La dialéctica de lo
nacional y lo internacional
Por Mariano Pacheco
(Agencia
Paco Urondo)
En
este texto me propongo retomar las reflexiones de la columna
anterior, para seguir repasando los principales acontecimientos
políticos y discusiones que atravesaron a gran parte de las
militancias entre 1960 y 1975, es decir, durante el período de mayor
dinamismo en la lucha de clases en nuestros país (proceso que a su
vez introdujo como nunca la lucha de clases al interior del propio
movimiento peronista) y cierro el escrito con una breve reflexión
enmarcando esta intervención en el contexto de “derrota
histórica”,
terrorismo
de Estado y ofensiva mundial del capital mediante, para intentar
pensar los desafíos actuales.
VI-
Los
años sesenta son momentos de expansión de la desobediencia y la
rebeldía por el mundo entero. No sólo en la política sino también
en la cultura. Revolución sexual, Revolución cultural y Revolución
socialista no siempre van de la mano, pero actúan simultáneamente
en un mismo tiempo histórico.
La
píldora anticonceptiva, la experimentación a través de ciertas
drogas, nuevos ritmos que llegan con el rock and roll, el pacifismo
frente al guerrerismo imperial, las luchas contra la
desmanicomialización y el racismo, por el reconocimiento de las
diversidades y del feminismo en post de la igualdad entre hombre y
mujeres, complejizan el escenario de la lucha de clases, que en
muchos rincones del planeta se expresa asimismo como lucha
anticolonial y por la liberación nacional, pujantes en Asia y
áfrica.
En
julio de 1962 Francia reconoce la independencia de Argelia tras
intensos años de lucha independentista encabezada por el Frente de
Liberación Nacional (FLN). Meses antes se había publicado Los
condenados de la tierra,
libro del psiquiatra caribeño radicado en Argelia Frantz Fanon, con
prólogo de Jean Paul Sartre, en el que el filósofo, dramaturgo y
escritor francés escribe –entre otras polémicas afirmaciones--
que las bellas almas europeas son racistas, y que con su humanismo
han creado monstruos. Sartre, desde Europa, advierte que el
terrorismo ejercitado por la resistencia argelina es consecuencia de
las bestialidades francesas perpetradas en su colonia, y que el fusil
empuñado por los combatientes argelinos logra matar dos pájaros con
un mismo tiro: mueren a la vez un colonizar y un colonizado. Tres
años después, en 1965, Gillo Pontecorvo lleva al cine aquella
epopeya en “La batalla de Argel” y el modelo de la guerrilla
urbana va creciendo en influencia en distintos países.
Para
entonces, en Argentina, ya han sido derrotados dos intentos de
guerrilla rural: la peronista de los Uturuncos, en 1959 y la
guevarista del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), en 1964.
Cuatro años después, un nuevo intento de guerrilla rural peronista
será desarticulado en Taco Ralo. Para entonces ya se encuentra
funcionando en Uruguay la guerrilla urbana del Movimiento de
Liberación Nacional Tupamaros.
Los años sesenta culminan
poniendo a la Argentina, y a gran parte del mundo entero, en una
situación de beligerancia abierta frente al imperialismo.
El
lanzamiento, en 1966, de
la Revolución Cultural Proletaria en China produce un quiebre al
interior del movimiento comunista internacional. Surgen “fracciones
chinas” en los PC de varios países y la idea de masas se acompaña
muchas veces con una apelación a lo popular y a la capacidad de
unificar las fuerzas del proletariado con las de otros sectores en
función de librar la lucha nacional/anti-imperialista (cualquier
parecido con el peronismo es pura coincidencia).
Para
entonces (1967) El Che ya ha realizado su llamado a “Crear dos,
tres, muchos Vietnam” y ha lanzado su expedición anti-imperialista
por el mundo, siendo su muerte en Bolivia, en octubre de ese mismo
año, motivo para que Guevara se transforme en estandarte de las
luchas que se sucederán en el mundo entero al año siguiente, en ese
1968 que tendrá su “Mayo Francés” (y sus efectos europeos), su
revuelta mexicana, su ofensiva del Vietcong y su insubordinación en
Checoslovaquia, que como en la Hungría de 1956, termina con las
tanques soviéticos patrullando las calles con sus gentes
insubordinadas.
En
Argentina, 1968 es el año del lanzamiento de la combativa CGT de los
Argentinos, que en puño y letra de Rodolfo Walsh (quien dirige su
diario, CGT), publica el 1° de Mayo el “Mensaje a los Trabajadores
y al Pueblo Argentino”. La clase obrera tiene un programa para
intervenir en el país y no sólo librar la lucha antidictatorial. El
mensaje rescata asimismo los Programas de La Falda (1957) y Huerta
Grande (1962), otros dos hitos que expresan la radicalización de las
ideas de la clase obrera argentina, mayoritariamente identificada con
el peronismo… Un peronismo que cada vez más asume lenguajes,
prácticas y horizontes que se entremezclan con los de las
izquierdas, que ya no se reducen al socialismo y el comunismo de sus
respectivos partidos, sino a un amplio campo donde contingentes
juveniles y algunos maduros intelectuales, se radicalizan al calor de
los acontecimientos internacionales, mientras ven en el país
radicalizarse las posiciones de un movimiento obrero
(mayoritariamente peronista) cada vez más combativo. La CGT-A,
además, logra nuclear a artistas e intelectuales comprometidos con
la lucha que libra el pueblo (la Muestra “Tucumán arde” es
ejemplo emblemático de aquella confluencia) y tiende a unificar
lucha obrera con lucha estudiantil, proceso que no sólo radicaliza a
ambas partes, sino que tiende a unificar el puente roto entre mundo
obrero peronista y sectores medios ilustrados.
