Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó.
Nací en Choele–Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado
por varias mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser
aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo
que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más
espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués:
comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones
mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear
avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue
pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1945, y
otro nos dejó como única herencia. Este se llamaba “Mar Negro”, y marcaba
dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta
ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la
pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre.
El mayor disgusto que le causo, es no haber terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas
alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años
dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había
perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si
usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con
una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio
durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género
policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura
aunque sí en la diversión y en el dinero. Me callé durante cuatro años más
porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi
vida. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un
amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden
nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un
nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que en todos mis oficios
terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no
veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por
los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me
siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas
veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una
cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero
nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la
respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir
instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura
es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
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