Mi General: ¿cuánto vales? Políticas y poéticas del retorno*
Por Mariano Pacheco
El
20 de junio de 1973, luego de 18 años de exilio (primero en Caracas –Venezuela–,
después en República Dominicana y finalmente –por trece años– en Madrid,
España), el entonces ex presidente constitucional Juan Domingo Perón, derrocado
en 1955 por la dictadura autodenominada “Revolución Libertadora” (rebautizada por Rodolfo Walsh como
“Revolución Fusiladora” tras la matanza de José León Suárez en junio de 1956),
retorna definitivamente al país. Ya había regresado en noviembre de 1972 (de
allí la famosa foto en la que aparece bajando del avión junto al sindicalista
José Ignacio Rucci, quien le sostiene el paraguas), pero entonces volvió al
viejo continente para desde allí terminar de diseñar la estrategia que llevaría
a su delegado Héctor Cámpora al gobierno, y luego, a él mismo a comenzar su
tercer mandato constitucional como presidente de la república. La bibliografía
sobre esos dieciocho años es abundante y en los últimos tiempos los trabajos
historiográficos y ensayísticos han proliferado en abundancia, así que no
insistiré demasiado en el asunto. Sobre la “Masacre de Ezeiza”, en particular,
ya en 1985 Horacio Verbitsky publicó su libro Ezeiza, donde se da cuenta detalladamente lo acontecido ese 20 de
junio de 1973.
Sí
quisiera destacar una cuestión: que los mencionados fusilamientos de 1956, la
resistencia peronista, la toma del frigorífico Lisandro de la Torre, las
figuras de John William Cooke (nombrado por Perón no solo su delegado personal
sino su “único heredero” en caso de fallecimiento) y su compañera Alicia Eguren,
los “caños” y sabotajes, las tomas de fábricas, las movilizaciones y actos
relámpagos, el abstencionismo electoral ante la proscripción, la lucha por
recuperar los sindicatos intervenidos y el cuerpo secuestrado de Eva Perón, la
emergencia de una clase obrera y un estudiantado más combativos, el giro a la
izquierda de un importante sector de la iglesia católica (y su acercamiento al
“movimiento nacional”), las puebladas, la campaña del “Luche y vuelve” y la
emergencia de las guerrillas (tanto marxistas como peronistas) son elementos
archi conocidos, pero no por ello menos importantes de tener en cuenta a la
hora de recordar el retorno de aquel líder popular, el militar de carrera que
se había retirado del campo de batalla sin disparar un solo tiro. Tal vez, a
modo de repaso veloz por todo ese proceso, los interesados puedan escuchar, a
modo de resumen de aquella gesta, la “Cantata Montonera”, realizada en 1973 por
el grupo Huerque Mapu.
En
este breve texto me propongo tan solo detenerme en algunas narrativas que
abordaron el día del retorno y a “el último Perón”. No el que escribió una
carta tras la caída en combate (o asesinato) de Ernesto Guevara en Bolivia, ni
el que decía desde el exilio que de contar con menos años “él también andaría
poniendo bombas por ahí”, ni el que proclamó las fórmulas del “trasvasamiento
generacional” y el justicialismo como “socialismo nacional”, sino el viejo
líder que regresó a intentar reeditar la experiencia de alianza de clases del
período 1945-1955, traducida casi dos décadas después como “pacto social”, es
decir, como “pacificación y reconstrucción nacional”.
Desde
ópticas distintas y mediando entre ambos libros una década, tanto Los reventados, de Jorge Asís (1974),
como La novela de Perón (1985), de
Tomás Eloy Martínez, tienen a la “Masacre de Ezeiza” como momento emblemático
de la fisura al interior del movimiento peronista, y también, como momento que
daría paso a eso que tiempo más tarde comenzamos a denominar como “Terrorismo
de Estado”.
Poéticas del retorno
En
sintonía con la época, o al menos, en clara sintonía con una porción de
escritores de la época, Jorge Asís, “El Turco” Asís, logró con su segundo libro
publicado, en 1974, ser parte de ese torrente de la literatura argentina que no
tenía pudor en abordar las convulsionadas figuras y situaciones políticas. Así,
Asís, con Los reventados, logra
escribir y publicar una de las novelas más notables de la década del 70,
cruzando cierto afán realista de esos años con la tradición de los bajos fondos
inaugurada por Roberto Arlt. No es el objetivo de este breve ensayo detenerse
minuciosamente en un análisis de la novela, aunque sí tomar algunos breves
pasajes que nos permitan dar cuenta de cómo un escritor es capaz de construir
una obra literaria de importantes dimensiones tomando como material para su
elaboración situaciones políticas del momento.
“Reventados”
es la primera palabra que aparece escrita en el libro de Asís. Por supuesto, no
se refiere –no todavía– a los militantes de la izquierda peronista que serán
reventados en Ezeiza el 20 de junio de 1973. La novela comienza unos días antes
de ese trágico episodio de la historia argentina, cuando un grupo de
“reventados” (más ligados al submundo marginal arltiano) se proponen hacer una
“rosqueta” que les de dinero. La lengua popular porteña es uno de los fuertes
de este texto que logra, de algún modo, provocar momentos de risa en el lector,
a pesar de lo terrible que se está contando. Aquí también funciona esa especie
de “escalera de verdugos” presente en la narrativa de Arlt. Así como están
quienes planean una “rosqueta” mayor (lograr imprimir las “fotos del retorno”
para una publicación clandestina, a pesar del paro decretado por la CGT para
ese día), también Asís nos presenta a los que buscan sacar su tajada con una “rosqueta”
menor: vender posters con la foto de Perón, junto a sus caniches, el mismo día
en que Perón retornará a la Argentina, tras 18 años de exilio.
Toda
una ética lumpen se contrapone con la ética militante de la época. Lo
interesante, es que tanto los personajes del bajos fondos como los de la derecha peronista aparecen
emparentados en esta ética, o ausencia de… A tal punto que uno de ellos llegó a
“hacer negocios” con la ayuda que el Ministerio de Bienestar Social (a cuyo
frente se encontraba El Brujo López Rega) debía enviarle a los inundados en
Santa Fe (“Está bien, que se salve, me dijo el reventado para qué le voy a
mandar leche condensada a la gente, para qué si en su puta vida la vieron la
leche condensada, no la chuparon ni en fotografía. Me dijo el reventado para
qué voy a darles las frazadas si se taparon siempre con bolsas de arpillera…”).
Unos
y otros, desde distintos lugares, buscan “zafar”. Con la gran diferencia que
los “lumpenes” caen simpáticos, porque en el fondo son “humillados y ofendidos”
que tratan de sobrevivir. Los otros, los lumpenes inscriptos en las lógicas de
dominación, los que integran las patotas primero y las bandas parapoliciales
después, van a ser directamente torturadores y asesinos a sueldo. Estos otros,
en cambio, solo intentan zafar.
“Qué
queres Vitaca. Que nos metamos a trabajar en una fábrica. Te lo imaginas al
Chocolatero trabajando en una fábrica, en al Alpargatas, en la Ducilo, déjame
de joder…”. Tan “buscas” son estos reventados que, en medio de la movilización,
acomodan sus cánticos según qué columna pase, aunque los manifestantes de la
tendencia los acusen de “robarle al pueblo” y reclaman que regalen los posters
si de verdad son peronistas. Incluso llegan “mimetizarse” con una columna de la
JP de La Pampa, diciendo que uno de ellos había vivido en Santa Rosa, para
comerles las empanadas. Pero los verdaderos reventados, en realidad, son esos
militantes, que ven el horror confundirse con la fiesta.
--Che,
¿esos ruidos no son tiros?, preguntó Tachito, pero había un bochinche bárbaro
porque justo pasaba la Juventud Peronista de Bernal y los bombos sonaban
estrepitosamente.
“Tachito”,
como apodaron los reventados al taxista al que contrataron para llevar los
posters a Ezeiza, es peronista, como su padre, como su abuelo, y ante el
ofrecimiento del “trabajito” dijo “ma sí, si igual pensaba ir”. Por eso cada
tanto se entremezcla con las columnas, y salta y canta por la patria
socialista.
