Cabecita Negra. Ensayos sobre literatura y peronismo
(Extracto de mi próximo libro, en preparación)
A la memoria de Susana Valle
9 de junio: ante un nuevo aniversario del frustrado levantamiento peronista, unas líneas en homenaje a sus protagonistas y a quien supo prestar oído y compromiso de cuerpo entero ante la represión de aquella acción.
Operación masacre
Sin lugar a dudas el primer quiebre político de Walsh
respecto del peronismo son los fusilamientos de José León Suárez. En su breve
autobiografía afirma: Operación masacre
cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas,
existía un amenazante mundo exterior.
Cómo él mismo lo explica al salir el libro, la revolución
del 9 de junio lo tocó de cerca. Por motivos geográficos, la tuvo no solo en
las puertas, sino dentro mismo de su casa. Cuenta que, aquella madrugada, debió atravesar
una zona de combate (en la esquina de 54 y 4, en la ciudad de La Plata) para
ingresar a su morada, en donde se refugió un contingente leal a la dictadura de
Aramburu y Rojas. Allí pudo escuchar a quien, luego lo sabría, se llamaba Bernardino
Rodríguez, un joven soldado de 21 años, cuyas últimas palabras fueron: “¡No me
dejen solo! ¡Hijos de puta, no me dejen solo!”, pensando que “sus camaradas,
sus amigos, lo abandonaban en la muerte”.
Hombre profundamente sensible Walsh. Solo así
pueden entenderse sus palabras respecto del final de ese muchacho. Para entonces era un escritor dedicado a la literatura
(aunque no un novelista), pero con fuertes vínculos con el periodismo. Como
cuentista y traductor, había publicado ya en periódicos populares de
circulación masiva. Por otra parte, las primeras partes de la investigación de Operación masacre va a publicarlas,
antes que en versión libro, como notas y reportajes en el periódico Propósito, dirigido por Leónidas
Barletta, primero, y en Revolución
Nacional y Mayoría luego. Hasta 1957 yo era nacionalista… El primer
suceso que me hace pronunciar políticamente es lo que sucede a partir de Operación
masacre, dice Walsh en 1969. En aquella entrevista, publicada por Siete días, también afirma:
En Operación masacre yo libraba una
batalla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la
inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos
parcialmente. Eso no era únicamente viveza; respondía en parte a mis ambigüedades
políticas.
La
forma en que se topó con “el caso” son conocidas: Walsh se enteró que había un
fusilado que vivía. Su nombre era Juan Carlos Livraga y era el primer
sobreviviente del que tendría noticias, de una lista de siete. Y si bien la
historia le pareció “demasiado cinematográfica”, decidió investigar. Así lo explicita el propio autor en la “Introducción”
a la primera edición del libro (1957):
La
primera noticia sobre la masacre de José León Suárez llegó a mis oídos en la
forma más casual, el 18 de diciembre de 1956. Era una versión imprecisa, propia
del lugar–un café– en que la oí formulada. De ella se desprendía que un
presunto fusilado durante el motín peronista del 9 y 10 de junio de ese año
sobrevivía y no estaba en la cárcel.
La historia me pareció cinematográfica, apta para todos los ejercicios de la incredulidad.
La historia me pareció cinematográfica, apta para todos los ejercicios de la incredulidad.
En
el mismo texto puede leerse tanto su “anti-peronismo”, como su distancia de la
dictadura: no soy peronista, no lo he
sido ni tengo la intención de serlo. Si lo fuese, lo diría… Tampoco soy ya un
partidario de la revolución que –como tantos– creí libertadora.
Tal
vez esa distancia pueda entenderse leyendo su explicación del caso:
Al
día siguiente conocí al primer actor importante del drama: el doctor Jorge
Doglia. La entrevista con él me impresionó vivamente. Es posible que Doglia, un
abogado de 32 años, tuviera los nervios destrozados por una lucha sin cuartel
librada durante varios meses, desde su cargo de Jefe de la División Judicial de
la Policía de la Provincia, contra los “métodos” policiales de que era testigo.
Pero su sinceridad me pareció absoluta. Me refirió casos pavorosos de torturas
con picana y cigarrillos encendidos, de azotes con gomas y alambres, de
delincuentes comunes –por lo general “linyeras” y carteristas sin familiares
que pudieran reclamar por ellos– muertos a cachiporrazos en las distintas
comisarías de la provincia. Y todo esto bajo el régimen de una revolución
libertadora que muchos argentinos recibieron esperanzados porque creyeron que
iba a terminar con los abusos de la represión policíaca.
