Por
Mariano Pacheco*
El
precariado, el feminismo popular, la organización (de base) y la
problemática social; el Estado y sus limitaciones; las militancias:
archivo, elaboración teórico-política, proyección estrategia y
audacia para intervenir en la coyuntura. Filosofía y política;
pandemia y cuarentena. PreguntaS sobre el día después.
--
A lo mejor es una fiebre que no cura.
– A
lo mejor es rebelión, y está viniendo
(Humberto
Constantini, “Che”)
Hay
una frase, bella, que en algunos ámbitos se ha repetido hasta el
cansancio en estos días: “la crisis como oportunidad”; que
traducida a la “coyuntura-COVID19” sería algo así parecido a
“la cuarentena como posibilidad”. ¿Posibilidad de qué?
¿Oportunidad para qué? Entre otras cuestiones, ocasión para
comenzar a reponernos de un modo más agudo de la derrota (nacional,
Latinoamericana y mundial) de los proyectos populares de
transformación; derrota con la que ingresamos al siglo XXI.
Esta
sería la primera vez, en estos 20/30 años, que se podría oponer a
nivel global un proyecto societal diferente al del capitalismo (una
situación mucho más excepcional que la crisis de 2008). Claro:
enunciado así, puede sonar despampanante. Y sabemos, en medio de
estos vientos posmodernos, todo lo global, general, grande, tiende a
ser condenado por total (itario); total, mientras, nos resignamos al
totalitarismo capitalista, pero de eso mejor no decimos nada. Total,
como esgrime el dicho popular: “ojos que no ven, corazón que no
siente”. Pero sus efectos, qué duda cabe, pueden verse cada día.
Por otra parte, no basta decir “no siento” para no sentir. Los
efectos del capitalismo, en su fase salvaje-planetaria, se hacen
sentir sobre nuestros cuerpos. ¿Dónde se expresa esa derrota, con
mayor crudeza, sino en esa renuncia a ser partes de un proyecto
general de cambio global del modo en que hoy vive la humanidad?
(sociedades en las que el
10% de la población mundial es propietaria del 86% de la riqueza, y
el 1% concentra casi la mitad).
“Quien
dice algo diferente marcha voluntariamente al manicomio”, escribe
Nietzsche en su Zaratustra.
Para
no marchar al manicomio, pero para no dejar de marchar, es decir, de
estar en movimiento en medio de la quietud que impone el
confinamiento por razones sanitarias, van algunas hipótesis,
restringidas al plano nacional, y destinadas a establecer un diálogo
con las militancias, y con quienes –interpelados por la situación--
sienten la incomodidad de aun no formar parte de un proyecto
colectivo.
Sabemos:
han circulado ya infinidad de textos en estos días, todos elaborados
por grandes personalidades del elenco filosófico mundial, pero tal
como ha señalado Damián Celsi en un texto reciente (“Introducción
a la pandemia”), ninguno de estos escritos “se preocupa por
encarar la simple pregunta leninista de ´qué hacer´”. Así que
nada de pretensiones académicas ni cosmopolitas respecto del
mundillo filosófico contemporáneo. Nos basta con una intención
mucho más modesta: poder interpelar a (en el mismo movimiento en el
que nos dejarnos interpelar por) las militancias actuales de la
Argentina. A ellas, no sin un claro reconocimiento a su vocación y
su compromiso (que vaya que es el nuestro), van destinadas estas
líneas, desde quien entiende que la escritura misma puede ser
también un cierto tipo de intervención militante –restringida y
acotada por cierto, pero un cierto tipo de intervención militante al
fin y al cabo--, si por militancia entendemos intervención crítica
sobre la realidad en búsquedas de modificarla.
1.
Organización (de base)/ Problemática social
La
cuarentena puso sobre el tapete, de manera recargada, muchas
cuestiones que se venían amasando en la vida cotidiana, durante la
“normalidad”. Es decir, antes de que comenzara a transcurrir esta
situación excepcional que implicó que durante semanas
permaneciéramos confinados en nuestros hogares, nuestros barrios (o
donde nos encontráramos al momento de comenzar la cuarentena general
y obligatoria). Con el COVID-19, entonces, no apareció una dimensión
desconocida de nosotros mismos y nuestros semejantes: lo que pasó
fue que asistimos a ver, exasperadas, actitudes que ya estaban
presentes en el cuerpo social.
