Desmesura y emancipación
(Revista Resistencias)
Hoy se conmemoran cien años transcurridos desde la muerte
del líder de los bolcheviques en Rusia. Un siglo en el que la humanidad ha vivido los cambios más
acelerados y profundos de su historia. Este aniversario se conmemora en una
época atravesada por lógicas de instantaneidad en la que todo proceso queda viejo
al poco tiempo, en el que la misma idea de proceso se pierde en el mar de
colección de imágenes de episodios que se nos presentan desconectados unos de
otros y ante los cuales las personas –incluso quienes nos inscribimos en
dinámicas de militancia– nos vemos envueltas muchas veces en situaciones que
vivenciamos más en términos de espectadores que de agentes de la historia. ¿Qué interés tiene entonces Lenin en la actualidad de
quienes pretendemos recrear el imaginario (y la estrategia) de una izquierda
nacional, popular, democrática, que no descarte a la carpeta de spam o de
correos no deseados las perspectivas de revolución?
1917:
Lenin se encuentra exiliado de su país Rusia, en el contexto en que éste se ve
envuelto en la Primera Guerra Mundial, luego de que hayan fracaso los intentos
revolucionarios de una década atrás en Rusia y a cuatro décadas de que haya
sido aplastado a sangre y fuego el primer intento de construcción de un
gobierno obrero en Europa (“la forma política por fin descubierta” por la clase
obrera, tal como Karl Marx caracteriza a la Comuna de París). Las grandes masas
populares de Rusia están hambreadas y son analfabetas, si bien existe un
proletariado concentrado y un tejido social, político y cultural de vanguardia
muy pujante (Rusia parió en unas décadas corrientes como la de los populistas,
marxistas profundamente involucrados con la elaboración teórica y el compromiso
con la revolución, y venía de contar con la presencia de escritores de la talla
de Dostoievski y Tolstoi). En ese momento Lenin se estudia La lógica de
Hegel, venía de estudiar rigurosamente El capital de Marx. Es un
dirigente político a la vez que un filósofo militante. Su gran virtud, como la
de los grandes revolucionarios comunistas, es la de combinar una gran capacidad
de elaboración teórica, de estratega político y de constructor de la fuerza
capaz de llevar adelante grandes cambios sociales.
Pero no nos interesa aquí resaltar las virtudes personales
del personaje, sino erigir a Lenin como el gran maestro
del método revolucionario, que hoy puede pensarse como parte de los desafíos
colectivos a abordar por quienes no pretendemos mejorarle la vida a la gente,
sino construir la fuerza política popular capaz de protagonizar grandes
transformaciones epocales en sentido emancipatorio, transformar la situación de
las masas oprimidas y explotadas por el capital, políticamente dominadas y subjetivamente
sujetadas por las lógicas de patronazgo en un cuerpo político capaz de darse a
sí mismo una perspectiva para cambiar la sociedad.
Lenin funciona entonces,
así, como nombre singular de una epistemología proletaria: el punto de vista
que permite pensar una formación económico-social específica en los marcos de
las mutaciones del capitalismo a escala global; proceso de conocimiento
(crítica del orden existente) que se nos presenta inseparable del conflicto de
clases, de las luchas que constituyen esa relación social, de las estrategias que
componen un modo de organización a través del cual las ideas devienen fuerza
material capaz de cambiar las relaciones de fuerzas e imponer una
direccionalidad del proceso. Teoría sobre la totalidad social desde una posición
específica: la de la clase que padece la explotación y se rebela contra ella
para construir un orden nuevo, eso
es el leninismo: ciencia proletaria capaz de otorgar una explicación racional
del proceso, elaborar los argumentos que permitan salirse de esa situación a
través de la lucha y capacidad política de conectar con el nervio que mueve una
fuerza militante capaz de direccionar la lucha de masas hacia un determinado
objetivo emancipatorio.
Estos cien años han sido crueles con Lenin: el proceso que
lideró devino en formas de burocratismo de un Estado que lejos de “extinguirse”
con la desaparición de las clases se transformó en una gran maquinaria que no
sólo enfrentó y derrotó al nazismo en la Segunda Guerra Mundial (jugando el Ejército
Rojo un papel destacado en esa cruzada contra la barbarie) sino que también
aniquiló a lo más dinámico de la Revolución; el “rey de la táctica”, astuto
lector de los cambios bruscos de la realidad y audaz constructor de tácticas
capaces de reposicionar las fuerzas a gran velocidad para no perder eficacia y
detectar los momentos precisos que abren las posibilidades de cambios fue transformado
en dogma de estáticas y trans-históricas posiciones de burocráticas estructuras
que, lejos de dinamizar y posibilitar la participación de las grandes masas en
los procesos de cambio, pretendieron sustituirlas en nombre de un saber
elitizado. Para mal de males, la condena a su figura (o simple y necia ignorancia
de sus magistrales aportes) primó entre las militancias que buscaron nuevos
caminos para las ideas y las prácticas de las izquierdas.
¿Por
qué recuperar a Lenin para la actualidad del siglo XXI? ¿Qué tiene para
aportarnos, cien años después de su muerte, a las militancias que pujamos por
la emancipación?, nos preguntábamos al comienzo de este breve texto de
homenaje.
Creo
que hay algo de la desmesura de Lenin que quizás convenga ser hoy rescatado,
junto a la necesaria cuota de “prudencia spinozista” que permitan cuidar las
fuerzas populares frente a la arrogancia homicida de los poderes dominantes
actuales.
En la antigua Grecia antigua el término “hybris”
designaba la transgresión de los límites impuestos por el orden, concebido en
términos naturales. Su traducción como desmesura, y sus usos frecuentes,
psicologizados, en el mundo contemporáneo, suelen darle mala prensa, como suele
decirse. Sinónimo de narcicismo, de arrogancia, de desequilibrio, de
irracionalidad… todas características que la “mala prensa” supo adjudicarle al
líder bolchevique.
Me gustaría pensar aquí a Lenin como símbolo de la desmesura
en tanto vocación excesiva, asunción de que todos los grandes cambios en la
historia (de la historia) implican alguna dimensión de desproporción respecto
de lo que se nos presenta como posible.
Este cronista no estudió griego, no cuenta con doctorados
ni licenciaturas siquiera de filosofía ni de ninguna otra índole. Tampoco con credenciales
de afiliación partidaria a ninguna de las estructuras “tradicionalmente”
filiadas al comunismo como identidad. No se trata entonces de rigurosidades
académicas ni de lealtades partidarias, sino de incitaciones teórico-políticas:
leer a Lenin casi como una programática epocal, que implique el desafío de
elaborar archivos, de combatir tanto la nostalgia como el culto al presentismo,
de no dejar ir a los fantasmas, para poder –como insistía el propio Lenin–,
seguir soñando, pero a condición de creer en nuestros sueños.
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