ALGO (SE PERDIÓ) EN EL CAMINO
Por Mariano Pacheco*
Pasaron
25 años desde la muerte de Kurt Cobain, el líder de de la banda
punk norteamericana Nirvana, el “suicidado por la sociedad”.
Hay
algo de la escena punk-rocker que va asociado con la juventud, y otro
tanto, con el suicidio. De Sid Vicious de Sex Pistols a Ricky
Espinosa de Flema, pasando –obviamente– por Kurt Cobain de
Nirvana, la hipótesis puede argumentarse con datos empíricos. Pero
en este texto no quisiéramos perdernos en los laberintos de ninguna
sociología (psicologizada) de la cultura, sino más bien adentrarnos
en una crítica política de la cultura burguesa, tan cuestionada por
la invasión del 77, que tanto tuvo que decir una década más tarde,
con esa nueva invasión ruidosa que se presentó en ese entre-mundos
(el del fin de la bipolaridad y los Estados de Bienestar y el unicato
del Nuevo Orden Mundial).
¿Qué
pasa con los cuerpos cuando transcurre el tiempo? ¿Cuanto logran –o
no– resistir los cuerpos a los imperativos categóricos de una
sociedad que impone la seriedad para la adultez y hace de la madurez
un linkeo directo con el ideal de éxito, como si se tratara de una
especie de fatalidad natural? La edad de la razón –para decirlo
sartreanamente– sería aquella en la que todas las rebeldías se
dejan a un lado, las relaciones se estabilizan (se monogamizan), las
pasiones se adormecen y los encuentros se encaminan más a reproducir
que a producir.
En
sus famosas “Tesis sobre el cuento”, el crítico argentino
Ricardo Piglia sostiene –muy hegelianamente– que es el final lo
que otorga sentido a una historia (narrativa). ¿Debe ser así,
necesariamente, en el devenir de una existencia humana?
La
cuestión del suicidio en Kurt Cobain –como en Ricky Espinosa– es
recurrente, es cierto, y es un tema espinoso, desde su tratamiento
por el filósofo Baruch Spinoza hasta las declaraciones de la
Organización MUndial de la Salud, que en 2014 lo declaró epidemia
mundial (una persona se suicida cada 40 segundos en el mundo, en la
mayoría jóvenes). ¿Pero eso implica, necesariamente, que debamos
tamizar toda la vida de Kurt Cobain desde ese episodio final? Está
bien: la muerte, el suicidio, recorrían la vida del líder de
NIrvana como un espectro que no dejaba de acecharlo (“el suicidio
de su tío, los primos y otros amigos, fueron las imágenes con las
que Cobain tuvo que lidiar desde muy temprano”, escribe Esteban
Rodríguez Alzueta en su “Kurt Cobain suicidado por la sociedad”).
Pero no es tanto en ese episodio final en donde quisiera concentrar
la atención de este escrito, sino en lo que está en el medio, en su
vida plena de creación artística.
El
desamparo existencial
La
primera vez que Kurt Cobain escuchó una canción suya en la radio no
lo pudo creer. Era como si se cumpliera un sueño. “Ahora voy a
poder pagar el alquiler”, pensó.
La
música había sido su forma de crearse un mundo ante el desamparo
social, económico y familiar que lo rodeaba, a él, y a la
generación de jóvenes de Aberdeen.
“Tenía
diecisiete años y estaba en tercero del bachillerato, aunque se
saltaba la mayoría de las clases. Nunca había trabajado, no tenía
dinero y todas sus pertenencias cabían en cuatro bolsas de basura.
Tenía claro que se iba, pero no sabía adónde”, puede leerse en
Heavier than heaven. Kurt Cobain: la biografía, el libro de Charles
R. Cross (las resonancias Cobain/Espinosa son permanentes, y en este
caso basta recordar la canción “Mucho mejor que en casa”, de
Flema, en donde Ricky canta: “no importa donde estás, no importa
donde vas si es lejos de tu casa…”).
Para
entonces la vida familiar de Cobain se había convertido en una
prisión, y llevaba ya una década. Según los relatos (propios, y de
cercanos), no puede decirse que la vida de Kurt fuera infeliz desde
su nacimiento. Más allá del autoritarismo de su padre (“el miedo
permanente de que no esté todo perfecto”) las escenas infantiles
recuperadas por Kurt con el paso del tiempo son las de su madre
leyéndole y ayudándole con sus dibujos; las de su tía
introduciéndolo en el mundo de la música (a los ocho años le
regaló una guitarra con un parlante, y discos de Los Beatles), como
puede verse en el film Montage of heck, de Brett Morgen. Pero luego,
el divorcio de los padres, una madre extremadamente joven que empieza
a beber, un padre que –según sus propias palabras– “se rindió”
(respecto a él). “Pienso que mi generación fue la última
generación inocente”, se escucha decir a Kurt en la entrevista
radial que sostiene con Michael Azerrad, y que sirve de base para el
film About a son.
El
divorcio de sus padres a mediados de la década del 80 del siglo XX
expresa algo más que un fracaso familiar de los Cobain. Es la
expresión del fracaso de un modo de vida conservador, que en su
reverso, se planteaba el ideal del progreso. “Mi historia es
exactamente igual al 90 % de la gente de mi edad”, comenta Kurt.