La
cuarentena obligó a radicalizar ciertos componentes cotidianos del
aspecto micropolítico: ¿cómo hacer, cada día, para vincularnos
de un modo no canalla con nuestros semejantes? (No es fácil,
teniendo en cuenta que el encierro puede hacer brotar lo peor de cada
quien).
Así,
en estos días, se hizo evidente –o aun más evidente-- la
contraposición entre un modo de vida sostenido en el individualismo
más ramplón, y una forma de vida desarrollada sobre valores como la
solidaridad, la cooperación, la empatía con los demás. En un libro
reciente –La ofensiva sensible-- el ensayista argentino Diego
Sztulwark nos recuerda que el neoliberalismo es “un ataque a la
dimensión sensible de la existencia de la vida misma” (como el
terrorismo de estado), que nos transforma en personas sólo aptas
para competir, aptas para un individualismo e incapaces de crear
colectividades por fuera de eso. De allí que, siguiendo a
Sztulwark, la pregunta por cómo hacernos una forma de vida impliquen
directamente una intervención en el plano de la lucha de clases.
¿Qué
pasa con los gestos igualitarios? Dentro de esta segunda franja de la
población mencionada, de todos modos, existe a su vez una diferencia
entre quienes llevan adelante esos valores desde una mera (y noble)
actitud personal, y quienes entienden que esa actitud debe estar
puesta en relación con otras actitudes (sentimientos, pensamientos,
acciones), es decir, que se debe organizar junto con otras personas
los modos de intervenir en la sociedad en la búsqueda de
transformarla. Eso que usualmente, y en un lenguaje clásico bastante
vilipendiado por las corrientes posmodernas, suele llamarse
MILITANCIAS.
Fueron
estas militancias, sobre todo las de los movimientos sociales,
quienes sostuvieron espacios fundamentales para la reproducción de
la vida, fundamentalmente entre los sectores del precariado, para
quienes no salir a circular por las calles implicó, todos estos
días, imposibilidad de contar con los recursos mínimos necesarios
para la subsistencia. Tal como dimos cuenta en una nota publicada en
la revista Zoom
durante los primeros días de expansión masiva del virus (“Unidad,
solidaridad, organización. La economía popular frente a la
pandemia”), fueron esas militancias quienes garantizaron la
elaboración y reparto de comida, las que advirtieron al gobierno
sobre la necesidad urgente de otorgar un bono a las y los
beneficiarios de los Salarios Sociales Complementarios e incluso
–sobre todo-- llamaron la atención sobre la gran cantidad de
personas que ni siquiera accedían a esa u otra asistencia social por
parte del Estado y no contaban con un salario para afrontar los
gastos mínimos para vivir durante esos días. También las
militancias feministas sostuvieron las redes de agitación, de
reclamo y de propuestas para enfrentar la violencia machista,
incrementada en el contexto de aislamiento social, y no faltaron
quienes
sostuvieron con creatividad espacios de agitación para que la
filantropía no nos ganara la partida: escritos, videos, flyers,
gráficas, audios que circularon tematizando la pandemia y
denunciando situaciones como las del abuso policial.
En
general, de todos modos, las militancias parecimos quedarnos con poca
nafta a la hora de garantizar espacios de reunión que permitieran
tomar definiciones para intervenir con más iniciativa en la nueva
coyuntura.
Por
supuesto, desde el Estado se sostiene una actitud que pretende
relegar a las militancias al mero rol de asistentes estatales para
viabilizar la ayuda social. Y con la crisis, arcaicas instituciones
como las iglesias y el Ejército volvieron a retomar cierto
protagonismo, una determinada visibilidad que antes de la crisis no
tenían; sobre todo el Ejército, puesto que las iglesias son un
fenómeno más complejo, con una vasta red social extendida por el
territorio.
2.
Reunión/ Movilización
Obviamente,
ante problemas urgentes y con los medios digitales disponibles, no se
anularon los canales de reunión y expresión. Muestras de ello
fueron las formas en que las organizaciones de base lograron ir
resolviendo las cuestiones cotidianas en los barrios y las
agitaciones en redes sociales que se llevaron adelante para el 24 de
marzo –en repudio a la dictadura instaurada en 1976 y en homenaje a
quienes en ese ciclo represivo fueron secuestrados/asesinados, pero
también, en reivindicación por todas estas décadas de lucha para
sostener el lema de “Memoria, Verdad y Justicia”-- y para el 30
de marzo, cuando se llevó adelante el “Ruidazo” denunciando los
casos de femicidio durante la cuarentena. Eso, por un lado.
