Breve relato para despedir el año
Por Mariano Pacheco
Corren
tiempos en los que las grandes cadenas de comercialización de libros llevan al
objeto a un punto de fetichización tal que una novela, ensayo, compilación de
cuentos o poesías –cuando no una obra de teatro- son puestos –“expuestos”- ante
el consumidor como cualquier otro producto podría ser colocado en una góndola
de supermercado. En fin, no es que crea, como un alma bella, que el libro no
sea una mercancía, que las editoriales no sean empresas con sus trabajos
tercerizados, que quienes los vendan no pertenezcan al rubro “comerciantes” y
quienes los producen obreros de la “tecla y la internet” (otrora tinta y
papel). Así y todo, si tuviese rápidamente que detenerme a pensar en una
analogía, diría que una librería –una Librería, y no simplemente un sitio donde
se comercializan libros- y sus libreros, son más parecidos a una ferretería de
barrio que a “farmacity”, o como sea que se llamen esos sitios (donde se
super-explota a sus trabajadores) más parecidos a cualquier otra cosa menos a
una farmacia.
Si
uno no sabe nada de nada –y sé que se siente entrar a un negocio a pedir algo
que uno no sabe ni como se llama- no tiene más remedio que entrar en
conversación con el ferretero, explicarle el problema, la solución que uno
imagina que podría ir. El ferretero pasa entonces de vendedor a interpretador.
Cuando alguien sabe del tema –lo he visto, me he quedado pasmado frente a ese
tipo de diálogos- las figuras de vendedor y comprador se desdibujan por un
rato, y la conversación logra por un instante suplantar al simple acto
comercial. Algo así pasa cuando uno, en vez de entrar a un negocio donde venden
libros, ingresa en una librería.
Con
cualquier mudanza –sobre todo si uno se va lejos- ese acto íntimo y amistoso en
el que puede convertirse ir a comprar uno o varios libros se ve afectado. De
allí la importancia de encontrar rápidamente una librería amiga o algún amigo o
conocido que tenga la amabilidad de facilitarnos la tarea.
Mis
primeros libros los compré en Quilmes, en la adolescencia. La librería El Monje
ya era un emblema local por ese entonces y tuve la suerte de trabar amistad con
Guada, la hija de Néstor Arias y Berenice Blanco, entonces dueños y
trabajadores del lugar. Allí recibí las primeras recomendaciones, seguramente
me evité de leer algunos “bodrios”, me deslumbré con algunos títulos que
marcaron mi vida (la obra de teatro de Jean Paul Sartre “A puerta cerrada”, por
ejemplo). Un daño colateral de El Monje fue los préstamos de libros, que Andrea
Gallegos –ex trabajadora del lugar- me facilitaba con frecuencia, siempre con
el indistinguible sello de El Monje.
Al
mudarme a Córdoba, a instancias del amigo Fernando Aiziczon, uno de los
primeros lugares que conocí fue El Espejo. Desde entonces, cada mes, compro
allí casi todos mis libros. Como aquel ferretero de barrio, la librería está
atendida por lectores, verdaderos
conocedores de los productos que exhiben, que contra la tendencia comercial
hegemónica, no son precisamente los libros de autoayuda o de novela
histórico-erótica escritas por mujeres de avanzada edad. Entrar a El Espejo es
quebrar por un instante la temporalidad acelerada de la ciudad –¡y sí, a varios
kilómetros de sus sierras, Córdoba capital no es una isla, sino otra de las
grandes ciudades Latinoamericanas!-, sus ritmos vertiginosos, sus urgencias.
Entrar a El Espejo no es simplemente realizar una transacción comercial, sino
toparse con el íbero, Alexis o Guille, quienes mientras realizan sus tareas conversan sobre temas del día, porque
siempre están informados de lo que pasa en la realidad que habitan, o sobre la
reedición de algún clásico, un nuevo título de algún contemporáneo o el nuevo
número de alguna revista. Como buenos vendedores que son, uno termina llevándoles
el libro que iba a buscar, más algún otro recomendado por quien lo atendió (“A
vos que te interesa tal tema, viste que salió tal título, se reeditó tal
otro…”, y así). Y vale, porque no solo de pan vive el hombre –y la mujer-, pero
sin pan es difícil que lo haga.
Algo
similar a lo que sucede cuando uno ingresa a El Espejo pasa con Espartaco y Ana,
Juan del Café y Librería de El ALBA –que supo combinar estantes de libros con
mesas y sus vasos o tazas- o Joaquín y Carla, que en la librería Punto de
Encuentro buscan permanentemente hacer del lugar un verdadero lugar de
encuentro. También en otros rincones de la geografía provincial, como en Alta
Gracia, donde Adolfo de Hora Libre busca combinar el amor por los libros con la
música y la promoción artística de quienes habitamos la ciudad del Tajamar.
Vi
en internet que el “Día del librero” es el 26 de abril, pero no importa,
sabemos que las efemérides pueden ser también letra muerta, y acá estamos
hablando de letra viva. Además, como toda efeméride, ese día corre el riesgo de
ser un festejo al frívolo mercado de los libros. Para este fin de año preferí
escribir este breve texto, fuera de fecha –como “fuera de foco” se encontraba
el personaje en esa película de Woody Allen- para saludar y rendir un homenaje
a los amigos libreros. A los nuevos, y por qué, a todos aquellos que uno se fue
cruzando en el camino.
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