Las
8 esquinas
Por Mariano Pacheco*
“Fusil
y una tacuara/ una estrella de ocho esquinas/ nacieron los
Montoneros/ los cumpas de Abal Medina”.
El
piberío grita y canta en una esquina perdida de la zona sur del
Conurbano.
“Y
en Mayo del setenta/ ya los gorilas tiemblan/ cuando los
Descamisados/ a Aramburu lo hacen mierda”.
Entre
la revolución que ya fue y la insurrección que vendrá, un puñado
de muchachos y de chicas se reúnen en un rincón de Villa Corina,
apenas pasado el cuarto de siglo del “Aramburazo”.
“Y
el General Perón/ mientras tanto desde Caracas/ al pueblo
organizaba/ para la lucha armada”….
Rodo
se sopla el flequillo, se acomoda la melena y arenga al resto.
La
canción cambia de ritmo, aunque no disminuye la intensidad. Rodo se
mete dos dedos en la boca y chifla, con una fuerza que parece que un
parlante transmitió dicho sonido. Todos lo miran. Ahora la canción
cambia a una melodía de una de Antonio Tormo, pero la letra continúa
retomando un relato específico de la historia nacional.
“Oligarca
caballero que fumas cigarro habano/ que explotas a los obreros sin
tenerle compasión/ que jamás supo tu mano ni de pico ni de pala/
para vos lo que te queda/ solo es el paredón...”
Las
remeras se revoléan, los torsos desnudos chorrean transpiración
mientras el “Perón/Perón” de la canción remata ese ritual que
se repite cada tanto, en plena Argentina neoliberal, cuando Rodo
llega en su moto al taller de Miguelito y entre zapatos maltrechos la
conversa va dando pie al agite.
Rodo
sabe de la potencia de la esquina. O al menos guarda en su memoria la
práctica de los fogones que promovía Agustín –luego asesinado
por la policía-- en San Francisco Solano, donde él vive desde hace
años.
El
olor de los chinchulines detiene los saltos, una botella de cerveza
pasa de mano en mano, una caja de vino comienza a circular entre la
ronda y Rodo agarra su moto para ir hasta el almacén otra vez.
–
A diferencia de las mujeres,
que cuando se enamoran se vuelven más lindas, los hombres se vuelven
más pelotudos.
Recordé
la frase que me dijo Ariel, sin querer hacerme cargo y preguntándome
por qué ese gil al que quiero tanto siempre tiene razón, pero
también por qué se excluyó de dicha frase, si él también
manifestó estar enamorado de su jermu en más de una oportunidad.
En
poco tiempo cambiaron las esquina, los involucrados y los temas de
conversación, pero las dinámicas de amistad eran más o menos las
mismas. Incluso durante algún tiempo los rostros que solía ver en
los Videos de Alsina de Quilmes también estaban entre los muchachos
que ahora nos disponíamos a querer cambiar el mundo.
Cervezas
en la esquina del barrio varón
Rodo
volvió del almacén y la bandeja de chapa con chinchulines comienza
a circular.
Él
era de los más grandes, de edad y de físico, y su cultura del
aguante que había adquirido entre la barra de La 12 en la cancha de
Boca le daban un aura que hacía que su liderazgo no fuera un tema de
discusión.
Incluso
el hecho de saber que entre las gradas futbolíticas Rodo había
compartido algún que otro caño con El Correntino, me hacía tenerle
aún más admiración. El Correntino era el más malo de los malos en
todos los recitales. No sólo los punkis lo respetaban sino que
incluso los Skinhead, que le pegaban a todo el mundo, nunca se le
animaban a él. Y yo ni me imaginaba que El Correntino era de la
barra de Boca, hasta que una vez –en esos largos viajes que con
Rodo hacíamos en moto recorriendo las barriadas del Conurbano--
salió el tema de conversación y me di cuenta de que hablábamos de
la misma persona.
Yo
mucho no me hacía cargo de mi reciente pasado punk, aunque todos los
cumpas lo conocían. Pero desde que había empezado a militar, mi
look había cambiado bastante. Tenía quince años y ya esa etapa tan
intensa de chupines, cinto a tachas y campera de cuero me parecía
cosa de otra vida.
100% Conurbano
Rodo
era, junto con Marce, el único compañero que tenía moto.