Por
otro lado, también cabe quizás hacerse la siguiente pregunta:
¿fuimos lo suficientemente audaces para inventar formas de
expresión, deliberación y resolución colectiva que la hora viene
reclamando, teniendo en cuenta los medios tecnológicos hoy a nuestro
alcance?
El
inédito contexto de imposibilidad de reunirse y manifestarse (de
cuerpo presente), como parte de una política de autocuidado que
implicó no circular si no era por una imperiosa necesidad de hacerlo
fue diferente a la de otros momentos históricos, más vinculados a
la prohibición estatal de reunirse y manifestarse, que se sorteó
tomando las necesarias medidas de seguridad, en la búsqueda por no
dejar de reunirse y manifestarse (políticas de la clandestinidad que
se les dice).
Cabe
destacar aquí que, en general, hemos contado con más tiempo que el
disponible en la “normal cotidianeidad”, cuando gran parte de
nuestras horas de vida “se nos van”, sea expropiadas por el
trabajo asalariado, sea por el tiempo que, como no poseedores de
medios de producción y sin ser empleados por una patronal,
destinamos a las tareas necesarias para garantizar medios de
subsistencia, además de las horas semanales que dejamos
transladándonos en micros y colectivos, trenes y subtes, combis o
autos (una excepción: quienes realizan sus tareas laborales por
medios digitales, y según los relatos que proliferan, vienen con una
carga grande de sobre-trabajo).
Así
y todo, sea por falta de costumbre, sea por la cultura dominante
contemporánea, ha costado sostener espacios de deliberación y
resolución colectiva. Aquí puede indagarse sobre cuánto los
dispositivos tecnológicos nos formatean para la individualización
(más acostumbrados a tareas en soledad frente a nuestras
computadoras e incluso teléfonos personales que a reunirnos de
manera virtual) así como a cierta cultura política hegemónica, que
por un lado delega las grandes resoluciones en las dirigencias y, por
otro lado, hace del asambleísmo un culto liberal de la opinión de
cada quien, con grandes dificultades para sostener una disciplina
militante y una efectividad práctica.
La
cuestión de la autodisciplina, seguramente, sea uno de los grandes
temas a investigar en los próximos tiempos, después de esta
cuarentena que ha mostrado, a niveles masivos y alarmantes, cuánto
del liberalismo llevamos dentro quienes lo cuestionamos (¿cómo
poner mi cuerpo en relación con otros cuerpos sin pretender todo el
tiempo situar el mío por sobre la experiencia común?).
Evidentemente, una situación de crisis y de cuarentena impone
dinámicas a las que tal vez estemos poco o nada acostumbrados (y
acostumbradas). Hay que tener rigurosidad con los horarios de inicio
de las reuniones, mantener la escucha atenta frente a la pantalla,
ser ordenados (y ordenadas) para tomar la palabra, apelar a la
capacidad de síntesis y la claridad para expresar las ideas, ser
capaces de intercambiar pareceres por un rato pero luego resolver, es
decir, acoplar nuestra mirada a una decisión colectiva que no puede
seguir en debate mucho tiempo más, sea porque la red de internet “se
cuelga” o porque comienzan a “colgarse” sus participantes, sea
porque tenemos menos hábitos de reunión por vía un dispositivo
tecnológico y nos fastidia (podrá argumentarse que es una cuestión
de edad, pero sospecho que aún la gente más joven tiene poca
gimnasia en esto de reuniones virtuales entre muchas personas, y
sobre todo, para discutir ideas y tomar resoluciones que implican las
vidas de otras tantas decenas o cientos o miles de personas).
La
pandemia, entonces, parece ofrecer condiciones para derribar dos
grandes mitos del liberalismo: el que coloca al individuo (“ciudadano
libre”) por sobre todas las cosas, y el asume que todos los
individuos, en tanto ciudadanos, somos iguales frente a la ley, pero
también, frente una adversidad natural o una enfermedad.