Los
dilemas en el joven Kurt siempre encontraban una vía de escape… y
luego, la madriguera taponada nuevamente. Yirar por la ciudad, dormir
en el banco de un hospital o en el sofá n algún garage. Volver a lo
del padre, tocar la guitarra y encontrar un modo de tolerar la vida a
través de la música. Pero las presiones no se hacen esperar: hay
que estudiar o trabajar, y sino… hay tabla (la tercera opción
siempre es la peor, en este caso, alistarse en el Ejército). La fuga
religiosa y la posibilidad de un nuevo hogar. Un techo, amistades y
una familia que lo pueda cobijar (los Reed). Pero enseguida llega el
mandato productivista. Kurt ingresa como lavacopas a un restaurant,
pero pronto se corta un dedo y deja el empleo. Las drogas y el
alcohol, y un nuevo episodio desafortunado que lo lleva a las calles
nuevamente.
A
los diesiocho años, por tercera vez en dos años, otra vez sin
hogar. Otra vez la opción de estudiar o trabajar (o servir a la
patria imperialista, que contempla, y luego descarta). De nuevo a
yirar, a dormir en el asiento trasero de un auto, o en cualquier
lugar. El descontrol y el desacato a la autoridad. La falta de
dinero, incluso la cárcel.
En
ese contexto el punk no es mero pasatiempo, como cada quien se puede
imaginar. Componer o dibujar, ensayar con la guitarra o leer una
revista o fanzine son una forma de activar, de trazar nuevos rumbos.
Something
in the way
“Algo
se perdió por el camino”, anota Blake, el personaje que el actor
MIchael Pitt interpreta en Last Days, el film de Gus Van Sant
inspirado en Kurt Cobain.
Podemos
verlo allí, encorvado, sentado en una silla, sus pelos rubios sobre
el rostro, pullover de franjas rojas y negras, como escribe en el
cuaderno aquella frase que nos remite a “Something in the way”,
la canción incluida en Nevermind (1991) que hace referencia a los
tiempos en que Cobain yiraba por ahí, y terminaba durmiendo debajo
de un puente. Pero entonces, con todas las adversidades y el
desamparo encima, Kurt se encontraba en el camino, dejando cosas
atrás, pero con un mundo por delante que conquistar (conquista en el
sentido de imprimir formas).
A
los veinte años Cobain por fin se va de su ciudad natal. Olympia, a
unos 100 km de Aberdeen, ya es capital de Estado, ciudad
universitaria donde feministas se cruzan con rebeldes con vocación
de cambiar las cosas, y diversos artistas encuentran un ecosistema
favorable para convidar sus creaciones. La moneda, esta vez, no cayó
del lado de la soledad.
“En
Olympia su vida interior artística se desarrollaría más que
nunca”, redacta su biógrafo. Escribir diarios o componer
canciones, dibujar o pasarse horas frente a la pantalla de TV en
búsqueda de quién sabe qué, lo mismo da.
La
relación con Tracy, su primer amor (con quien estuvo tres años), lo
lleva a emprender la construcción de una heterodoxa (para el modelo
patriarcal familiar) nueva dinámica familiar: ella trabaja, él
cocina y se encarga de las tareas del hogar. Todo marcha sobre
ruedas, pero la madriguera se vuelve a taponar. Kurt vuelve a
trabajar. Pero esta vez, el dinero del trabajo asalariado tendrá una
utilidad: contribuir a fomentar la experiencia musical.
En
busca de la perfección
El
dinero que Kurt juntó de su trabajo sirvió para financiar –en
enero de 1988– el primer demo de NIrvana, que ya venía tocando en
varios lugares desde 1987, pero no siempre con el mismo nombre. La
grabación de las diez canciones sirvió en gran medida para
reconfirmar la vocación de Kurt y edificar el mito de origen de
Nirvana, la banda que lleva el nombre de esa búsqueda budista de la
perfección, según lo entendía aquel joven rockero de veinte años.
Lo
que sigue después es lo más conocido: Kurt se separa de Tracy y al
tiempo conoce a Countrey, una joven como él, rockera, atravesada por
desamparos afectivos, acostumbrada a andar de casa en casa (e incluso
en reformatorios), con quien ráìdamente tiene una hija (Frances).
El
proceso de ascenso de la banda es explosivo: Nirvana graba Bleach en
1989, Nervermaind en 1991 e In utero en 1993. Rápidamente comienzan
las giras, atravesadas por los períodos de adicción de Kurt a la
heroína; sus permanentes dolores de estómago; el aislamiento de la
fama; el malestar de ciertas dinámicas sociales para quien entiende
que el lujo es vulgaridad y cultiva cierta austeridad.
A
la fama sobreviene el escándalo, la sobredosis y, finalmente, la
muerte, cuando recién tiene 27 años.
Como
Ricky Espinosa en Argentina, Kurt Cobain seguramente –por
heterodoxo– fue el último punk de habla inglesa.
Sin
crestas ni camperas de cuero, ni borceguíes, ni pelos parados,
cultivando una escucha del género para más allá de él (incluyendo
pop y heavy metal en su repertorio) Cobain rompió los códigos de la
propia estética y estilo punk. Sus ropas viejas siempre envolviendo
ese cuerpo flaco, sus ojos de mirada triste y su voz dulce acompañan
la fortaleza de unas canciones que vienen a expresar un último grito
de rebeldía en el momento en donde las desobediencias comienzas a
ser aplastadas en todo el mundo.
El
líder de NIrvana dijo alguna vez que con el punk (más realista que
el simple rock) se había dado cuenta de quién era. “El punk puso
mis valores en perspectivas”, expresó el Kurt Cobain que hoy, 25
años después de su muerte, sigue contribuyendo a poner en
perspectiva los valores de quienes no nos resignamos a obedecer el
orden que se nos impone, y seguimos apostando a que las
desobediencias devengan rebelión y, por qué no, también
insurrección.
*Texto publicado en 2019 en La luna con gatillo
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