Ambos
eran imponentes, no sólo por sus motos sino también por sus físicos
desarrollados. Al menos al lado mío –que parecía una “larva”,
al decir de Wiily-- eran como dos gigantes.
Ambos
eran pendencieros, tipos duros, fierreros. Pero cada uno a su estilo.
Rodo
era más afín a la cultura del aguante de barrio, ligado a la cancha
y a la pelea mano a mano.
Marce
era más reservado, pero en confianza dejaba lucir su escuela de otra
época, sus ademanes adquiridos en su paso por la Unión Soviética.
Con
ambos compartí un trayecto de mis primeros pasos en la militancia.
Con
Marce todo el período de los primeros cortes de calle y
movilizaciones realizadas con la FeQ, la Federación de Estudiantes
de Quilmes, cuando su tarea era mantenerse a distancia y hacer la
seguridad a los pibes y las chicas. Pero eso no duró mucho, porque
enseguida algunas docentes y también algunos muchachos y chicas de
los Centros de Estudiantes empezaron a plantear que quien era ese
mono que siempre estaba en moto en costado cuando hacíamos las
actividades, y las sospechas de que era un servicio de inteligencia
se comenzaron a levantar sobre él. Recuerdo que me hice el gil, pero
a la primera reunión de ámbito que tuvimos lo plantee. Creo incluso
que antes lo había hablado con mi responsable, para decirle que las
hipótesis de conflicto en las medidas de lucha eran mínimas, y que
seguro era mejor replegar a Marce, y prescindir de sus aportes para
el Frente Juvenil.
Con
Rodo llevamos un tiempo más juntos. Pintamos paredes, recorrimos
barrios, mantuvimos reuniones, preparamos miguelitos para algún que
otro corte de ruta, e incluso lo llevamos de vacaciones a la laguna
de Chascomús, en las escapadas en tren que de tanto en tanto nos
hacíamos con varios pibes y pibas con los que compartíamos la
militancia, la amistad y, en algún casos, el amor adolescente
atravesado por las discusiones políticas.
No
recuerdo si fue esa vez que vino Rodo, o en otra anterior que en
Constitución la policía me paró, y me sacó el rifle de aire
comprimido que llevaba camuflado con las cañas de pescar. Recuerdo
lo mal que la pasé, no sólo porque como era menor mi viejo me tuvo
que ir a sacar a la comisaría, sino incluso porque el aire
comprimido era de mi responsable y no le había dicho que lo
llevaría. Obviamente el rifle quedó secuestrado en la comisaría.
Chascomús
era el destino turístico de la juventud militante pobre del
Conurbano. Allí las rondas junto al fogón en donde nunca faltaba
una guitarra y algún mate por la tarde o vino por la noche, se
entremezclaban con las intimidades de las carpas y las pintadas con
aerosol en alguna pared. “Santucho vive, la lucha sigue”, había
escrito alguna vez, y la pintada –que perduraba-- no servía a la
vez siguiente para orientaros en qué lugar acampar, para no tener
que caer en el camping donde había que pagar.
Una
vez nos agarró un temporal, y terminamos acampando adentro de una
iglesia, con parte de nuestras compañeras que eran catequistas y
chamuyaron al cura para que nos dejara pasar; otra, para una semana
santa, caímos presos a los pocos minutos de llegar. Pasamos el fin
de semana largo en unos calabozos, e incluso a mi –que aún no
había cumplido los 18-- mi viejo me tuvo que venir a sacar. Aún me
runorizo al recordar que por un moco mío terminamos ahí, y encima
el resto –que por unos meses eran mayores-- se tuvieron que quedar
un día más, para ser liberados desde el Juzgado de Villa Dolores.
Pero
en esas oportunidades Rodo no estuvo, de cuerpo presente, aunque
siempre su espectro nos acompañaba, porque gritábamos “Síii,
locooo!” con el mismo tono que él lo hacía; y siempre, siempre
–fuera en el vagón del tren, caminando o sentados en torno al
fogón-- las ocho esquinas que me tatué en el pecho cobraban sentido
con alguna de las esquinas que frecuentábamos, siempre entonando ese
himno de las ocho esquinas que había creado Rodo:
“Fusil
y una tacuara/ una estrella de ocho esquinas/ nacieron los
Montoneros/ los cumpas de Abal Medina”.
*Adelanto del libro de relatos
2001: Odisea en el
Conurbano (en
elaboración). Publicado en La luna con gatillo.
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