Lógica,
e históricamente, el individuo no está primero que la comunidad, y
al menos en el capitalismo, pobres y ricos no somos iguales frente a
una pandemia (tampoco
en “épocas normales”, es el mismo el tipo de vinculo que los
sectores populares tienen con la libertad y con muerte: los lugares
en donde viven son bien diferentes a los que habita la burguesía y
la pequeña burguesía: el status que sostienen, los lugares en donde
se atienden si se enferman y los recursos con los que cuentan para
afrontar esa situación llegado el caso, etcétera).
3.
Elaboración del archivo
En
un texto reciente (“Encerrar y vigilar”), publicado en el
contexto de la pandemia, Paul B. Preciado incita a utilizar
el
tiempo y la fuerza del encierro “para estudiar las tradiciones de
lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir
hasta aquí”.
También
León Trotski, hace un siglo atrás, planteó en su discusión con
las vanguardias artísticas del momento que el marxismo se
caracterizaba por inscribir sus postulados “dentro de una
tradición”; una tradición que a estas alturas –sabemos--
siempre es una invención y poco tiene que ver con el tradicionalismo
conservador, puesto que, de lo que se trata, es de construir un
legado, apelar a imágenes del pasado para que funcionen como
inspiración en el presente.
La
historia no da respuestas por sí mismas, pero sabemos, puede ser
productiva la operación intelectual de reelaborar el pasado, de ver
qué cuestiones que en un momento parecían imposibles al tiempo
dejaron de parecerlo. A propósito de los cambios de percepción, y
sus temporalidades, Raúl Cerdeiras hace hincapié, también en un
artículo reciente (“Capitalismo o existencia humana”), sobre el
hecho de que, en su momento (de la mano de Copérnico y muchos otros
más), la humanidad tuviera “que digerir el cimbronazo de que la
Tierra era un minúsculo cascote que flota en un Universo inmenso sin
saber a ciencia cierta cuál es su destino”. Es el comienzo de la
llamada “muerte de Dios” –recuerda Raúl-- que tardó más de
un siglo en ser aceptada y a regañadientes. “El cimbronazo
producido en el sentido común compartido por siglos (es falso que
Dios puso al Hombre en el centro del universo) fue un acicate para
invenciones decisivas en la historia de la existencia humana, de las
que no podemos olvidar la apertura de las eras de las revoluciones
políticas destronando a las monarquías feudales y proclamando
principios que afirmaban la igualdad de los humanos”, remata
Cerdeiras.
No
se trata aquí de caer en la reaccionaria concepción que idealiza
“pasados mejores” para recostarse en un lúcido escepticismo del
presente, sino de invocar futuros perdidos que nos permitan reanudar
temporalidades, sin “progresismos” ni linealidades. Tampoco se
trata de pensar que elaboraciones teóricas de otros contextos podrán
destrabar la gestación de conceptos que hoy necesitamos para
explicar de otro modo nuestros problemas contemporáneos, pero
resulta ya no sólo soberbio sino hasta estúpido creer que podemos
prescindir de décadas, e incluso siglos, de producción de teoría
crítica. Al fin y al cabo, en diferentes contextos y latitudes, hay
preguntas que suelen ser muy similares, y puede ser fecundo estudiar
cómo se resolvieron esos interrogantes en otros momentos históricos.
Por
supuesto: no señalamos una tarea completamente ausente en nuestra
contemporaneidad, mucho menos en un país como Argentina, donde somos
unas cuantas las voluntades de quienes – contra el olvido y a
distancia del “memorialismo”-- venimos intentando contribuir a
enhebrar los hilos de las insurgencias a través de la elaboración
de determinadas genealogías.
No
se trata aquí, finalmente, de bajar línea, de “encuadrar una
tropa” para que se inscriba en un linaje determinado, por más que
en más de una ocasión hayamos insistido en la necesidad de gestar
un linaje mutante, desprolijo, contaminado, que implique a
tradiciones diversas, que van desde las izquierdas en toda su
amplitud (ismos marxistas y libertarios), el nacionalismo
popular-revolucionario, el ecologismo anticapitalista, el
cristianismo de liberación, el latinoamericanismo y los procesos de
decolonización, los feminismos populares y las diversidades o bien
llamadas minorías (bien llamadas en el sentido de “sustracción de
la norma mayoritaria” que rige nuestras sociedades, que son no sólo
clasistas sino también patriarcales,
heterocisnormativistas, racistas). Cada
corriente política sabrá qué figuras, imágenes de experiencias y
teorías del pasado hará suyas, no es objeto de este texto situar un
aspecto de polémica en este punto. Lo importante es avanzar en
construir los propios linajes, con fundamentos, para ser capaces de
establecer una discusión que despeje fantasmas (los del macartismo y
el gorilismo, pongamos por caso) e invoque los espectros de las
generaciones pasadas, para que el debate no sea sólo entre vivos,
contemporáneos, sino también con los muertos, con las generaciones
que lucharon antaño.