Así y todo, el contacto que mantendrá
con los peronistas mientras realice la investigación, no lo harán cambiar de
opinión política, al menos en ese momento:
En
los últimos meses he debido ponerme por primera vez en contacto con esos
temibles seres –los peronistas– que inquietan los titulares de los diarios. Y
he llegado a la conclusión (tan trivial que me asombra no verla compartida) de
que, por muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como
tales. Sobre todo no debe dárseles motivos para que persistan en el error, sostiene en
la introducción. Y agrega en el “provisorio epílogo”:
Por
distintas circunstancias que no excluyen la casualidad, me han tocado bastante
de cerca las tres revoluciones –dos aplastadas de muy diverso modo, una
intermedia victoriosa– que en 1955 y 1956 sacudieron al país. Puedo, sin
remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de setiembre de
1955. No sólo por apremiantes motivos de afecto familiar –que los había–, sino
porque abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba
las libertades civiles, que negaba el derecho de expresión, que fomentaba la
obsecuencia por un lado y el desborde por el otro. Y no tengo corta memoria: lo
que entonces pensé, equivocado o no, sigo pensándolo.
Como
puede verse, Walsh no está de acuerdo en la forma en que “La Libertadora”
abordó el fenómeno peronista, pero tampoco desandará, así nomás ni de un día
para el otro, la aversión que el peronismo le provocó durante una década. Si
bien en el prólogo a esa primera edición se define como un “hombre de
izquierda”, sus argumentos políticos acerca de por qué publica sus notas en
periódicos de derecha dan cuenta de su suerte de “humanismo abstracto” (ellos se atreven, y en este momento no reconozco ni acepto
jerarquía más alta que la del coraje civil). Lo mismo podría decirse
respecto de su mirada sobre el oficio: creo
que el periodismo es libre, o es una farsa.
Estamos
en los prolegómenos de aquel hombre que, revolución cubana mediante, se
transformará primero en director de un periódico sindical clasista y luego, en
un auténtico cuadro revolucionario.
Historia de una investigación
Operación masacre es un libro raro, y por esa rareza ha sido catalogado
desde novela policial para pobres hasta relato de no ficción, pasando por la
calificación de híbrido genérico inscripto en la tradición del Facundo de Sarmiento, por mencionar los
intentos clasificatorios más conocidos. Esto sucede, de alguna manera, porque
lo que el libro hace es precisamente
desdibujar la línea que separa al periodismo de la literatura. Rodolfo Walsh
parte de una investigación periodística y de las notas que publica en
periódicos a pocos meses de los hechos, para desde allí construir una narración
mediante procedimientos ficcionales, que dará como resultado un libro cuya
estructura se presenta escindida: por un lado el cuerpo del texto (la historia
propiamente dicha), y por otro lado, la historia de la investigación.
El
recorrido político e ideológico de Walsh puede rastrearse con claridad a través
de los sucesivos “para-textos” que el autor incorpora en las distintas
ediciones de Operación masacre. Ya en 1957, cuando el libro sale a las calles
por primera vez, además de la historia propiamente dicha el lector va a toparse
con una “introducción”, un “prólogo” y un “provisorio epílogo”. De allí en más,
con cada nueva edición, Walsh va a incorporar algún texto que dé cuenta del
estado de situación del “caso” y lo él piensa al respecto. Así, en 1964 y 1969,
puede leerse los cambios operados en la concepción que el autor tiene de la
Argentina, del peronismo y del rol del periodismo en la política nacional.
En el epílogo a la edición de 1964
Walsh sostiene que, en su batalla emprendida a través del libro, perdió: pretendía que el gobierno, el de Aramburu,
el de Frondizi, el de Guido, cualquier gobierno, por boca del más distraído,
del más inocente de sus funcionarios, reconociera que esa noche del 10 de junio
de 1956, en nombre de la República Argentina, se cometió una atrocidad.
Según él mismo aclara, no pretendía
demasiado. Tan solo que cualquier
gobierno de este país les reconociera que la justicia de este país los mató por
error, por estupidez, por ceguera, por lo que sea. Yo sé que a ellos no les
importa, a los muertos. Pero había una cuestión de decencia, no sé cómo decirlo.