Una
década más tarde –Proceso de Reorganización Nacional mediante– Tomás Eloy
Martínez (que desde otro registro también escribió en los 70 sobre lo que
estaba sucediendo, con ese libro brillante titulado La pasión según Trelew), volvió sobre ese momento, sobre ese día
trágico en la historia nacional. Cuando en 1985 Tomás Eloy publicó La novela de Perón, todavía estaban
frescas las heridas provocadas por el Terrorismo de Estado en el cuerpo social,
y situar su fecha de inicio antes del 24 de marzo de 1976 fue, sin duda, un
aporte pionero.
Ya
en el primer capítulo del libro (“Adiós a Madrid”), Tomás Eloy presenta a un
Perón enojado con Cámpora, regresando al país –aquel 20 de junio de 1973–
respaldándose en López Rega e Isabel, Rucci y Oscinde. Un Perón al que se le
escucha decir:
“Cada
día me traen de Buenos Aires noticias que me alarman… Oigo que si razón alguna
entran desconocidos a las fábricas y las ocupan en nombre de Perón, desalojando
a sus propietarios legítimos… He sabido que molestan y golpean a los
gremialistas más fieles, invocando un peronismo que no es el mío… Hasta me han
dicho que llaman por teléfono a generales, en medio de la noche, para amenazar
a los familiares…¿Qué locuras son esas? Los ultras están infiltrándonos el
movimiento por todas partes, arriba y abajo. No seremos violentos pero tampoco
vamos a ser tontos. ¡Eso se lo puedo asegurar!”.
El
Perón de esta novela es un hombre obsesionado por el “desorden” que reina en el
país. “Estaba diciéndole precisamente a Cámpora que con tanta descomposición y
caos en la Argentina no podemos darnos el lujo de andar por el mundo tomando
champán. Por eso tengo que volver a mi pobre país: para que todos aprendan a
caminar derechito”.
Políticas de la memoria
Las
poéticas palabras pronunciadas por “El General” en su último discurso, el 12 de
junio de 1974 (“llevo en mis oídos la música más maravillosa, que es para mí la
palabra del pueblo argentino”) no expresan, ni cerca, la política del último Perón.
Tal vez porque fueron demasiado amplias, demasiado ambiguas, demasiado fuera de
tiempo, en un tiempo regido por la urgencia, por la velocidad de las balas, que al fin y al cabo, es lo que mata,
según supo expresar Eduardo Astiz, ese compañero al que no tuve oportunidad de
conocer, pero que –como lector– no dejo de considerar entrañable.
Tal
como señaló Alejandro Horowicz en su libro Los
cuatro peronismos, en ese contexto (pongamos, del 11 de marzo de 1973 en
adelante), “una sola cuestión aguaba la fiesta: la Jota Pé”, ya que la derrota
parlamentaria de La Libertadora “introducía en el seno del peronismo, en el
movimiento obrero, la lucha de tendencias. Y la lucha de tendencias, de
proyectos legitimados en la etapa anterior, ponía en peligro los límites del
programa peronista”.
Con
esteban Righi al frente del Ministerio del Interior, la burocracia sindical
peronista dejaba de tener a la Policía Federal (que ahora se dedicaría a custodiar
“plazas y ancianas”) y la inteligencia militar de su lado para combatir a “los
bolches” dentro del movimiento obrero organizado. Las posibilidades de
crecimiento de la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), junto con otras
tendencias clasistas de izquierda, estaban dadas en la nueva coyuntura. Salvo…
Salvo que Perón en persona pusiera límites. Y eso, precisamente, es a lo que
parecía estar dispuesto el viejo General del Ejército Argentino.
“Los
fierros pesan pero no piensan”, había sentenciado tiempo atrás Carlos Olmedo,
comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las FAR. Seguramente José
López Rega y su banda nunca habían leído aquella frase. Pero eran intuitivos,
qué duda cabe. Sin base social consistente, sin grandes proyecciones del
pensamiento contaban, sin embargo, con el peso de los fierros, y con la sombra,
con el fantasma de la expansión del “sucio trapo rojo” dentro movimiento
nacional como gran fundamento para dar una estocada.