4.
Reflexión/ Sistematización/ Elaboración
Hay
tres lemas que me parecen emblemáticos para rescatar hoy.
En
primer lugar uno del dirigente bolchevique Vladimir Lenin, que dice
así: “sin teoría revolucionaria no hay revolución”.
El
otro es del filósofo francés Louis Althusser, quien sostiene: “el
marxismo introduce la lucha de clases en la teoría”.
Por
último, una bella frase de los pensadores Gilles Deleuze y Félix
Guattari: “filosofía es crear conceptos; conceptos que tienen que
ver siempre con nuestra historia, y sobre todo, con nuestros
devenires”.
Por
su función interrogadora, la filosofía –o más bien: ciertas
filosofías-- puede contribuir a promover la desobediencia y la
rebelión. Al menos desde la Revolución Francesa de 1789 en
adelante, durante todo el siglo XIX y todo el siglo XX la relación
entre bibliotecas y procesos de cambio ha sido muy estrecha.
El
ciclo comunista moderno colapsó hacia fines del siglo pasado, pero
no por eso deberíamos apresurarnos a tirar por la borda el concepto
mismo de comunismo, vinculado asimismo a otras ideas como lo común,
la comunidad, la comunión (la común/unión).
Recuperar/recrear/reelaborar el concepto de comunismo, entonces,
puede ser una tarea fundamental del momento histórico que
atravesamos, si tenemos en cuenta que es un concepto maldito (en el
buen sentido), para la filosofía; aunque también maldito (en el mal
sentido), para la tradición política argentina. De allí la
necesidad de diferenciar los planos de intervención: el de la lucha
teórica y el de la lucha política, donde la orientación deberá
ser comunista, obviamente, pero para que efectivamente sea popular
–sospechamos-- quizás el significante comunismo reste más de lo
que aporte (a diferencia del más genérico de “emancipación”).
“La
crisis del socialismo nos ha quitado durante demasiado tiempo la
posibilidad de pensar cualquier solución a la cuestión del
desarrollo más allá de los límites del capitalismo. Con cada
crisis en lugar de abrirse una oportunidad para pensar proyectos
emancipatorios parece abrirse una trampa que nos obliga a elegir
entre la aceptación de la disciplina del capital o la pobreza y el
hambre”, escribe Adrián Piva en un texto titulado “Desarrollo,
dependencia y estado en Argentina desde 1976”.
Son los efectos del terror posdictatorial en el cuerpo social
argentino, podríamos pensar, junto a los “chichones” en las
cabezas de personas de todo el mundo, que aún duelen, luego de que
los ladrillos el Muro de Berlín se cayeran en 1989.
La
actual “coyuntura-COVID19” nos puso cara a cara con una situación
que muchas veces pretende ser dejada de lado, porque indagar sobre
ella puede ser angustiante. A saber: la fragilidad de la existencia
humana. A diferencia del siglo XX, y gran parte del XIX, momentos
históricos regidos por cierta voluntad de certeza, el siglo XXI se
caracteriza por una profunda incertidumbre: política, teórica,
existencial. De este modo, cuando en momentos como el actual ciertas
certezas de la vida cotidiana aparecen corroídas, la situación
puede tornarse profundamente angustiante, pero también, enormemente
productiva. De nuevo: las crisis (pongamos por caso la desatada por
una pandemia mundial), pueden ser muy productivas, en tanto que
durante ellas nos repreguntamos quienes somos, qué queremos, hacia
donde vamos, tanto en el plano singular como colectivo. Agudizar una
mirada crítica respecto del mundo que habitamos, asumir que las
cosas no están dadas de una vez y para siempre, puede abrirnos
caminos insospechados. La cuestión es dejarse interpelar, atravesar
la senda de la interrogación (por más angustiante que pueda ser) y,
obviamente, entretejar algunas respuestas, al menos a modo de
hipótesis que nos permitan seguir con el andar.
