El
condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a
las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico.
Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se
sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira
arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas
abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el
mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho,
para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira
la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco
pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: “Venda
no”.
Mira
tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero
permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la
espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se
mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
—
Pelotón, firme. Apunten.
La
voz del reo estalla metálica, vibrante:
—
¡Viva la anarquía!
—
¡Fuego!
Resplandor
subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las
balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las
manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia.
Las
balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece
sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del
cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo
observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac
y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que
saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo
cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios;
son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González
Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como borracho.
Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería
ponerse un cartel que rezara:
—
Está prohibido reírse.
—
Está prohibido concurrir con zapatos de baile.
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