Política y movimientos sociales
(Extracto de un
ensayo publicado en el libro Socialismo
desde abajo,
Herramienta editorial, Buenos Aires, 2013)
Por Mariano Pacheco
Si es cierto -como alguna vez
afirmó Gabriel Sarando, leyendo a Martín Heidegger- que cada generación gesta
su héroe, y si es cierto, asimismo, que las jornadas del 19/20 de diciembre de
2001 funcionan como símbolo insoslayable de lo que en otras oportunidades hemos
denominado como Nueva Izquierda Autónoma, cabe preguntarnos, a casi una década
de la rebelión, cuanto de aquellas apuestas ha quedado consolidado en
experiencias organizativas; cuanto han avanzado estos procesos, cuánto han
logrado disputar poder.
Hacernos estas preguntas implica,
desde el vamos, reconocer que las huellas de diciembre de 2001 aún persisten en
la actualidad. Y, por supuesto, implica concebir la crisis no como mal a
conjurar, sino en su positividad (en
términos políticos y no en sus aspectos económicos, en las carencias materiales
que implica en las condiciones de vida de las clases populares, claro está). La
crisis como momento propicio para rever que hacemos, quienes somos, hacia dónde
vamos. No en vano se ha insistido (Sheldon Wolin ha sido uno de ellos) en que
los grandes enunciados de la filosofía política surgen de los momentos de
crisis (contra ellas, insiste Wolin). También Eduardo Rinesi, en su libro Las máscaras de Jano. Notas sobre el drama
de la historia, ha destacado que las crisis “son momentos enormemente
productivos, de desentumecimiento, de desperezo, de apertura de la historia”.
Como la crisis es el corazón íntimo y el reto mayor del pensamiento político,
no deberíamos apresurarnos a huir de ella, a querer dar cuenta de ella (desde
un lugar externo), sino que el desafío es poder permanecer actuando y pensando
en el interior mismo de la crisis.
En este sentido, las jornadas del
19/20 son de vital importancia, entre otras cosas, porque colocaron a la
política misma en otro lugar. Es más, tal como señaló en su momento Raúl
Cerdeiras en un artículo publicado en la revista Acontecimiento (que fundó y dirige desde hace dos décadas), la
insurrección permitió hacernos nuevamente la pregunta: “¿Qué es la política?”.
Si entendemos a la política como
invención, como subversión de lo existente, o como señaló Alain Badiou en su
artículo “La hipótesis comunista”, como “acción colectiva organizada por determinados principios, que aspira a
desplegar las consecuencias de una nueva posibilidad que en la actualidad se
encuentra reprimida por el orden dominante”, entonces, la participación en el
proceso electoral y la gestión del Estado –binomio por excelencia de la
democracia formal- no pueden concebirse como momentos fundamentales de una política
revolucionaria (que no es lo mismo que entender que nunca, allí, se ven
plasmados momentos de las relaciones de fuerzas entre los proyectos –de clase-
enfrentados en la sociedad). Siguiendo al
Nico Poulantzas de Estado, poder y
socialismo, podríamos decir que el Estado “condensa no sólo la relación de
fuerzas entre fracciones del bloque de poder, sino igualmente la relación de fuerzas entre éste y las clases
dominadas”.
Claro que los matices de la
gestión estatal pueden ser demasiado amplios. Nadie está negando la abismal
diferencia que pueda existir, por ejemplo, entre una dictadura sangrienta que
reprime y clausura cualquier tipo de derecho, y un gobierno progresista que
promueva reformas que amplíen los derechos sociales y laborales, los derechos
humanos en general. Pero no deja de ser gestión de lo existente, regido por la
lógica dominante de la representación. Cuando esa lógica se quiebra, entonces,
es que estamos a las puertas o transitando ya hacia otra cosa, hacia la subversión
del orden existente.
Por supuesto: pensar desde la
crisis implica concebir que el motor de los cambios está en el conflicto y que,
precisamente porque es el conflicto el motor del cambio, no podemos saber, de
antemano, cuales pueden llegar a ser los resultados. Por eso una política
revolucionaria se asienta sobre las bases conceptuales de la contingencia, del
carácter abierto de los procesos históricos. Por eso, conceptualmente, es
absurdo cuestionar los límites del movimiento de la clase.