Tenemos
que ser capaces, entonces, de desandar esa dicotomía incruenta que
se viene produciendo en las últimas décadas entre elaboración
teórica y práctica política, que suele coincidir tristemente,
muchas veces, con el par “pragmatismo peronista/teoricismo
izquierdista”. Tenemos que ser capaces de recuperar una
intervención estratégica integral, tanto en las izquierdas como en
los peronismos, que incluya prácticas políticas de masas, con
arraigo social, y elaboración conceptual rigurosa, que sea
producción de teoría como arma para la transformación, y no
papeles para avanzar en una investigación que financie nuevas becas
individuales.
“El
ser tiende a perseverar en el ser”, supo destacar el filósofo
Spinoza, para quien ser –precisamente-- es siempre en una relación
con los demás. La voluntad colectiva de atenerse a la cuarentena
puede ser leída como un gesto individualista (salvar mi propia
vida), pero también como “preocupación por otras
personas de la comunidad”, tal como subrayó la filósofa Anastasia
Berg, en un claro reproche al filósofo-que-lo-sabe-todo Georgio
Agamben. “No es entonces la vida
desnuda
que se entrega al poder soberano omnipotente y garante de la
supervivencia”, escribe Omar Acha en su artículo “La filosofía
en tiempos de pandemia”.
Como
hemos dichos, estas semanas han proliferado numerosos textos de
filósofos del elenco internacional. Quizás demasiados; seguramente
pocos con una vocación de intervención militante. Así y todo,
filósofas como la argentina Esther Días han subrayado la voluntad
de ejercer el oficio filosófico ligado a la coyuntura, cultivando
una suerte de “pensamiento rápido” que permita meter preguntas
allí donde el poder da por supuesto que no debe haber ninguna. El
filósofo esloveno Slavoj Žižek fue uno de los primeros en proponer
que la pandemia podría inaugurar la posibilidad de replantear
horizontes hasta hace poco impensables. Y en un rapto de optimismo,
metió la discusión sobre el comunismo. El surcoreano Byung-Chul
Han, por el contrario, subrayó de manera pesimista la situación a
partir de la cual podía imponerse en muchos rincones del mundo el
“modelo asiático”, sostenido sobre el control poblacional y el
empleo de los llamados Big Data para contener la pandemia.
Aquí,
en la Argentina, el ensayista Christian Ferrer sostuvo por su parte
que, apenas pasada la amenaza y el peligro, la gente va a volver a lo
mismo de siempre. Y subraya: “porque no conoce otra cultura
alternativa”; porque “no hay otro horizonte de un mejor ideal de
vida, por lo menos a nivel colectivo”.
¿Qué
rol entendemos entonces deberíamos jugar las militancias en este
contexto para revertir esa situación? ¿Es suficiente el papel
desempeñado hasta el momento? Sería importante asumir que los
cambios históricos se han producido siempre en coyunturas dramáticas
(guerras, dictaduras… ¿pandemias acaso?) y pasar a la ofensiva, al
menos en el plano de las ideas, de las propuestas en torno a cómo
salir de este atolladero en el que nos encontramos.
Necesitamos
llenar de preguntas nuestro presente. Dijimos que la filosofía
–ciertas filosofías al menos-- podían contribuir a promover
la desobediencia y la rebelión. ¿Necesariamente
hay que entender la rebelión como insubordinación a las políticas
de Estado? Por ejemplo, en la Argentina actual, ¿pasa la
desobediencia por romper la cuarentena? ¿O la cuarentena puede ser
un modo de autocuidado colectivo que nos brinde a su vez un cierto
respiro, una cierta modulación para operar un transitorio movimiento
de repliegue para reflexionar, sistematizar experiencias, reelaborar
planteos, proyectarnos estratégicamente y tomar fuerzas para
intervenir de manera más audaz y efectiva en las próximas
coyunturas?
