Sobre la
Paz y la Democracia
Por
Mariano Pacheco*
El
proceso de los diálogos por la Paz en Colombia han puesto sobre la
mesa de las discusiones políticas del mundo, y sobre todo en
territorio Nuestramericano, un tema de larga trayectoria en los
movimientos y organizaciones de los trabajadores. Ya años atrás, la
discusión sobre la paz en el país Vasco o en Irlanda habían
suscitado una serie de reflexiones y posicionamientos respecto del
futuro de aquellos países más allá del conflicto armado que los
atravesaba desde hacía décadas, e incluso, qué pasaría con las
«democracias» luego de que las organizaciones armadas dejaran atrás
su accionar militar.
En
estos días la palabra paz y la palabra democracia circula entre los
ámbitos políticos, académicos y comunicacionales de perspectivas
diversas, como una suerte de palabra-clave-neutral que nadie, en
principio, se plantea problematizar. Pero ya desde el vamos vemos
que, por ejemplo en Colombia, no parece ser la misma idea de paz y de
democracia que maneja el Estado a la que manejan las insurgencias, o
el pujante movimiento social que intenta «abrirse paso» también en
la negociaciones. Algo similar sucede cuando se hace referencia al
«pasaje a la política» de estas organizaciones armadas, en un
intento por situar el accionar militar de las guerrillas por fuera de
la política, reduciendo la política a un «juego institucional»,
librado en el marco de las democracias parlamentarias contemporáneas.
Alguna
vez, refiriéndose a estos regímenes, un historiador argentino las
denominó como «democracias de la derrota». Se refería al caso
nacional, pero tranquilamente podríamos pensar en una secuencia
Latinoamericana.
Polémico,
el concepto de guerra ha recorrido todos los análisis y postulados
de las militancias durante por lo menos 50 años (desde la década
del 20 a la del 70). Ha sido, asimismo, un concepto bastardeado por
las “democracias de la derrota”. Desconociendo aquella máxima
que sostiene que aun en tiempos de paz estamos
en guerra los unos contra los otros. Si
es cierto que un frente de batalla atraviesa toda la sociedad,
continua y permanentemente, y que esa situación nos coloca a cada
uno de nosotros en un campo o en otro, no es posible separar de modo
tajante la guerra de la paz. Siempre, necesariamente, somos el
adversario de alguien, por más diálogos que se establezcan. Esto no
quiere decir que no existan conversaciones, que no se postulen
acuerdos, pero reducir la democracia a la mera gestión y el consenso
es parte de una estrategia de los sectores de poder que solo buscan
perpetrar la explotación y la dominación. Porque la democracia,
vista desde el punto de vista de los sectores que pujan por
transformar nuestras injustas sociedades, es sobre todo disenso.
De
allí que la premisa de que la paz debe pasar por una agenda social
que reconozca las necesidades no resueltas por el Estado y que
derivaron en el conflicto armado, que hoy sostienen diversos sectores
del movimiento social colombiano, sea fundamental para entender a la
paz no como lo otro de la guerra, sino como su reverso, en donde el
conflicto no es anulado sino tramitado de otro modo, pero siempre
presente, así sea bajo la forma de una latencia.
Que
las fuerzas armadas de nuestros países, actuando como «ejércitos
de ocupación» de sus propias patrias, hayan usado la palabra
“guerra” para justificar sus matanzas contra los sectores
populares, no implica que sus organizaciones deban desestimar el
concepto, que en mucho casos ha guiado sus estrategias durante años.
Reconocer que “hubo una guerra» no equivale a negar que, también,
estos sectores del poder concentrado y sus fuerzas represivas
(incluidas las «paramilitares»), también hayan perpetrado una
matanza. Reconocerlo no empareja “bandos” ni iguala nada con
nada, sino que se resiste a desechar parte del arsenal conceptual,
político e identitario con el que importantes sectores de nuestros
pueblos han librado batallas contra sus opresores.
¿Cómo
hacer entonces para que la voces populares –la de las gentes
comunes y de a pie– sean tenidas en cuenta como palabras, y no como
meras voces? Es decir, ¿cómo hacer para que ese murmullo de la
protesta y la lucha callejera, de la organización de base, sea
tenido en cuenta como palabra política y no como mero ruido? Porque
la lucha política, lo sabemos, es también, siempre, una lucha por
la palabra y, antes que eso aún, por la definición misma de qué
cosa debe ser entendida como una palabra. Si la lucha política no es
sólo una lucha que involucra los cuerpos en las batallas callejeras,
en las disputas cuerpo a cuerpo contra las fuerzas que sostienen la
dominación y la explotación en cada lugar, sino que también es una
lucha por definir los sentidos y los nombres que se le otorgan a las
prácticas sociales, entonces, la intervención en el plano
simbólico, la disputa por el lenguaje en el marco de una lucha más
general por sostener la batalla cultural no puede ser sino un
elemento más, tan importante como el político y el
económico-social, en la disputa por cambiar la sociedad.
Por
supuesto, estas batallas no se libran en el vacío, y en cada
contexto las relaciones de fuerzas determinarán asimismo el énfasis
que puede poner en un concepto determinado, o incluso las estrategias
que las propias organizaciones populares deberán usar para
resignificar algunos, o incluso suplantarlos por otros.
Claro
que una política revolucionaria nunca considera la relación de
fuerzas como algo estático, y asume que el énfasis puesto en
determinados conceptos y debates varían según la coyuntura. Pero
también asume que que los propios conceptos que va creando para
explicar el mundo y su lugar en él están guiados por ciertos
principios, que como señaló alguna vez Ernesto Guevara, suelen ser
la mejor política. La flexibilidad táctica no tiene por qué
implicar ceder en los principios y mucho menos, en renunciar a la
disputa «cuerpo a cuerpo» por las palabras.
La
agenda de paz en Colombia y en otros lugares del mundo, así como los
modos en que entendamos la democracia (o su
refundación/transformación) de aquí en más, marcarán los límites
o las posibilidades de ampliarlos de aquí en más, en un contexto
continental e internacional en el que las fuerzas reaccionarias
parecen querer cerrar nuevamente todo el debate en torno a las
posibilidades de vivir en paz y en democracia tal como la vienen
entendiendo ellos. Es decir, una paz en democracia que solo garantiza
la perpetuación de la explotación y la dominación de unos pocos
selectos sobre la inmensa mayoría de los comunes.
*Nota publicada em el N°145 del periódico Resumen Latinoamericano (noviembre 2016)
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