La
presencia de Perón en un palco con cientos de miles de manifestantes de las
distintas corrientes –hegemonizadas por Montoneros– delante, coreando por la
revolución y la “patria socialista”, no podía más que direccionar el proceso
político argentino para un lado. Eso, precisamente eso, era lo que había que
evitar. ¿Cómo hablar de “pacificación” y “unidad nacional”, tras 18 años de
resistencias a las proscripciones, ante dos millones de personas movilizadas,
conducidas políticamente bajo el lema de guerra popular? Si Perón pudo, por
televisión, decir lo que dijo el 21 de junio, fue porque en el medio aconteció
la “Masacre de Ezeiza”. Recordemos, brevemente, que en su discurso Perón no
condenó a quienes perpetraron semejante matanza, sino que se dedicó a destacar
que “los peronistas” tenían que poner en marcha los mecanismos para
“neutralizar” a los que pretendía deformar el movimiento “desde abajo y desde
arriba”. Y lanzó su advertencia mortuoria: “Deseo advertir a los que se tratan
de infiltrar en los estamentos populares o estatales que por ese camino van
mal”.
Ese
día, la Tendencia movilizó 30.000 personas a la residencia de Gaspar Campos. La
teoría de desandar, de “romper el cerco” estaba en marcha. Perón recibió a la
juventud, conversó con ellos y accedió a mantener un canal permanente de
diálogo. Para ello designó a… “Lopecito” como encargado de mantener los
vínculos.
Un
chascarrillo amargo, a modo de paréntesis. Cuentan que un viejo militante de la
resistencia le dijo una vez a un joven montonero: “Ojo, porque un día van a
lograr traspasar el cerco, y allí estará Perón… con una ametralladora en la
mano, apuntándole a ustedes”.
Lo
que sigue es archiconocido: el 13 de julio de 1973 Cámpora renunció al gobierno
y la Jota Pé se encontró cada vez más lejos del poder. Raúl Lastiri, el marido
de Norma López Rega –es decir, el yerno de El Brujo–, quien había asumido la
presidencia de la Cámara de Diputados, quedó como presidente interino. En julio
también se reúne el Congreso del Partido Justicialista, sin la presencia de la
juventud. O, al menos, de la juventud que había puesto, durante los últimos
tres años, toda la carne en el asador para cercar a la dictadura y facilitar el
retorno del General. Justicialismo que resuelve “perseguir la infiltración
marxista hasta exterminarla”.
La
frutilla del postre será la candidatura a la vicepresidencia por parte de
Isabel Martínez (de Perón), proclamada el 4 de agosto y la posterior gestación
de la JOTAPERRA (la Juventud Peronista de la República Argentina), que serán
quienes terminen ocupando, en febrero de 1974, el lugar por la juventud en el
Consejo Superior del PJ.
De
allí en más los discursos de Perón irán en una línea ascendente de exclusión
política de la Tendencia Revolucionaria, desde el famoso “todo en su medida y armoniosamente”,
dicho en relación al “apresuramiento” de “los muchachos” (2 de julio de 1973),
al “tenemos que educar a un pueblo que está mal encaminado, y debemos encaminar
a la juventud que está, por lo menos, cuestionada en algunos graves sectores” (2 de agosto de 1973). Desde aquellas
palabras hasta los dichos más bélicos, pronunciados incluso antes del Primero
de mayo de 1974. El más significativo:
el que se produce en enero de 1974, cuando los diputados nacionales que
responden a la JP rechazan la propuesta de modificación del Código Penal, que
buscaba endurecer las condiciones represivas. Renuncian a sus bancas, claro, pero
antes escuchan de boca de Perón: “ésos son cualquier cosa menos justicialistas.
Entonces, ¿qué hacen en el justicialismo? Porque si yo fuera comunista, me voy
al Partido Comunista y no me quedo ni en el Partido ni en el Movimiento
Justicialista”. La palabra “infiltración” empieza a ser cada vez más frecuente.
Por si quedan dudas, el viejo líder remata: “el que tiene dudas se saca la
camiseta peronista y se va”.
En
el medio fueron cayendo, como moscas, los lugares de poder que había
conquistado la tendencia durante el camporismo. Estaba claro: Perón era el
nuevo presidente, y Perón había llegado finalmente al poder (no hay que olvidar
que el “Navarrazo”, el golpe de Estado policial que desaloja del gobierno
provincial a la fórmula cordobeza ganadora en las últimas elecciones -Atilio
López-Ricardo Obregón Cano- se produjo en vida del General). De allí que
tampoco resulte una gran sorpresa escuchar a Perón, en el famoso discurso del
1° de mayo de 1974, hablar de “la calidad de la organización sindical”, esa que
se había mantenido, durante 20 años, “a pesar de estos estúpidos que gritan”.