Como puede verse (leerse), su humanismo sigue intacto. Agrega:
Pretendía
que, a los que se salvaron –Livraga desfigurado a tiros; Giunta casi
enloquecido; Di Chiano escondido en un sótano; a los otros, desterrados–,
cualquier autoridad, cualquier institución, cualquier cosa respetable de este
país civilizado, les reconociera, siquiera con palabras, aquí donde las
palabras son tan fáciles, donde no cuestan nada las palabras, que hubo un error,
que hubo una fatal irreflexión, para qué decir un crimen. Que a los seis hijos
de Carranza y los seis de Garibotti, a los tres de Rodríguez y al de Brión, y a
las mujeres de esos hombres se les reconociera algún derecho emanante de la
carroña sangrienta que la justicia de este país, y no de otro, llevó al
cementerio, de todos esos cuerpos que fueron gente querida por los suyos. Que
se les diera algo, un testimonio, una palabra, una pensión, no tan grande como
la de un general, no tan grande como la de un juez de la Corte, quién podría
pretender tanto. Algo. En esto fracasé. Aramburu ascendió a Fernández Suárez;
no rehabilitó a sus víctimas. Frondizi tuvo en sus manos un ejemplar dedicado
de este libro: ascendió a Aramburu. Creo que después ya no me interesó.
Su mirada política, sin embargo, ha
cambiado tras siete años, su estadía en la Cuba revolucionaria y los vaivenes
políticos que se han producido en el país. Considera el caso “cerrado” desde el
punto de vista judicial y cree que es ya un “pedazo de historia”. Pero no solo
el “caso” de junio de 1956 considera cerrado, sino también el siguiente: investigué y escribí enseguida otra historia
oculta, la del caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el
mismo: los muertos, bien muertos; y los asesinos, probados, pero sueltos.
Walsh sostiene ya que ha perdido la
ilusión en la justicia, en la reparación, en la democracia, a las que considera tan solo palabras. Y eso afecta de manera
directa su mirada sobre las posibilidades del periodismo. De allí su
conclusión: releo la historia que ustedes
han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la
escribiría mejor. ¿La escribiría?
La conclusión es un claro anticipo de
los debates que van a desvelarlo tiempo después. A él y a tantos escritores de
su generación, y la siguiente. ¿La
escribiría? ¿Qué sentido tiene escribir una historia en la que se
investigue y se brinde testimonio de las injusticias, se las denuncie, si aun
con todas las pruebas la justicia no accionará y quienes gobiernan (sean
civiles o militares), persistirán en sostener la cadena de encubrimientos que
garantizan la impunidad? Hasta 1968, cuando funde y dirija el semanario CGT,
donde –como veremos con más detalles- encuentre posibilidades de enmarcar un
aporte individual de escritura en un proceso colectivo que la excede- Walsh no
encontrará sentido a la escritura en términos políticos. De allí que se
“repliegue” –como él mismo caracteriza a la escritura de ficción en las
anotaciones que realiza en su diario– en la literatura.
De allí que en 1969 –tras el
Cordobazo y la experiencia en la CGT de los Argentinos– ante una nueva edición
(la tercera) de Operación masacre,
agregue un llamativo paratexto, titulado “Retrato de la oligarquía dominante”,
donde sostiene que para entonces se puede ir ya, ordenadamente de menor a mayor,
y perfeccionar, a la luz del asesinato, el retrato de la oligarquía dominante.
Los
militares de junio de 1956, a diferencia de otros que se sublevaron antes y
después, fueron fusilados porque pretendieron hablar en nombre del pueblo: más
específicamente, del peronismo y la clase trabajadora. Las torturas y
asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios
característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la
Argentina.
El que escribe es un Walsh
familiarizado de lleno con el peronismo revolucionario. Es decir, con una
experiencia política que, partiendo de la identidad del peronismo, pone
especial énfasis en la lucha y no en la conciliación de clases, y en la que la
clase obrera, el proletariado, no es ya concebido como “columna vertebral” de
un movimiento policlasista, sino como columna, cabeza y corazón del proceso de
emancipación de los trabajadores argentinos.
Era
inútil en 1957 pedir justicia para las víctimas de la “Operación Masacre”, como
resultó inútil en 1958 pedir que se castigara al general Cuaranta por el
asesinato de Satanowsky, como es inútil en 1968 reclamar que se sancione a los
asesinos de Blajaquis y Salazar, amparados por el gobierno. Dentro del sistema,
no hay justicia, sentencia Walsh, y agrega:
Otros
autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía,
dominante frente a los argentinos, y dominada frente al extranjero. Que esa
clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación
importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra
ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las
sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los
verdugos.
Queda
claro: el próximo paso ya no será escribir un libro, sino empuñar un arma.
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