El
propio Perón culmina los años sesenta realizando declaraciones del
tipo “si yo fuera joven también andaría por ahí poniendo
bombas”, “Ha muerto uno de los nuestros, quizás el mejor”
(cuando matan al Che) y “justicialismo es socialismo nacional”
(obviamente, no faltaron quienes leyeron el “ingenio del Viejo”
para entender que era otro modo de decir nacional-socialismo).
En
1969 se produce el Cordobazo, la rebelión popular con base en la
clase obrera, con fuerte presencia estudiantil y territorial, que
marca el punto de partida del ascenso de la lucha de masas.
Para
entonces ya son varios los agrupamientos (tanto de la “nueva
izquierda” como del “peronismo combativo”) que se vienen
pertrechando para lanzar la guerrilla urbana en Argentina. La chispa
insurreccional encendió la mecha de la estrategia popular de la
guerra prolongada.
VII-
Los
años setenta logran condensar todo ese proceso nacional e
internacional de luchas, de victorias y derrotas, de reflexiones,
balances y nuevas perspectivas para continuar luchando por la
emancipación social y la liberación nacional.
En
Argentina, el régimen cada vez más acorralado acelera su repliegue.
Son momentos de debates y nuevas discusiones. ¿Qué hacer? La
pregunta leninista se impone al ritmo de las urgencias de cada
coyuntura.
Las
dos grandes corrientes del movimiento popular se sintetizan en el
peronismo combativo y la izquierda revolucionaria. La tendencia
revolucionaria del peronismo es hegemonizada por Montoneros, que en
1973 desarrolla un proceso de fusión en el que confluyen bajo ese
nombre la propia organización Montoneros, las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (las FAR, marxistas, que funcionaron como grupo del
Che en Bolivia y luego pasan de la izquierda al peroniso y de la
guerrilla rural a al urbana), Descamisados y una fracción de las
viejas Fuerzas Armadas Peronistas (FAP, los de “Taco Ralo”, que
venían de la experiencia de la resistencia peronista). Allí
confluyen también muchos destacados escritores e intelectuales de
izquierda, como Juan Gelman, Francisco Urondo o Rodolfo Walsh). Más
allá de las discusiones, y las diferencias, mayoritariamente optaron
por sumarse al proceso de masas que toma en sus manos la consigna del
“Luche y vuelve”
La
izquierda revolucionaria, por su parte, logra un nivel de inserción
fabril y de influencia social en sectores medios y populares como
nunca había logrado, al menos desde la irrupción del peronismo. El
Partido Revolucionario de los Trabajadores, y su Ejército
Revolucionario del Pueblo son la expresión más preponderante,
aunque no dejan de actuar grupos de otras corrientes. En la polémica
FAR/PRT (que abordaremos con detalle en algún próximo texto),
aparecen con claridad las diferentes formas de analizar al peronismo
entre ambas fracciones. Tal vez por ello el PRT/ERP no deja las armas
luego del triunfo de Cámpora en las elecciones (bajo el lema
“Cámpora la gobierno/ Perón al poder”), y si bien no ataca
instituciones ni personal vinculado al nuevo gobierno, no deja sin
embargo de atacar cuarteles del “Ejército opresor”. La tendencia
revolucionaria del peronismo, por su parte, no entrega pero guarda
las armas, volcándose en esos meses (pongamos por caso: desde
mediados de 1972 hasta septiembre de 1974, cuando Montoneros anuncia
su pase a la clandestinidad) a un intenso trabajo de masas, haciendo
proliferar y encuadrando trabajo de base ya existente entre las
franjas juveniles de las universidades y los colegios secundarios
(JUP; UES), pero también en las villas y barriadas populares (JP),
las fábricas (JTP) e incluso otros aspectos de la vida social
(Agrupación Evita, organización de inquilinatos, de lisiados, de la
intelectualidad y el periodismo).
La
estrategia de guerra popular y prolongada parece ser compartida por
ambas fracciones y el horizonte del socialismo, también, junto con
decenas de agrupamientos, de la izquierda y el peronismo combativo,
que confluyen ni en el PRT/ERP ni en Montoneros.
Así
y todo, esa radicalización se topará con una fuerte presencia
social de la “Patria peronista”, para quienes el enunciado
“Patria socialista” como equivalente de justicialismo no tiene
ningún sentido.