En este sentido, diciembre de
2001 opera como símbolo generacional, porque fue allí el momento donde más
claramente fue puesta en cuestión la legitimidad de las clases dominantes, luego
del aplastamiento, a sangre y fuego, de las apuestas revolucionarias de los 60
y 70. Que no se haya logrado, como en Bolivia o en Venezuela, expresar esos
cambios en las correlaciones de fuerzas en el Estado, no quiere decir que
debamos quitarle mérito a lo sucedido, sino tan sólo resaltar los límites, no
impugnando la experiencia sino proyectándola. Porque no caben dudas, si
hablamos desde la inmanencia de las experiencias, que fueron aquellos días
(semanas, meses) momentos de apertura a la impugnación del orden social, de sus
clasificaciones y jerarquizaciones, de sus lenguajes. En fin, que hubo, durante
ese período de aceleración temporal, política.
Y queda claro, desde la perspectiva que se viene sosteniendo en estas líneas,
que no hay propiamente política -para
decirlo con las palabras del Rinesi de Política
y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo- sino “cuando ese
carácter presuntamente inmutable y necesario del Orden es desnaturalizado,
conmovido, puesto en cuestión”.
Momento de condensación,
entonces, de una puesta en crisis, de un sacudón de la cosmovisión
posdictatorial, que venía insistiendo, una y otra vez, en que no se podía
cuestionar el pacto de los consensos de la representación. Porque si después de
1983 la política funcionó cada vez más como conservación de lo existente, como
espectáculo (reforzado por una predominancia cada vez mayor de la virtualidad
televisiva), las jornadas de diciembre de 2001 recuperaron, nuevamente, un lugar
central para la corporalidad –según supo destacar María Pía López- en la política, entendida como ejercicio de
interpretación de la historia y transformación de la sociedad, quebrando así el
“terror dictatorial” presente en los cuerpos y las subjetividades durante el
período “democrático”. Y si insisto con el carácter simbólico de 2001, es
porque en ese período se condensan y se proyectan experiencias previas, tanto a
nivel nacional como internacional (en Argentina, la pueblada de Cutral Có en
1996; en Nuestra América, la insurrección zapatista en enero de 1994; en 1999,
en el “primer mundo”, se produce la manifestación contra la cumbre de la
Organización Mundial de Comercio, la OMC, en Seattle, que da inicio a una serie
de protestas a nivel mundial). Son las resistencias del nuevo siglo, si tomamos
la periodización “soviética” propuesta por algunos historiadores como Erik Hobsbawm,
para quienes el siglo XX culmina con la caída de los socialismos reales en
1989.
Por último, quisiera afirmar que
el predominio de las (actuales) prácticas
preformativas, por sobre las (futuras) instituciones (por no decir Estado,
que trae más confusiones que aclaraciones) que deberíamos gestar para
auto-regir el comportamiento social, no implica negar la necesidad de que el
movimiento se solidifique. Implica, simplemente (y no por simple menos
fundamental), afirmar su primacía ontológica (así como ontológicamente, el
mundo que ya desde ahora vamos gestando, tiene una preponderancia por sobre el
mundo que nos obstaculiza el impulso y obstruye nuestro flujo creativo. En este
sentido, es un mundo que es preciso aniquilar –más que superar–, pero no es el
fundamento a partir del cual definimos nuestro ser-hacer).
Y la afirmación de esta primacía
tiene consecuencias políticas fundamentales. En este sentido, haciéndonos eco
de las palabras del Louis Althusser de El marxismo
como teoría “finita”, podemos decir que nunca jamás, por principio, el
partido –decía él, nosotros diremos el movimiento- debe considerarse “Partido
de gobierno”, porque su función es ser el instrumento número uno de la
“destrucción” del Estado burgués. Aun apoyando o participando de un gobierno,
insiste, debe estar fuera del Estado. Porque sin esa autonomía, no saldremos
jamás del Estado burgués, por más “reformado” que este sea.
Hay política desde abajo, por el cambio social –entonces–, cuando
nuestra clase logra organizarse, librar batallas (¡y ganarlas!), conquistar
mejores condiciones de vida, gestar otras formas de vínculos, otros valores y
otra subjetividad; una institucionalidad propia, diferente a la hegemónica.
Proyectar una política popular revolucionaria, que logre cambiar la correlación
de fuerzas, entonces, es un desafío para la próxima década. Gestar un
movimiento político de masas capaz de proyectar toda la experiencia acumulada
en estos años a sectores cada vez más amplios del pueblo trabajador. Otro país,
y ya no el eterno retorno de lo mismo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario