Memorias, olvidos y deseo
revolucionario
Por Mariano Pacheco
(@PachecoenMarcha)
Con el olvido sucede algo
similar a lo que acontece con la seguridad: como son una bandera de
la derecha, las izquierdas, el progresismo y las corrientes
nacional-populares suelen no saber muy bien qué decir al respecto.
Incluso más que con temas como la seguridad (que cuando son abordado
por fuera de los postulados conservadores se suele caer en un
catálogo de lugares comunes), con el olvido el hecho de quedar
“patinando en el aire” suele ser más frecuente.
Por supuesto, ante posturas
como las que vienen teniendo los voceros de la “Revolución de la
Alegría” respecto al tema, a todas, a todos nos parece que está
bien “cerrar filas” en torno a una defensa acérrima de la
memoria y una condena abierta y total al olvido. ¿Pero de verdad
pensamos que el memorialismo no es un obstáculo a la hora de
imaginar/ensayar nuevos mundos posibles? ¿No es otro ejercicio de
pereza intelectual pensar que “olvidar está mal”? Suelen ser ese
tipo de binarismos morales (Bien/mal) los slogans predilectos de las
derechas. ¿Por qué recurrir a ellos, entonces, desde quienes
pretendemos conmover el orden, violentar lo dado?
Contra el memorialismo
Ya hace casi un siglo atrás,
desde el psicoanálisis, Sigmund Freud planteó la cuestión con
claridad: la memoria y el olvido son términos estrechamente ligados,
de modo tal la memoria no debería ser pensada sino como otra forma
del olvido, y el olvido, como una forma oculta de memoria. Cuesta
imaginar una memoria total que prescinda del olvido. Algo de eso, por
otra parte, puede leerse en textos emblemáticos de la literatura
argentina. En “Funes, el memorioso” (cuento de Jorge Luis Borges
publicado en 1944 en su libro Artificios),
por ejemplo, podemos ver el gran drama de su protagonista, quien
tiene un serio problema respecto de su capacidad para efectuar una
selección. Como lo recuerda todo,
Funes no puede seleccionar. Así , podemos leer como el exceso de
memoria puede obturar la creatividad del presente, conducir a la
inacción transformadora del mundo que habitamos. Algo de lo que el
pensador maldito Federico Nietzsche supo trabajar ya hacia fines del
siglo XIX, cuando sostuvo, en su Genealogía
de la moral, que
“sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna
jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún
presente”.
Claro, cuando se escucha a
funcionarios de Estado o voceros del stablishment poner en cuestión
la cifra de los 30.000 detenidos-desaparecidos durante la última
dictadura (negando la importancia del símbolo 30.000 más allá de
la exactitud del número), o cuando se plantea el olvido en términos
de “reconciliación” (negando el carácter terrorista ejercido
por el Estado en ese período, que incluye el del Proceso de
Reorganización Nacional pero que lo antecede), a modo de reacción,
suele salirse al cruce poniendo un especial énfasis en la memoria. Y
no se niega aquí la importancia del “trabajo de la memoria”, de
sus combates. Sí, trabajo y combate, puesto que la memoria es un
“campo de batalla”, tal como supo remarcar el pensador italiano
Remo Bodei, no un ejercicio inocente y a-crítico sino un lugar
bélico, un proceso social conflictivo puesto que pretende
interpretar y dar sentidos colectivos al pasado, desde posiciones,
intereses y pasiones atravesadas por las pugnas del presente.
Bien, pero de allí a
idealizar el pasado, y paralizarse en las perspectivas de
transformación radical de nuestras injustas sociedades, hay un paso,
una delgada línea.
¿Porque no debería
recuperarse más aquellos proyectos por los cuales los militantes
fueron secuestrados, torturados y asesinados? ¿No fue el nivel
alzanzado por la lucha de clases en nuestro país -en correlato con
el continente y el resto del mundo-- lo que llevó al “partido
militar” a desarrollar con tal ferocidad la represión, no solo
para cortar de cuajo esos intentos revolucionarios sino para
“aleccionar” a las generaciones venideras? Suena al menos un poco
raro todo ese discurso y esas imágenes que circulan con tanta
frecuencia entre las militancias, donde los setentistas aparecen bien
como parte de “una generación de jóvenes con ganas de cambiar el
mundo”, así en abstracto, como también esas otras que
mecánicamente trasladan consignas y lecturas realizadas hace cuatro
décadas sin reparar en los cambios acontecidos en el país, en
Nuestraamérica y el mundo.
Si algo tuvo la generación
del sesenta y del setenta fue la vocación de cambiarlo todo, pero
también, la de abandonar los lugares de comodidad (y no rescato aquí
cierto “afán sacrificial” sino la incomodidad de tener que
pensarlo todo para accionar de un modo que no sea una obviedad).
Una comodidad que parece
haberse instalado para no moverse es la que nos imposibilita procesar
el debate sobre la violencia política. Huo algunos intentos, hace ya
más de una década, cuando varios intelectuales críticos salieron
al cruce de aquellas confesiones de invierno del cordobés Oscar del
Barco. Pero al parecer viene siendo una constante de la posdictadura
la imposibilidad de construir un proyecto de liberacion nacional y
social que retome de la discusión política de los años 70 más
allá de su fase represiva o del ya mencionado “protagonismo de la
juventud en la política” para poder cuestionar hasta la raíz el
sistema de explotación y su correlato en la dominación: las
democracias representativas que nos gobiernan.
Si como sostuvo Fedric Jameson
en esa frase devastadora, “hoy parece más fácil imaginar el fin
del mundo que el fin del capitalismo”, entonces, las miradas
retrospectivas deberían funcionar más como memorias de la
resistencia que como memoria sobre lo que Nunca más queremos que
suceda. Porque el Nuca más a la represión es un pliegue consciente
detrás del cual se oculta uno inconsciente (y por ello más
poderoso). A saber: la introyección del discurso del amo. Ese que
sostiene el terror después del terror, para advertir que todo
desborde será nuevamente tratado de un modo aleccionador.
Un poco de olvido entonces tal
vez ayude a recuperar esa fuerza activa que nos permita reafirmar
nuevamente esa voluntad de cambiarlo todo sin tantos temores. “Un
poco de silencio, un poco de tabula rasa de
la conciencia a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo”. Lo
escribió Nietzsche, y este cornista lo recupera. Tal vez un poco
conciente de que, tal como sostuvo Zaratustra, “quien dice algo
diferente marcha voluntariamente al manicomio”.
*Nota publicada en revista Zoom.
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