El cuerpo como campo de batalla.
Reflexiones
en tres escenas
Por Mariano Pacheco
“Convertido en un campo de
batalla, tu cuerpo ha quedado absolutamente vulnerable”
(Claudia Salazar Jiménez, La sangre de la aurora)
PRIMERA ESCENA: “Chat”
Hace
unos pocos días, conversando por el “ciberespacio” con un amigo argentino que
actualmente vive en Colombia, le comentaba sobre la publicación argentina
(cordobesa) de La sangre de la aurora,
la novela de la escritora peruana Claudia Salazar Jiménez, y también, sobre su
presentación en Córdoba.
El
libro invita a pensar la historia social reciente del hermano país
latinoamericano desde una perspectiva novedosa. El cuerpo y el deseo, son
puestos a funcionar desde voces de mujeres (Marcela, la militante; Melanie, la fotoperiodista; Modesta, la
comunera), a través de las cuales podemos acercarnos a la violencia política
que atravesó el Perú durante la década del 80 del siglo pasado. Tres historias,
tres mujeres en bandos distintos dentro del ámbito de la guerra interna del
país. La matanza generalizada de mujeres en los tiempos de guerra; el silencio
en los tiempos de paz.
Me
contaba mi amigo –un camarada que luego de librar importantes batallas
políticas en el país se radicó en Colombia para aportar desde allí a la lucha que
diversas organizaciones sociales y derechos humanos vienen transitando desde
hace años, en la búsqueda por una salida “pacífica y justa” al conflicto armado
que ya lleva décadas– este compañero –decía– me relataba por chat algunas
impresiones sobre su reciente visita al Perú. Cito brevemente un tramo de la
charla:
“Vi un cagazo bárbaro en la gente, y una negación
histórica muy grande. Por ejemplo, yo pregunté por la toma de la residencia del
embajador japonés, ¿te acordás? Fueron los del MRTA (). Habrá sido a mediados
de los 90. Y de eso no queda nada, pero nada de nada: ni un lugar, ni un
recuerdo. Tampoco nadie que te quiera hablar del episodio. A la sede
diplomática la demolieron, y a pesar de que hubo dos meses de quilombo
internacional, cientos de muertos, etcétera, no queda nada... o sea, una
política de Estado, que en nombre de la lucha antisubversiva, logró borrar la
memoria social y con ello, estigmatizar y atemorizar a todo el que pretenda
luchar contra el neoliberalismo, que en Perú no se interrumpió desde fujimori”.
Cito
esta conversación, no por “intimismo”, sino porque quisiera destacar la
importancia de esta novela en el actual contexto histórico del Perú, donde el
“neoliberalismo de guerra” que expresó la gestión del presidente Fujimori hoy
tal vez aparece de un modo más solapado, pero no deja de mostrar sus huellas en
la realidad política del país. Y si bien
La sangre de la aurora nos habla del Perú de hace unos años, también nos
está interpelando en cuanto a la actualidad de América Latina. Porque, tal vez
sea una obviedad, pero no quisiera dejar de decirlo: soy de los que está
convencido de pocas cosas, pero una de ellas es que, si hay alguna posibilidad
de imaginar algo así como un “destino propio”, será en articulación con los
pueblos hermanos Latinoamericanos. Lejos del “destino sudamericano” narrado por
Jorge Luis Borges (esa suerte de eterno retorno bárbaro), sospecho que la
dinámica política que se viene dando en la región en los últimos veinte años
(desde el alzamiento zapatista, pongamos) da cuenta de una suerte de
“privilegio geopolítico” de estas latitudes. Quiero decir, que si hay alguna
perspectiva de que la humanidad ponga un “freno de mano” a la crisis
civilizatoria por la que atravesamos, si hay condiciones para pensar-imaginar-concretar
un mundo poscapitalista, seguramente esa nueva sociedad tendrá en estas tierras
sus primeros esbozos. No por destino (determinación), sino al contrario, porque
es por aquí por donde se vienen produciendo las novedades políticas más
sugerentes de este nuevo siglo. Y Perú, junto con Chile, Colombia y México –más
allá de sus movimientos populares– como “políticas de Estado”, son países que
vienen optando por transitar las lateralidades de los procesos políticos más
afines a estas ideas que vengo mencionando. “Alianza del Pacífico” es solo el
nombre que nos permite resumir esta perspectiva.
SEGUNDA ESCENA: “Lecturas”
Un
joven argentino, apasionado por la literatura Latinoamericana, tiene entre sus
manos un libro que marcó a generaciones de lectores. Exactamente cincuenta años
después de su publicación, Literatura
argentina y realidad política, de Davis Viñas, parece haber sido enviado a
los museos por la crítica bien-pensante. Literatura y realidad política, un
vínculo tan problemático como productivo para pensar las textualidades, y sus
vínculos con los cuerpos, sus sonidos, sus olores, sus sudores. Sus calenturas
y pasiones, para decirlo a lo Viñas.
Literatura
y política entonces, junto con dos categorías (orden de géneros y orden de
clases) propuestas en los últimos años por la escritora y crítica argentina
Elsa Drucaroff, como coordenadas para pensar la novela de Salazar Jiménez.
Un
breve repaso por La sangre de la aurora
nos permite dar cuenta de que, más allá de la deriva de Sendero Luminoso (“¿Para
qué masacrar a quienes supuestamente quieres reclutar? Algo ahí no encaja”), las asimetrías de clase están en la base del
proyecto revolucionario que nace desde esa situación y la profunda indiferencia
(“¿A
quién le importaba? ¿A quién le importábamos?”) de un Estado que para nada integró a esos sectores
sociales, más que a través de “mano de obra barata” para las tareas “sucias” de
la represión (“La mayoría son muy jóvenes,
chiquillos imberbes, hijos de campesinos, campesinos ellos mismos”). Asimetría material que también se expresa en su
carácter simbólico (“En la radio suena
Madonna. Abro la ventana de mi 4x4… Enciendo un Marlboro”).
De
la mano de esta situación del orden de clases se inscribe la asimetría del
orden de género. Si bien el patriarcado es una situación que pre-existe al
capitalismo como modo de producción, no es menos cierto que la lógica del
capital lejos de extenuarla la acentúa. Queda claro, a través de algunos
pasajes del texto, que las mujeres pobres (y sobre todo las campesinas-indígenas),
quedan más expuestas a situaciones de dominación y explotación (“Es buena gente, solamente que algo oscurita… A ti jamás te
pasaría eso. ¿Acaso no has visto cómo te tratan los gorilas de la disco? Si no
te ponen una alfombra roja, es porque no la tienen”) y que –en principio– la experiencia revolucionaria
se planteaba dar un espacio diferente a las mujeres (“quiero
saber, profesor, ¿qué papel en la revolución nos ofrece a las mujeres su
partido?”). De allí que haya mujeres
en la “dirección” de la organización (aunque por supuesto, el número Uno sea un
hombre) y que la “guerra revolucionaria en el campo” se presente como una
posibilidad de “liberación” para una joven de clase media urbana (“Un esposo y una hija eran mis lastres para la lucha.
Imposible mantener el equilibrio. Ser esposa me hacía perder demasiado tiempo”). Así y todo, las asimetrías de género se reproducen
al interior de la experiencia política que se pretende transformadora (“Un combatiente es disciplinado, no se deja llevar por ese
impulso de sus partes. Nada nos distinguiría de un burgués reaccionario si
dejamos que esa calentura nos gobierne”)
y, por supuesto, también –o de manera mucho más extendida– en la clase
“explotada y oprimida”. Y esto queda claro, en la novela, a través de los
padecimientos que sobrelleva la campesina Modesta (“Un par
de cocachos te metió Gaitán en la cabeza, bien duro ahí, todavía te duele”) y cómo esos padecimientos se retransmiten
inter-generacionalmente (“Hay que mandarla al
colegio. Pero él no quería. Para qué. Que
se ocupe de la chacra nomás, o que aprenda a tejer. Cuando se case su marido se
va a encargar de todo”).
Alguna
vez, el viejo Engels escribió que el grado de emancipación de una sociedad,
podía medirse “por el grado de emancipación que las mujeres tenían o habían
conquistado en esa sociedad”. Seguramente ciertas resistencias a las que tuvo,
tiene y tendrá que enfrentarse la novela de Claudia tengan que ver con eso. Con
que, más allá de las disparidades nacionales y las desiguales conquistas en
materia de género y diversidad sexual obtenidas en los distintos países de la
región, aun son muchas las batallas que habrá que librar contra el machismo, y
los modos de entender y habitar el mundo que ese “modelo” nos impone.
TERCERA Y ÚLTIMA ESCENA: “En busca del
legado perdido”
En
las primeras líneas de El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx sostiene que “la herencia de todas
las generaciones muertas acosa la mente de los vivos como una pesadilla”. Tal
vez por eso, la “tradición” suele estar más del lado de los conservadores que
de los revolucionarios, porque impone al pasado como autoridad. El legado, en
cambio –más cerca de las conceptualizaciones que Walter Bénjamin realizó alguna
vez sobre el concepto de historia– busca en el pasado una inspiración para
continuar haciendo la historia. Seguramente por eso, en su Literatura de izquierda, Damián Taborovsky escribió que, salvo en situaciones revolucionarias, “siempre es
decepcionante cuando la literatura encarna los mismos valores que la sociedad”.
Esta
novela, por el contrario, si sitúa en un lugar de “ruptura” con el sentido
común –el más común de todos los sentidos, como señaló Antonio Gramsci–
reinante hoy en el Perú.
De allí que sea un
texto que incita (¿excita?) y que, lejos de ser una literatura panfletaria
–típica de los intelectuales que, políticamente se sitúan en la izquierda y
estéticamente terminan coincidiendo con la derecha– se constituya en un
auténtico relato crítico.
Es
que tal vez sea hora de abandonarse más firmemente a la experimentación, tanto
estética como política. Y, en ese sentido, quisiera rescatar que La sangre de la aurora, de Claudia Salazar
Jiménez, tiene –aunque no lo parezca– una dosis de leninismo. O al menos, una
cuota de cierto espíritu que le hace honor a esa frase de Lenin que sostiene:
“Embarcarse… y después ver”.
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