39 años después de la muerte del comandante Nuestramericano
Por
Mariano Pacheco
Sea
para idolatrarlo desde la nostalgia o para menospreciarlo en nombre
de miríadas posmodernas, la figura de Ernesto Guevara, el Comandante
Nuestraamericano, suele ser asociada al martirologio, el ascetismo y
los afanes sacrificiales.
Tal
vez el Che de las canchas de fútbol y los recitales de rock
argentino, entonces, estén más cerca de un espíritu rebelde
(seguramente no revolucionario, pero quizá más impugnador del orden
cultural) que otras supuestas reivindicaciones del Guevara de
revoluciones de bronce, y por lo tanto, de mueso.
Suele
repararse poco en la sonrisa generosa de Guevara. Sus testimonios,
los testimonios de cercanos en torno a su conducta, dan cuenta de una
enorme entereza, pero lejos de la imagen que se ha erigido de él
-que lo coloca en un nivel de excepcionalidad al que ningún mortal,
nunca, llegará a ser capaz de alcanzar-, como un tipo sacrificado al
punto que, muchas veces, lo imaginamos como una especie de Cristo
sufriente.
Es
cierto: está la imagen de su muerte, él tendido sobre una camilla
con los ojos abiertos, ya sin vida. Parece Cristo, que va. Pero
también hay otros fotogramas en los que Guevara ríe. Luce su
uniforme y su boina. Sabemos que descansaba poco y trabajaba mucho.
Que asumía múltiples tareas: de trabajo intelectual y manual; de
combate y diplomacia; que promovía el trabajo voluntario, que hacía
del predicar con el ejemplo un lema inclaudicable. Y sin embargo, a
pesar de todo eso (y de su asma), lleva una sonrisa sobre su rostro.
Es
cierto, también, que en su texto “Qué debe ser un joven
comunista”, hablándole a los jóvenes, el Che les dice: “Ustedes,
compañeros, deben ser la vanguardia. Los primeros en los sacrificios
que la revolución demande, cualquiera sea la índole de esos
sacrificios”.
Pero
también lo es que existen anécdotas,
como esa que aparece en su texto titulado “Sobre la construcción
del partido”, en la que
Guevara
reflexiona
sobre un chiste que ha escuchado en Cuba.
Un chiste que dice así:
“Trabajar horas extras, los domingos trabajo voluntario,
sacrificarse por su formación, por predicar con el ejemplo y, por
último, estar dispuesto a dar, en cualquier momento, su vida por la
revolución. Todo eso para ingresar al partido. Claro, el tipo al que
le proponen eso responde que si ésa va a ser su vida en la
revolución, encantado, dice, ¡entrega su vida! “¿Para qué la
quiero?”. Es
raro, porque el comandante
toma
ese
comentario que escuchó. No se enoja, no mira para otro lado. No es
un incondicional que sólo escucha lo que le conviene, lo que lo deja
tranquilo. No. Toma
el chiste y realiza una reflexión.
Tal vez, podemos
imaginar,
también él se ríe de
aquel chiste.
Por
supuesto, los amantes d ella ortodoxia no se detienen en comentarios
como esos, en imágenes jocosas. Es que tal como alguna vez señaló
Osvaldo
Lamborghini,
había
(¿hay?), toda una
“sanata” de “la cultura sacrificial” de la “izquierda
liberal”. Una
cultura que llevó a otros escritores, incluso de izquierda, como
Julio
Cortázar, a
decir que descreían de los “revolucionarios de caras largas”, y
a escribir, en
su novela Rayuela:
“y
así
uno puede reírse, y cree que no está hablando en serio, pero sí se
está hablando en serio, la risa ella sola ha cavado más túneles
útiles que todas las lágrimas de la tierra...”. Seguramente
Guevara no leyó al filósofo francés Gilles Deleuze, pero nos gusta
pensar que es problable que, de haber leído esta frase, consideraría
con él: “reír,
es afirmar la vida”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario