Nací a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba sobre el Bulevar Raspail. En las fotos de familia tomadas el verano siguiente veo a unas jóvenes señoras con vestidos largos, con sombreros empenachados de plumas de avestruz, señores con ranchos de paja y panamás que le sonríen a un bebé: son mis padres, mi abuelo, tíos, tías y soy yo. Mi padre tenía treinta años, mi madre veintiuno, y yo era la primogénita. Doy vuelta una página del álbum; mamá tiene entre sus brazos un bebé que no soy yo; llevo una falda tableada, una boina, tengo dos años y medio y mi hermana acaba de nacer. Sentí celos, según parece, pero durante poco tiempo. Por lejos que me remonte en el tiempo encuentro el orgullo de ser la mayor: la primera. Disfrazada de Caperucita Roja, llevando en mi cesta una torta y un tarro de manteca, me sentía más interesante que un lactante clavado en su cuna. Tenía una hermanita: ese bebito no me tenía. De mis primeros años sólo encuentro una impresión confusa: algo rojo y negro y cálido. El departamento era rojo, rojo el alfombrado, el comedor Enrique II, la seda acanalada que tapaba las puertas ventanas y en el escritorio de papá las cortinas de terciopelo; los muebles de ese antro sagrado eran de peral ennegrecido; yo me cobijaba en el nicho que se abría bajo el escritorio y me enroscaba en las tinieblas; estaba todo oscuro, hacía calor y el rojo de la moqueta gritaba dentro de mis ojos. Así pasó toda mi primera infancia. Yo miraba, palpaba, aprendía el mundo, al amparo. Le debía a Louise la seguridad cotidiana. Ella me vestía por la mañana, me desvestía de noche y dormía en el mismo cuarto que yo. Joven, sin belleza, sin misterio, puesto que sólo existía –al menos yo lo creía– para velar sobre mi hermana y sobre mí, nunca elevaba la voz, nunca me reprendía sin motivo. Su mirada tranquila me protegía mientras yo jugaba en el Luxemburgo, mientras acunaba a mi muñeca Blondine bajada del cielo una noche de Navidad con el baúl que contenía su ajuar. Al caer la noche se sentaba junto a mí, me mostraba imágenes y me contaba cuentos. Su presencia me resultaba tan necesaria y me parecía tan natural como la del suelo bajo mis pies. Mi madre, más lejana y más caprichosa, me inspiraba sentimientos amorosos; me instalaba sobre sus rodillas, en la dulzura perfumada de sus brazos, y cubría de besos su piel de mujer joven; a veces, de noche aparecía junto a mi cama, hermosa como una aparición, con su vestido vaporoso adornado con una flor malva o con su centelleante vestido de lentejuelas negras. Cuando estaba enojada me miraba con ira. Yo temía ese fulgor tempestuoso que desfiguraba su rostro; tenía necesidad de su sonrisa. A mi padre lo veía poco. Se iba todas las mañanas "al Palacio", llevando bajo el brazo un portadocumentos lleno de cosas intocables llamadas expedientes. No usaba ni barba ni bigotes, sus ojos eran celestes y alegres. Cuando volvía al anochecer le traía a mamá violetas de Parma; se besaban y reían. Papá también reía conmigo, me hacía cantar: Era un auto gris... o Tenía una pierna de madera; me dejaba boquiabierta sacando de mi nariz monedas de un franco. Me divertía y me alegraba verlo ocuparse de mí; pero no tenía en mi vida un papel muy definido. La principal función de Louise y de mamá era alimentarme; su tarea no era siempre fácil. Por mi boca el mundo entraba en mí más íntimamente que por mis ojos y mis manos. Yo no lo aceptaba entero. Las insulsas cremas de trigo verde, las sopas de avena, las pastas lechosas me arrancaban lágrimas; las grasas untuosas, el misterio blanduzco de los mariscos me sublevaban; sollozos, gritos, vómitos, mis repugnancias eran tan obstinadas que renunciaron a combatirlas. En cambio, aprovechaba apasionadamente del privilegio de la infancia para quien la belleza, el lujo, la felicidad, son cosas que se comen; ante las confiterías de la calle Vavin quedaba petrificada, fascinada por el brillo luminoso de las frutas abrillantadas, el tono más apagado de los bombones de fruta, la flora abigarrada de los caramelos ácidos; verde, rojo, naranja, violeta; yo codiciaba los colores por sí mismos tanto como el placer que me prometían. A menudo tenía la suerte de que mi admiración termi5 6 SIMONE DE BEAUVOIR MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL nara en placer. Mamá mezclaba peladillas en un mortero, mezclaba el polvo granulado a una crema amarilla; el color rosado de los bombones se degradaba en matices exquisitos, hundía mi cuchara en una puesta de sol. Las noches en que mis padres recibían, los espejos de la sala multiplicaban las luces de una araña de caireles. Mamá se sentaba ante el piano de cola, una señora vestida de tul tocaba el violín y un primo el violoncelo. Yo hacía crujir entre mis dientes la cáscara de una fruta abrillantada, una pompa de luz estallaba contra mi paladar con un gusto de casis o de ananá: yo poseía todos los colores y todas las llamas, las bufandas de gasa, los diamantes, los encajes; yo poseía toda la fiesta. Los paraísos donde corren la leche y la miel nunca me han atraído pero envidiaba las casas de caramelo: si este universo en que vivimos fuera totalmente comestible, ¡qué fuerza tendríamos sobre él! Adulta, hubiera querido comer los almendros en flor, morder en las peladillas del poniente. Contra el cielo de Nueva York las luces de neón parecían golosinas gigantes y me sentí frustrada. Comer no era solamente una exploración y una conquista sino el más serio de mis deberes. "Una cucharada para mamá, una para abuelita... si no comes no crecerás." Me ponían contra la pared del vestíbulo, trazaban al ras de mi cabeza una raya que confrontaban con otra más antigua: tenía dos o tres centímetros más, me felicitaban, yo me enorgullecía; a veces, sin embargo, me asustaba. El sol acariciaba el piso encerado y los muebles pintados de blanco. Yo miraba el sillón de mamá y pensaba: "Ya no podré sentarme sobre sus rodillas." De pronto el porvenir existía; me transformaría en otra, qué diría yo, y ya no sería yo. Presentí todos los rompimientos, los renunciamientos, los abandonos, y la sucesión de mis muertos. "Una cucharada para abuelito..." Sin embargo, comía y me enorgullecía de crecer; no deseaba ser siempre un bebé. Debo de haber vivido ese conflicto con intensidad para recordar tan minuciosamente el álbum donde Louise me leía la historia de Carlota. Una mañana Carlota encontraba sobre una silla junto a la cabecera de su cama un huevo de azúcar rosada, casi tan grande como ella: a mí también me fascinaba. Era el vientre y la cuna y, sin embargo, una podía comerlo. Como rechazaba cualquier otro alimento, Carlota se achicaba de día en día, se había vuelto minúscula: estaba a punto de ahogarse en una cacerola, la cocinera la tiraba por descuido en el tacho de la basura, una rata se la llevaba. La salvaban; asustada, arrepentida, Carlota comía tan glotonamente que se hinchaba como un odre: su madre llevaba a casa del médico a un monstruoso globo. Yo contemplaba con juiciosa apetencia las imágenes que ilustraban el régimen recetado por el doctor: una taza de chocolate, un huevo pasado por agua, una costillita dorada. Carlota recobraba sus dimensiones normales y yo emergía sana y salva de la aventura que me había reducido a feto y me había transformado en matrona. Seguí creciendo y me sabía condenada al destierro: buscaba auxilio en mi imagen. Por la mañana, Louise enroscaba mi pelo alrededor de un palo y yo miraba con satisfacción en el espejo mi rostro encuadrado de largos rizos: las morenas de ojos claros no son, según me habían dicho, una especie común y yo ya había aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Me gustaba a mí misma y me gustaba gustar. Los amigos de mis padres alentaban mi vanidad: me alababan cortésmente, me mimaban. Yo me acariciaba contra las pieles, contra los vertidos sedosos de las mujeres; respetaba más a los hombres, sus bigotes, su olor a tabaco, sus voces graves, sus brazos que me levantaban del suelo. Me importaba particularmente interesarles: tonteaba, me agitaba, acechando la palabra que me arrancaría de mis limbos y me haría existir, de veras, en el mundo de ellos. Una noche ante un amigo de mi padre rechacé con terquedad un plato de ensalada cocida. Sobre una tarjeta postal enviada durante las vacaciones él preguntó con ingenio: "¿Siempre le gusta a Simone la ensalada cocida?" La letra escrita tenía a mis ojos aun más prestigio que la palabra: yo exultaba. Cuando nos encontramos con el señor Dardelle en el atrio de Notre Dame des Champs, yo esperé bromas deliciosas; intenté provocarlas: no hubo eco. Insistí; me hicieron callar. Descubrí con despecho lo efímero de la gloria.
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