LOS SANTILLÁN
(Extracto del cap. 1 del libro EL MILITANTE QUE PUSO EL CUERPO*)
Estaban
nerviosos aquella noche del sábado 17 de enero de 1981, cuando
salieron de la casa en la que vivían en Don Torcuato, para caminar
unas cuadras hasta la ruta 202 y tomarse el colectivo de la línea 1.
Luis Alberto Santillán y su esposa Mercedes Isabel Castillo tenían
por entonces un solo hijo, y vivían de prestado en la casa de un
familiar. Tampoco tenían auto, algo que no estaba en sus prioridades
de ese momento, aunque sintieron su falta aquella noche, mientras
viajaban en el colectivo al Hospital Posadas, de Haedo. Estaban
nerviosos cuando se bajaron y empezaron a caminar por la avenida
Rivadavia. Mercedes comenzó entonces con los fuertes dolores de las
contracciones. Estaba dentro del período indicado para el nacimiento
de su nuevo hijo, que, si era varón —pensó Mercedes—, se iba a
llamar Gabriel, como el arcángel.
Cuando
Mercedes entró a la sala de preparto, Alberto se quedó sentado en
la otra sala, en la de espera, y sintió que los nervios comenzaban a
devorárselo por dentro. No era para menos, teniendo en cuenta el
“susto bárbaro” que se había pegado durante el otro parto, dos
años antes, el 2 de abril de 1979, cuando nació su primer hijo,
Javier Norberto —llamado así en homenaje al futbolista Norberto
Alonso—, con la cabeza tan ovalada que le hizo recordar al petiso
Biturro, un compañero de colegio al que cargaban precisamente porque
tenía el cráneo de esa forma. “Claro, cuando después me
explicaron que al bebé se le pone así la cabeza porque sale con
mucho esfuerzo, pero que después se le acomoda, me quedé más
tranquilo”, cuenta Alberto más de treinta años después. Pero en
aquel momento se había preguntado cómo debía haber nacido Biturro,
si de grande todavía tenía la cabeza así. Ahora, esos recuerdos le
hicieron olvidar la preocupación por la tardanza en nacer de su
segundo hijo. Pero fue sólo por un momento, porque cuando levantó
la vista del suelo pudo ver a una enfermera que se acercaba hacia él
con cara de preocupación.
“—¿Señor
Santillán? —le dijo.
—Sí.
—Su
esposa no dilata, necesito que me firme el consentimiento para
iniciar la cesárea.”
Alberto
miró la hoja y, temblando, la firmó, sin leerla. No había tiempo.
Tenía miedo. Sintió una angustia profunda. Sin mirar siquiera por
dónde caminaba, se alejó unos metros y se refugió en el descanso
de una escalera. Lloró de miedo, de angustia, de incertidumbre.
Porque, si bien ya había sido padre, no había pasado aún por la
experiencia de una cesárea. “Una cirugía, al fin y al cabo.”
Unas horas más tarde, ya 18 de enero, junto con la alegría de
constatar que su segundo hijo había nacido sano y salvo, pudo ver
que además tenía una cabeza normal. Al parecer, la cesárea le
había evitado el esfuerzo. Mercedes insistía en que se llamara
Gabriel, por su fuerte arraigo a la fe cristiana; pero Alberto, que
también era creyente, se aferró a los viejos acuerdos construidos
en la pareja: si era mujer, ella iba a elegir el nombre para que no
hubiera suspicacias sobre si él se decidía por el de alguna otra
mujer que había conocido, o algo por el estilo; pero si era varón,
era él, como padre, el que lo iba a elegir. Y así fue. El bebé se
llamó Darío, simplemente porque le gustaba, y como segundo nombre
Alberto, como él.
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