Extracto del libro Operación masacre
Nicolás carranza no era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra. Por un momento, sin embargo, pudo olvidar sus preocupaciones. Tras el azorado silencio inicial, un coro de voces chillonas se alzó para recibirlo. Seis hijos tenía Nicolás Carranza. Los más pequeños se habrán prendido a sus rodillas. La mayorcita, Elena, habrá puesto la cabeza al alcance de la mano del padre. La ínfima Julia Renée —cuarenta días apenas— dormitaba en su cuna. Su compañera, Berta Figueroa, alzó los ojos de la máquina de coser. Le sonrió con mezcla de pena y alegría. Siempre era igual. Siempre llegaba así su hombre: huido, nocturno, fugaz. A veces se quedaba una noche, después desaparecía las semanas. Por ahí le hacía llegar un mensaje: estaba en casa de tal amigo. Y entonces era ella quien iba a su encuentro, dejando los chicos a alguna vecina, y pasaba con él unas horas transidas de temor, de zozobra, de la amargura de tener que dejarlo y esperar el lento paso del tiempo sin noticias suyas.
Era
peronista Nicolás Carranza. Y estaba prófugo. Por eso, cuando en furtivos
regresos como este algún chico del barrio le gritaba al encontrarlo: —¡Adió,
don Carranza!... Él apresuraba el paso y no contestaba. —¡Eh, don Carranza...!
—lo seguía la curiosidad. Pero don Carranza —silueta baja y maciza en la noche—
se alejaba rápidamente por la calle de tierra, levantando hasta los ojos las
solapas del sobretodo. Y ahora estaba sentado en el sillón del comedor,
hamacando en las rodillas a Berta Josefa, de dos años, y a Carlos Alberto, de
tres, y acaso a Juan Nicolás, de cuatro —toda una escalera de pibes tenía don
Carranza—, hamacándolos e imitando el fragor y el silbato de una locomotora,
porque tales eran los juegos que podía comprender un chico en esa barriada
ferroviaria. Después habrá conversado con la preferida Elena, de once años
—alta y espigada para su edad, grandes ojos pardos—, y le habrá contado algo de
sus andanzas mezclado con algo de fábula risueña, y le habrá interrogado con
preocupación, con miedo, con ternura, porque, la verdad, se le hacía un nudo en
el corazón cada vez que la miraba, desde que estuvo presa. Presa durante varias
horas, aunque parezca cuento, la tuvieron en Frías (Santiago del Estero) el 26
de enero de 1956. El padre la había dejado allí el 25 con familiares de la
madre, aprovechando uno de sus viajes regulares en la línea al Norte del
Belgrano, donde trabajaba como camarero, y había seguido de largo. En Simoca,
provincia de Tucumán, lo detuvieron por una denuncia de distribuir panfletos
que nunca llegó a probarse.
A
las ocho de la mañana siguiente la sacaron a Elena de la casa de sus parientes,
la llevaron sola a la comisaría y la interrogaron durante cuatro horas.
¿Llevaba panfletos su padre? ¿Era peligroso su padre? ¿Era peronista su padre?
¿Era un delincuente su padre? Se enloqueció don Carranza cuando supo la
noticia. —A mí, a mí que me hagan cualquier cosa. Pero a una criatura... Rugía
y sollozaba. Se les disparó en Tucumán. Y seguramente desde entonces asomó un
brillo peligroso en la mirada de este hombre de rostro firme y despejado, que
antes era de ánimo alegre, aficionado a las diversiones y amigo preferido de
todos los chicos del barrio, propios y ajenos. Cenaron todos juntos esta noche
del 9 de junio en esa casa del barrio obrero de Boulogne. Después acostaron a
los chicos y quedaron solos, él y Berta. Ella le habló de sus penas, de sus
preocupaciones. ¿El ferrocarril no les quitaría la casa, ahora que él estaba
cesante y prófugo? Era una buena casa, de material, con flores en el jardín, y
allí entraban todos, hasta un par de muchachas fabriqueras que había tomado
como pensionistas para ayudarse. ¿Con qué iban a vivir ella y los chicos si se
la quitaban? Le habló de sus temores. Siempre ese temor de que lo agarraran una
noche cualquiera y lo golpearan en cualquier comisaría hasta dejarlo idiota. Y
le repitió el eterno ruego: —Entrégate, entrégate... Si te entregás, a lo mejor
no te pegan. Y de la cárcel se sale, Nicolás, se sale... Él no quería. Se
refugiaba en afirmaciones duras, secas, definitivas:
—No
he robado. No he matado. No soy un delincuente. La pequeña radio, sobre la
repisa del aparador, transmitía una música popular. Tras un largo silencio
Nicolás Carranza se levantó, descolgó el sobretodo de la percha y lentamente se
lo puso. Ella volvió a mirarlo con expresión resignada. —¿Dónde vas? —Tengo que
hacer. A lo mejor vuelvo mañana. —No dormís acá. —No. Esta noche no duermo acá.
Entró en el dormitorio y fue besando a todos los chicos uno por uno: Elena,
María Eva, Juan Nicolás, Carlos Alberto, Berta Josefa, Julia Renée. Después se
despidió de su mujer. —Hasta mañana. Le dio un beso, salió a la vereda y dobló
a la izquierda. Cruzó la calle B, apenas unos pasos, y se detuvo frente a la
casa 32. Llamó a la puerta.
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