
pensamientos. Si no es debido a que la burguesía ha venido al mundo “chorreando
lodo y sangre”, como sostiene Carlos Marx en “El capital”, que esa violencia
prima por sobre otro tipo de vínculos. Pero Freud es claro al respecto. Dice
que si bien otro tipo de relaciones de propiedad disminuirían la agresividad,
caracteriza a la premisa psicológica comunista (eliminados los males económicos
no hay razón para ver en el otro a un enemigo), como vana ilusión, porque la
agresión, a su entender, “constituye el trasfondo de todos los vínculos de amor
y ternura entre los seres humanos. Y remata, pesimista: “Uno no puede menos que
preguntarse con preocupación, que harán los soviets después que hayan
aniquilado a sus burgueses”.
En
fin, según Freud, es esta autónoma y originaria disposición pulsional del ser
humano a la agresividad la que conspiraría contra la cultura, entendida como
proceso al servicio de eros. Contra la cultura, sí, pero también, contra el
propio sujeto.
Aun
a riesgo de conducir estas disquisiciones acerca del psicoanálisis a una
digresión sin fin, quisiera remarcar, de todos modos, que para cuando Freud
escribe El malestar…, ha transcurrido
ya una década desde que provocara ese vuelco a sus investigaciones y
conceptualizaciones, conocido como el “giro de 1920”, fecha en que publica Más allá del principio del placer, donde
postula su radical teoría (radical en tanto que pone en cuestión algunos de sus
propios fundamentos), de que junto con
la pulsión de vida, tendiente a conservar y reunir en unidades cada vez mayores
la sustancia viva, existe otra pulsión, opuesta a ésta, a la que denominó como
pulsión de muerte, tendiente a reconducir esas sustancias a su estado
inorgánico inicial. Así, Más allá… va
a poner en cuestión algunos postulados de Tres
ensayos de teoría sexual (1905), donde había sostenido que la función principal
del organismo tendía a la conservación (a través de la generación y la
alimentación). Desde allí, y en adelante, va a sostener que la pulsión de vida,
que ha denominado como Eros, se encentra siempre, eternamente, en lucha contra
Tanatos (la pulsión de muerte). Gran estocada contra optimismo ingenuo del
positivismo ramplón: la finalidad principal de todo organismo es la repetición
sin meta. Tendencia de retorno al estado originario, a la busca de una
estabilidad energética, a la nulidad pulsional, en fin, a la muerte.
Cierre del extenso paréntesis
nietzscheano-freudiano. Retorno a Roberto
Arlt. Estábamos, entonces, en la figura de Erdosain. En un crimen que pudo
haber cometido en el pasado, en otro que está por cometer y, como remate, su
suicidio. Pero nada sucede de repente. Hay una suerte de demora en la
narración, en la cual podemos ir sintiendo, junto al personaje, la elucubración
del crimen, a la vez que vemos precipitarse en su propio fin. Aunque son
varios, de todos modos, los indicios de que pronto, algo de todo esto,
sucederá. Por ejemplo, cuando Haffner dice: “Ahora usted… posiblemente esté en
la orilla de otro crimen. Me lo dice no sé qué instinto”. Y también el
Astrólogo, respecto de Erdosain, expresará: “había ya trazado su destino”. No
se equivocan: pronto asesinará a la Bizca.
La
pregunta de por qué demora tanto en ejecutarse el crimen, la suministra el
propio Astrólogo, cuando explica: “Naturalmente, antes de cometer un crimen
habría que familiarizarse con la idea, pensar en él, de manera que en la
conciencia de uno eso dejara de ser
un crimen para convertirse en un asunto vulgar”. Esa familiarización con la
idea del crimen, según cuenta Elsa –la mujer de Erdosain– fue elaborándose
lentamente en él, a través de un horrible y espeso silencio. Silencio que lo
acompañará hasta el anteúltimo capítulo de “Los lanzallamas” (titulado
justamente “El homicidio”), donde esa “densa idea subterránea” despertará
definitivamente.
Remo
mata a la Bizca de un tiro en la oreja, luego de haberla desvirgado. Después,
durante tres días y dos noches, permaneció en la casa del periodista-narrador,
a quien cuenta toda su historia (recordar que el primer capítulo de la serie
televisiva comienza ahí). Al irse de allí, en el tren eléctrico número 119, un
tramo antes de llegar a Moreno, Remo Erdosain se suicida de un balazo en el
corazón. “Una serenidad infinita aquietaba definitivamente las líneas del
rostro de ese hombre que se había debatido tan desesperadamente entre la locura
y la angustia”.
Erdosain,
¿se suicida de alegría, como sugiere acaso Dostoivski para uno de sus
personajes? Parece que no. Más bien, parece, Erdosain se suicida porque se
encuentra acorralado: por las fuerzas policiales que van tras sus pasos, pero
fundamentalmente, por sus demonios que lo sitian desde adentro.
Consumación
del crimen y su necesario correlato: el castigo. Aunque a diferencia de
Raskolnikov, el clásico personaje de “Crimen y castigo”, al novela de Dostoivsky,
Erdosain no se entregará a las fuerzas policiales, sino a sus propias fuerzas
autodestructivas. ¿Por sentimiento de culpa? ¿Por búsqueda de acceso a ese
momento inorgánico inicial del que hablaba Freud? Quien sabe…
Podríamos pensar –en una clave más ligada a los
pensadores Féliz Guattari y Gilles Deleuze– que Erdosain experimenta un devenir
sin restricciones. Enmarañado en sus propias líneas de fuga, se precipita sobre
un agujero negro. Algo similar a lo que supo escribir Henri Lefebvre en su libro “Hegel, Marx, Nietzsche (o el reino
de las tinieblas)”, a propósito de Nietzsche, cuando relaciona la pérdida de
identidad con la mutación, la metamorfosis, la transvaloración, la creación
poética. Trayecto peligroso, dice, acechado por un peligro: “El extravío, la
locura, el suicidio”. Podríamos
pensar entonces… tantas cosas podríamos pensar, ¿no? Porque “es la fuerza inagotable del equívoco lo que permite
que Arlt siga siendo un personaje de nuestras lecturas”, según señaló González
en su ya citado ensayo. Y por eso, leerlo, “va a ser
siempre un oficio incierto. Labor de quien acompaña la aventura arltiana con la
incesante pregunta: ¿qué habrá querido
decir?”. Es que con Arlt, ya
lo hemos dicho, nunca se sabe.
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