Los estúpidos, llamados “mongo Aurelio” tiempo atrás, eran las columnas de la
tendencia que reclaman saber qué pasaba que estaba “lleno de gorilas el
gobierno popular”. El recostarse sobre la CGT, llamar “sabios y prudentes” a
sus dirigentes, no tenía otro sentido que condenar la ejecución –por parte de
Montoneros- de José Ignacio Rucci, ocurrida el 25 de septiembre de 1973 y
advertir, entre líneas, que Ezeiza había sido solo el comienzo. Todavía, aun,
no había “sonado el escarmiento”. De nuevo con Horowicz, no está de más aclarar
que, de la plaza de aquel Primero de Mayo, no se va solo la Jota Pé. “Se va la
voluntad de luchar, y de vencer”.
Lo
que sigue también es bien conocido, aunque a veces parece que una suerte de
amnesia se produce en sectores de la militancia y el pensamiento supuestamente
crítico. Tras la muerte de Perón, ocurrida el 1° de julio de 1974, las bandas
asesinas conducidas por López Rega salen a la cancha con todas sus fuerzas. Por
supuesto, no se organizaron de un día para el otro. Venían aceitando sus
engranajes desde Ezeiza, bajo la mirada “distraída” de Perón.
Cepillar la historia a contrapelo
Está
claro: no se puede reducir la rica historia del peronismo a la figura de su
líder. Tampoco reducirse al mismísimo general a una figura siempre idéntica a
sí misma. En este sentido, tanto la literatura (incluyendo dentro de ella a la
ensayística) como la historiografía han dado cuenta ampliamente de esa diversidad
llamada peronismo, y de ese rostro de mil rostros llamado Juan Perón.
Está
claro que el sindicalismo burocrático, con Hugo Moyano a la cabeza, o
funcionarios-dirigentes políticos, como el gobernador de Córdoba, José Manuel
De la Sota, cada uno a su modo, son los exponentes más visibles de eso que
hemos dado a llamar la “derecha peronista”. El primero conmemorando cada año el
asesinato del sindicalista, el segundo -ahora pre candidato presidencial-
nombrando a su hija –Claudi Rucci- como su vice.
Lo
que no parece estar claro, muchas veces, es por qué aquellos sectores que
serían –supuestamente– una continuidad de aquellas experiencias más dinámicas,
más combativas del peronismo, reivindican en bloque esa experiencia del pasado
reciente de la Argentina. Incluso, en algunas oportunidades, dando cuenta de
cómo han introyectado parte del discurso de sus antiguos enemigos –ahora
“adversarios”, en tónica con los consensos democráticos de la época– hablando
de “los troscos”, la “izquierda”, en términos tan despectivos que recuerdan a
los que se referían a la militancia del peronismo revolucionario como
“infiltrados”.
Está
claro, al menos para este cronista –que suele tener muy pocas cuestiones en
claro– que un proceso político popular que en este país tenga como principales
protagonistas a la clase trabajadora –con todas las complejidades que esta
categoría conlleva en la actualidad– deberá incorporar una relectura de la vasta tradición que el peronismo supo
dar. Relectura que implicará, necesariamente, “tamizar” esa amplitud, saber
quedarse con sus mejores momentos, sus más ricos exponentes (de Evita a Norma
Arrostito, pongamos, para priorizar dos nombres que den cuenta a su vez de una
política de géneros) y, también, hacer un cruce con otras tradiciones y experiencias.
Ese tamiz implicará poder asumir eso que estaba tan claro hace cuatro décadas
atrás: que dentro del peronismo anidaron también los enemigos de clase más
feroces y que, en determinado momento, Perón decidió enfrentar a quienes –en su
nombre, en nombre del peronismo– pretendieron que los cabecitas negras no se
incorporaran con derechos a la “República Burguesa”, sino que hicieran estallar
por los aires el país burgués, para pasar a ser así el verdadero “hecho
maldito” de la política argentina.
*Publicado en la Agencia Paco Urondo
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