Quizás
haya que pensar en momentos en donde pueda considerarse, no al Estado
en sí mismo (que por más que “exprese” las correlaciones de
fuerzas de la lucha de clases no deja de ser un aparato gestado para
la dominación) pero sí a zonas estatales y personal de la gestión
estatal como aliados, compañeres de ruta en funciones dentro de una
institucionalidad que sabemos enemiga, pero también –por
experiencias-- conocemos en sus tendencias menos represivas y más
intervencionistas en el plano del financiamiento de aquello que los
neoliberales denominan “gasto social”. Quizás hoy no se trate
tanto de entender la rebelión como insubordinación ante las medidas
del gobierno, sino –como sostienen las compañeras y compañeros
del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas-- de desobedecer las
lógicas que impone el capital.
¿Qué
Argentina queremos para los próximos meses? ¿Qué medidas
fundamentales entendemos que tiene que tomar el gobierno en los
próximos meses, semanas, días?
No
podemos quedarnos con los brazos cruzados, esperando a ver y escuchar
las palabras presidenciales por Cadena Nacional, para luego aplaudir
o criticar.
Tenemos
que construir una Agenda Programática Popular con algunos pocos
puntos fundamentales que nos permitan avanzar, aquí y ahora, en
algunos cambios urgentes y necesarios. La política aborrece del
vacío, ya lo dijo Perón, que algo de todo esto sabía. Aquello que
no discutamos y podamos proponer hoy, desde abajo, ya estará
resuelto mañana por arriba.
Por
supuesto, una Agenda Programática Popular no lo podrá construir
ningún intelectual en soledad, ni tampoco, ningún sector en
particular. Se trata de establecer una discusión entre las
principales corrientes del movimiento popular, para que sean las
organizaciones sociales y sindicales (del precariado y del movimiento
obrero organizado), los feminismos y los ecologismos populares, la
intelectualidad crítica y los derechos humanos; para que sean
quienes están cada día en la primera línea de batalla contra las
diversas injusticias que padecemos, fundamentalmente, quienes tengan
la voz respecto del rumbo a seguir.
POSDATA:
“Por un internacionalismo del siglo XXI”
Alguna
vez, el pensador argentino Juan José Hernández Arregui planteó
que, la revolución, debía concebirse en el plano “nacional,
Latinoamericano, y mundial”. Y remataba: “y en ese orden”.
Quizás
podamos discutir si es una cuestión de orden o de etapas, o si vale
la pena o no seguir sosteniendo un concepto como el de revolución
(este cronista sospecha que sí), pero lo que es seguro –y todos
los proyectos de cambio lo demostraron en el Siglo XX, cuando la
globalización capitalista estaba menos desarrollada que en el
presente-- es que en el actual momento de mundialización capitalista
es imposible pensar procesos de transformación que no tengan en su
horizonte una confrontación mundial con el capital. En ese camino,
la conformación de bloques regionales se torna fundamental. Por
necesidad, pero también por historia cultural y política, en
Nuestra América al menos, se suele reactualizar una vocación de
integración continental de nuestros pueblos cada vez que hay
momentos de avance de las luchas.
Elaborar
entonces formas de articulación, tanto estatal (por arriba), como
popular (por abajo), será fundamental. Tenemos los ensayos esbozados
en el último cuarto de siglo, desde los Encuentros Zapatistas hasta
el ALBA o la CELAC, pasando por los Foros Sociales Mundiales, o la
Articulación de los Movimientos Populares hacia el ALBA. Son las
imágenes más recientes sobre las que deberemos proyectar nuevas
formas y otros contenidos para la emancipación en los tiempos que
vendrán. Ciertos feminismos ya han dado un paso en ese sentido. Como
sostuvo Verónica Gago en su último libro (La
potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo),
necesitamos efectuar un pensar situado que sea inevitablemente
internacionalista. Y en América Latina hay “capas múltiples de
insurgencias y rebeliones” que son el suelo desde el cual pensar
una resonancia mundial desde el Sur capaz de gestar un
“transnacionalismo”, o un nuevo internacionalismo del siglo XXI.
Parafraseando
al poeta argentino Humberto Constantini con el que comenzamos este
texto, en medio de la pandemia mundial parece que estamos ante “una
fiebre que no cura”. Pero quizás, también, como escribió en su
poema en homenaje a Guevara, “a lo mejor es rebelión… y está
viniendo”.
*Integrante
de la Cátedra Abierta Félix Guattari de la Universidad de lxs
Trabajadorxs
y del Colectivo Cultural La luna con gatillo
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