Es
importante no reducir el componente conservador al elemento exclusivo
del terror. Obviamente la perspectiva proclive a llevar el conflicto
hasta el desarrollo mismo de una guerra civil, que pudiera hacer
desembocar el proceso ascendente de lucha de clases en un triunfo
revolucionario y su consecuente transición al socialismo se topó
con el poder de fuego de los componente más ultraderechistas del
proceso: la Triple A, que asesinó alrededor de 2.000 militantes
desde su aparición a fines de 1973, o el propio poder del aparato de
la burocracia sindical. Pero esa reducción puede resultar
autocomplaciente y subestimar fuertemente el aspecto conservador
presente en el peronismo “a secas”, y no sólo en la ultraderecha
(“para un peronista, no hay nada mejor que otro peronista”; “De
casa al trabajo y del trabajo a casa”). Está claro que, entre
quienes adscribieron a la estrategia de la Guerra Popular y
Prolongada y la ultraderecha asesina, había toda una amplia franja
de personas habían depositado sus esperanzas en poder sostener una
vida feliz en los marcos de un pacto social sostenido en un modelo de
soberanía nacional y justicia social.
Que
el mundo, para mediados de los años setenta, hubiera cambiado
demasiado como para hacer inviable el modelo peronista de la década
del cincuenta, pudo haber sido una discusión clara en la vanguardia,
pero no parece haberlo sido a nivel popular, masivo. Incluso, quizás,
ni siquiera dicha perspectiva estuviera asumida por el propio Perón.
Lo
cierto es que la radicalización de los años setenta parece haber
sido generalizada, y no es posible reducirla (como muchas conciencia
bien pensantes, incluso “de este lado de la barricada”,
pretendieron hacerlo en más de una ocasión) a los sectores medios o
el accionar de los grupos armados. La coyuntura junio-julio de 1975
lo desmiente, cuando un poderoso movimiento obrero pone en pie
experiencias antiburocráticas y combativas en los principales
cordones industriales del país. La respuesta obrera ante el
Rodrigazo, cuando las organizaciones armadas venían siendo
fuertemente golpeadas, así parecen demostrarlo.
El
Navarrazo en Córdoba, el Operativo Independencia en Tucumán y el
accionar de las Tres A no encuentran sino otra explicación más que
la de haber intentando abortar, vía el terror, el proceso ascendente
de luchas de clases que se proponía, definitivamente, dar vuelta la
tortilla.
VIII-
Sólo
la generalización del dispositivo concentracionario en todo el
territorio nacional y su expansión por todo el cuerpo social
pudieron frenar esas ansias y esa voluntad de cambiarlo todo que
sostuvieron las militancias y el activismo tanto peronista como de
las izquierdas en sus corrientes revolucionarias, junto a franjas
amplias del proletariado industrial y sectores extendidos de nuestro
pueblo.
Durante
toda la dictadura, y luego en posdictadura, las rebeldías e
insubordinaciones populares, los activismos y las militancias
poniendo en cuestión el orden vigente, anhelando otras formas de
estructurar la vida social, dejaron de estar presentes en la
Argentina. Pero ni en las huelgas y sabotajes obreros contra la
dictadura, ni los paros sindicales en las últimas décadas, ni las
denuncia y las movilizaciones de los organismos de Derechos Humanos
(Madres de Plaza de Mayo a la cabeza), ni la emergencia del
movimiento piquetero, ni el desarrollo de las organizaciones del
precariado, ni las peleas de los feminismos y las diversidades, ni
las batallas ecológicas, ni las luchas culturales parecen haber
logrado aún reponerse de la profunda derrota de los años setenta.
¿Conservadurismo setentista? Nada de eso. Cualquier idealización
del pasado como mejor que cada presente sólo puede reforzar la falta
de voluntad y vocación de emprender la lucha necesaria para
cambiarlo todo. Afirmar que tras el triunfo vietnamita en 1975, el
sandinista en Nicaragua en 1979 y los intentos por desencadenar la
revolución en Argentina a mediados de los años setenta, una
ofensiva conservadora asoló el planeta, es dar cuenta de la tarea
histórica que implica volver a poner en discusión la necesidad de
radicalizar nuevamente el peronismo, y las hipótesis de las
izquierdas, en permanente búsqueda por encontrar formas de
contaminación recíproca.
Los
gobiernos populares y los progresistas, así como las rebeliones y
alzamientos desde abajo que pusieron a Latinoamérica en el centro de
la escena de la Resistencia al Nuevo Orden Mundial en las últimas
tres décadas, son el suelo desde el que debemos pensar en recuperar
activa y críticamente el “archivo” (histórico/teórico/político)
de las luchas de los siglos XIX y XX para, sin resignación, asumir
que “tan sólo” han transcurrido dos décadas desde que se inició
el siglo XXI.
La
lucha, en Argentina y en el mundo, es para cultivar esa impaciente
impaciencia que guía toda gran obra. Contribuyamos a gestar el
torrente de ese río que en algún momento pueda desbordarse. Por las
generaciones del futuro, pero por sobre todo, por las del pasado.
Porque como insistió Walter Benjamin, es por los antepasados
esclavizados que debemos seguir manteniendo la antorcha encendida. Si
estas se apagan, ni siquiera los muertos estarán a salvo. Y ya lo
sabemos: este enemigo no ha cesado de vencer.
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