Otras fotos, otras guitarras
En 1948, la foto de un adolescente
lánguido, de sonrisa blanda y chaleco bataraz, delicadamente reclinado sobre un
diván, los ojos casi borroneados por un mechón de pelo rubio, servía —más que
para anunciar una novela-para horrorizar puritanos a lo largo y a lo ancho de
los Estados Unidos.
El joven que enfrentaba tan
cómodamente la cámara, aún no había cumplido los 24 años, pero ya era famoso:
autor de una esplendida novela, ganador (a los 18 y 19 años) del premio O.
Henry el mejor cuento del año, el mundito literario de Nueva York se disputaba
su presencia con el mismo fervor con el que las revistas le pagaban sus
cuentos. Nacido en el Sur, escribía desde los 15 años, se llamaba Truman Capote
y estaba contento: “Soy un Paganini semántico. Toda mi vida supe que podía
tomar un puñado de palabras y que al tirarlas al aire descenderían en el sitio
apropiado”.
Cuando, vestido con su mejor traje
pero en pantuflas, se lo dijo a Miss Wood, su vieja profesora de retórica
inglesa que lo miraba embelesada, ninguno de los dos sospechaba que iban a
pasar casi veinte años, antes de que pudiera volver a probarlo.
Porque después de este comienzo
deslumbrante (1948: Otras voces, otros ámbitos; 1949: sus cuentos,
reunidos en el volumen Un árbol nocturno) su obra, esperada con fuegos de
artificio y premoniciones venturosas, empezó de golpe a crecer con desgano y
sin esplendor. Su siguiente obra de ficción la publico recién en 1958 (dos
novelas cortas: Desayuno en Tiffany y El arpa de pasto).
El niño prodigio se había empacado.
Nacido para suceder a Faulkner, no le disculparon la pedantería de negarse a
obedecerlos. El culpable pareció ser el jovencito díscolo: todos (hasta el
mismo Capote, a ratos) arremetieron contra él. Primero se habían deslumbrado
con su desparpajo; traicionados, pedían lecciones de humildad: Capote les
respondía con lucidez: “La tragedia de los escritores norteamericanos es que se
queman por no arriesgar, por reincidir en lo que les salió bien. No tienen una
segunda oportunidad”.
A primera vista parece una
disculpa: A sangre fría (1966) demuestra que no lo era.
Se trataba de su segunda oportunidad:
encontrarla le llevo la mitad de su vida. “Fue durísimo, uno se acostumbra
tanto a capitular”.
Todos pensaron que la había
conquistado a cambio de sí mismo: costaba reconocer en ese hombre gastado y
semi calvo al luminoso adolescente del mechón rubio. Sin embargo no lo habían
aplastado del todo: se lo adivinaba en esa mirada socarrona que iluminaba su
rostro mofletudo, en su orgullosa seguridad.
Se había jugado el todo por el todo,
pero había sobrevivido y lo sabía:
No envidio a ningún escritor
norteamericano viviente. Pude haber escrito tres novelas en el tiempo que me
tomo hacer este libro y las hubiera escrito mejor que cualquiera de ellos.
Necesite toda mi imaginación y el coraje del mundo para lanzarme a la aventura.
A Sangre Fría es un reencuentro:
fiel a sí mismo Capote ha revolucionado la novela moderna, ha inaugurado
la non-fiction pero, sobre todo, ha rescatado lo mejor del universo
de sus primeras narraciones: lo ha endurecido y concentrado, pero sin
traicionarlo. La inocencia perdida y la culpa siguen siendo las leyes que tejen
los símbolos mas profundos de sus obras: en la investigación periodística o en
el ritmo tumultuoso de su prosa mórbida y barroca, la historia es siempre la
misma: la gratuita eficacia de Perry Smith y Richard Hickok, destroza la
bucólica paz de Holcolm; o la cautivante perversidad con que Miriam desbarata
el orden prolijo y aséptico de Mrs. Milles, esconden una sola lección: lo que
intenta Capote (y con esto se liga a la mejor tradición de la narrativa
norteamericana desde Melville a Faulkner) es construir (o descubrir) mitos;
iluminar y no copiar la realidad. Por eso, después el crimen, el mundo de
Holcomb parece inventado por Capote: esos hombres y esas mujeres que
han conocido el Mal y han perdido la inocencia, que han sido expulsados del
Paraíso a un mundo de luces perpetuamente encendidas y cerrojos corridos, de
terror y recelo, son un símbolo (como lo era Otras voces, otros ámbitos, como
lo fueron sus mejores cuentos), un nuevo mito erigido para demostrar que la
realidad es siempre más compleja, que en el orden más reconocido y manso se
ocultan rincones en los que, al tantear confiadamente, sentimos bullir una
araña contra la palma de la mano. Y que cualquier noche, al darnos vuelta en la
cama podemos encontrar la mirada loca de ese hombre de cara “compuesta de
pedazos mal encajados” y piernas deformadas que nos mira desde el cañon de una
escopeta gatillada.
Es esa fidelidad secreta y honda al
eje de su obra lo que nos permite presentar esta Guitarra de Diamantes como
una metáfora de esa otra, desvastada, brutalmente tallada a navaja, que Perry
Smith arrastraba como a un pedazo entrañable de sí mismo, a lo largo de los
inhóspitos caminos de Kansas. Porque las dos son -en el fondo- una cifra, una
prueba de la fidelidad y la aventura que definen la (admirable) obra narrativa
de Truman Capote.
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