Ante un nuevo aniversario del 2 de abril
Por Mariano Pacheco
¿Por qué las trincheras están llenas de “cabecitas negras”?
La pregunta aparece en boca de uno de los personajes de Los Pichiciegos, la novela de Fogwill sobre Malvinas, pero bien podría formar parte de un ensayo de filosofía sobre dictadura, militancias populares y cuestión nacional.
El 2 de abril de 1982 se escucharon unas líneas del Himno a las Malvinas en todas las emisoras de la cadena nacional de radio y televisión. Al instante, el Comunicado Número 1 de la Junta Militar anunciaba la “recuperación” de las islas.
Para cuando se iniciaron los enfrentamientos bélicos entre la República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, las Islas Malvinas contaban con alrededor de 1.800 habitantes trasplantados por Inglaterra a esta parte del sur del mundo. Llevaban ya 149 años ocupando dichas tierras, luego de que la población argentina en Malvinas, con su gobernador y comandante militar incluidos, fueran obligados a abandonar las islas en 1833; y casi una década y media jaqueando las negociaciones internacionales, entre otras, resoluciones como la de 1965 del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, que caracterizaba la ocupación de Malvinas como “situación colonial” y llamaba al Reino Unido a dialogar con la Argentina para encontrar una solución pacífica al conflicto.
El fundamento básico para que Argentina reclamara justamente sobre la soberanía en torno a Malvinas fue entonces –y es aún hoy-- que la usurpación no puede ser nunca fuente de derecho. Ese legítimo reclamo, sumado al apoyo generalizado de los países latinoamericanos y el importante sentimiento nacional‐antimperialista enraizado en amplios sectores de nuestra población, llevaron a un sector de las militancias populares que venían combatiendo a la dictadura en nuestro país a apoyar el desembarco militar argentino en las Islas.
Una de las pocas voces que salieron al cruce de estas posiciones fue la del filósofo militante León Rozitchner, quien argumentó que no había ninguna posibilidad de vencer en esa guerra, ni “recuperar” ninguna isla contra nuestros enemigos externos, en tanto no se recuperara previamente el territorio nacional de nuestro enemigo principal de entonces: las fuerzas armadas de ocupación.
León escribió en 1982, desde su exilio en Caracas, un lúcido ensayo –editado en formato libro por Centro Editor de América Latina en 1985‐ al que tituló “Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política”.
Allí sostiene que el Ejército Argentino, desde Caseros en adelante, se había convertido en el ejército de una clase que respondía a intereses económicos transnacionales. Por eso es que la guerra estaba perdida desde antes de comenzarla: ¿cómo ganarla si su existencia dependía de aquellos a quienes debía combatir?
Ahora bien, esta posición, ¿coloca necesariamente a quienes no desearon el triunfo de la Junta en Malvinas junto al bando imperialista? No, porque se asume que si bien el éxito del poder militar del ejército de ocupación argentino significaba la derrota del poder económico y ético-político del pueblo argentino, el reclamo de soberanía argentina sobre Malvinas fue y es legítimo, pero no a costa de una guerra en la que irían a morir jóvenes conscriptos que no tenían condiciones de ganar, no tanto por la asimetría técnica, de armamento –que la había--, sino porque el conflicto era conducido por unos genocidas que estaban más preparados para librar una encarnizada guerra sucia contra el pueblo, que una guerra convencional contra otro ejército; y mucho menos, esos genocidas, podían conducir a un pueblo en una patriada anti-imperialista.
De allí que, ante un nuevo aniversario del inicio de la guerra de Malvinas, condenando a la Junta genocida aún en sus “destrezas” bélicas, rescatemos otras historias nacional--anti-imperialistas vinculadas a nuestra soberanía sobre las Islas.
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En el reverso del Plan Cóndor que las dictaduras militares del Cono Sur implementaron a mediados de los años setenta para sofocar las insurgencias y rebeliones populares, en 1966 – más precisamente, el miércoles 28 de septiembre de 1966-- 17 jóvenes liderados por el militante peronista Dardo Cabo secuestran un avión de Aerolíneas que se dirigía a Ushuaia y lo redireccionan a Malvinas, en el día en que la dictadura de la Revolución argentina recibía con honores al Príncipe Felipe, duque de Edimburgo, consorte de la reina Isabel II. Del grupo participaba la periodista María Cristina Verrier, única mujer del sabotaje (ambos se casaron en la cárcel luego de ser enviados a prisión por el Operativo Cóndor). La acción consistió en rebautizar el Puerto Stanley con el nombre de Puerto Ribero, en homenaje a Antonio, ese peón rural que encabezó en 1933 una patriada de gauchos e indios argentinos contra las autoridades de la ocupación Británica en Malvinas. También se desplegaron siete banderas nacionales y se emitió un comunicado, que mostraba con claridad el hecho de que, mientras los militares eran serviles con el imperio y bravos con el pueblo, las militancias populares tomaban en sus manos la defensa de la soberanía nacional, al menos, en un acto simbólico; tan simbólico como el asesinato perpetrado contra Cabo una década después, a manos de los militares de esa otra dictadura, la autodenominada Proceso de Reorganización Nacional.
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Las “cuestión Malvinas” no pierde actualidad, más allá de las décadas transcurrida desde 1982. Sigue siendo un tema de agenda, no solo nacional sino también internacional, puesto que su situación da cuenta de la actualidad de los modernos y controvertidos enclaves coloniales británicos expandidos por el mundo. Actualidad Malvinas, entonces, en tanto que el aniversario del inicio de esa guerra podría ser el puntapié inicial para un debate más profundo, sobre Malvinas, pero también, para un debate más general sobre los modos críticos de entender la soberanía nacional, y la soberanía popular.
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