lunes, 18 de marzo de 2024

Acerca de Días perfectos, de Wim Wenders

 

Por Mariano Pacheco

(La luna con gatillo)

 

 

Después de un rato de ver Días perfectos se me vino a la cabeza Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera. Nada que ver la película de Kim Ki Duk con esta, puesto que aquella estaba situada en un medio no-urbano y la temática es el vínculo de formación entre un maestro zen y un pequeño niño de unos cuatro o cinco años, mientras que la del director alemán está filmada en Tokio y versa sobre la historia de un hombre solitario que trabaja limpiando baños. Ambos films los vi en el cine, de todos modos, con las ventajas que esto trae, sobre todo en obras como en este caso– en donde realmente la pantalla grande hace la diferencia respecto de las de un televisor o computadora.

 

 

Hirayama, el eremita

 

El film de Wenders también recuerda, por momentos sea por sus procedimientos de filmación o por la atmósfera de soledad de sus personajes– a varias películas de Wong Kar Wai, más allá de que se sabe que el linaje efectivo y explícito es más bien con Yasujiro Ozu (a quien en 1985 le dedicó el film Tokyo-Ga, y a quien ahora buscó volver, a propósito del 60 aniversario de la última película del director japonés, Una tarde de otoño 1962–). Así que a su modo, Días perfectos funciona como un homenaje al maestro (no es casual el bigote y el nombre del personaje).

 

Una escena se repite en este –hasta hora–, último film de Wenders: como siguiendo el ciclo natural de la luz, vemos a Hirayama (Koji Yakusho, premio al mejor actor en Cannes por este film) despertarse cada día al alba, escuchando el frotar contra el piso de la escoba de una anciana que limpia la vereda, todos los días a la misma hora. Luego el personaje acomoda la colchoneta que funciona como cama, riega y cuida de sus plantas, se lava los dientes, se viste con su azul ropa de trabajo (que lleva el inconfundible logo de “The Tokyo Toilet”), y antes de salir deja a un lado su reloj pulsera, toma sus llaves, prepara con minuciosidad su equipo de limpieza (que guarda en su combi azul), contempla unos segundos el cielo, introduce una moneda en una máquina situada en un costado de la entrada de su casa, agarra una lata de soda con sabor a café frío… y parte (y todo en ese orden).

 

En el camino elige un casete, que escucha en su tránsito hacia el otro lado de la ciudad (un túnel funciona como frontera entre el centro, donde trabaja, y la periferia, donde vive en un pequeño departamento) The AnimalsPatti SmithThe KinksVan Morrison, Lou Reed forman parte de la banda sonora no sólo de esta película, sino también de momentos emblemáticos de su filmografía.

 

Una vez en el trabajo Hirayama cumple su jornada, sin ninguna expresión de fastidio, limpiando los modernos y arquitectónicamente bellos baños del distrito de Shibuya. Lo hace con minuciosidad, sin apuro, solo concentrado en que la tarea sea bien cumplida. Lo interesante es que no se lo ve ni triste, ni frustrado, ni amargado. Tampoco resignado, sino centrado, podría decirse. Prácticamente no se lo escucha hablar. Contesta con gestos alguna pregunta que le puedan hacer y muestra cierta disidencia ante el joven compañero de tareas que hace su trabajo a las apuradas, de manera desprolija, incluso limpiando con una mano mientras con la otra sostiene un celular, que no deja de mirar. Aquí reparamos en que el film es contemporáneo en su temporalidad al momento en que fue filmado (casi que tenemos la tentación, en los primeros minutos, de pensar que está situado en los años ochenta).

 

El personaje, que puede parecer un alienado por la vida laboral, muestra sin embargo una clara rebeldía cuando por un día tiene que realizar un doble turno laboral porque su compañero ha renunciado, pero al terminar advierte por llamada telefónica que no está dispuesto a hacer lo mismo ni un día más. Pero por sobre todo, Hirayama muestra armonía en aquello que hace fuera del trabajo: escuchar música mientras viaja (sobre todo rock de las décadas del sesenta y setenta); comer un sándwich sentado en el banco de una plaza mientras contempla un árbol al que fotografía cada día (¡con cámara analógica!, otro indicio aparente de que el film está situado unas décadas atrás). Escena sublime: komorebi, momento preciso en el que los rayos de sol que se filtran entre las hojas de los árboles generan un brillo particular, producto de la fusión de luces y sombras (el “instante decisivo”, diría el fotógrafo francés Henri Cartier Bresson).

 

Hirayama termina su jornada laboral y asiste a una casa pública (un sento), baño con duchas y piletones de agua caliente en donde se relaja, come y bebe en bares en compañía silenciosa (“¡pathos de la distancia!”, diría el viejo Nietzsche), compra libros, lee antes de dormirse, parece amar en silencio a una cantinera, revela cada mes su rollo de fotos y con serenidad rompe las que no le gustan y guarda en cajas con etiquetas que indican mes y año las que sí le gustan. Los domingos la dinámica del día es diferente: se levanta más tarde, usa su reloj-pulsera, limpia la casa, lleva su ropa a un lavadero, pasea en bicicleta, visita la casa de fotografía o compra libros en una vieja librería (de las del tipo “saldos y usados”), asiste al bar donde la mujer que lo atiende, a pedido de los asistentes, canta en japonés el clásico norteamericano “The House of the Rising Sun”.

Primavera, verano, otro, invierno… y otra vez primavera. Diferencia y repetición.

   

 

Nada sabemos del pasado de este hombre, que vive en una extraña armonía que sólo se ve alterada circunstancialmente por un episodio que puede dar indicios de algo de su historia, pero no mencionaremos para no spoilear. Lo importante, en todo caso, es el hecho de que el personaje logra expresar una vida en una suerte de ciudad dentro de la ciudad (la ciudad invisible de Hirayama, nos vemos tentados de pensar, parafraseando al escritor italiano ítalo Calvino).

 

Wenders pasó una década sin visitar Japón, y cuando regresó, lo hizo para realizar una serie de cortometrajes encargados por la red de arquitectos “Tokyo Toilet” y el municipio de Shibuya, quienes buscaban transformar la imagen pública de los sanitarios del lugar. Como un mago, el director alemán sacó de la galera la inspiración para un nuevo film. “Sentí que los baños eran parte de una imagen mucho más grande, y caí en la cuenta de que podíamos crear algo que capturara la esencia de la ciudad de Tokio. La caracterización del protagonista fue el aspecto más crucial del trabajo junto al coguionista, Takasaki. Imaginamos a Hirayama como un hombre simple pero feliz. Alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a otros”, destacó el cineasta, quien entrevistado por Variety (y citado en Argentina por el diario Página/12), también subrayó que “la repetición, si uno la vive como tal, te transforma en una víctima de ella. Pero si uno logra vivir el momento, como si nunca se lo hubiera hecho antes, se transforma en algo completamente diferente”.

 

Por eso Hirayama puede detectar sutiles diferencias de su vida rutinaria, y ser profundamente sensible a ellas. El vagabundo en situación de calle que siempre está parado debajo del mismo árbol y alguna vez lo saluda; la muchacha que con frecuencia al igual que él– almuerza un sándwich, sentada sola en el banco de una plaza, y en el algún momento realiza con él un intercambio de miradas; el niño que pierde a su mamá cuando se mete en el baño y es tomado de la mano por él, quien lo tranquiliza hasta el reencuentro; el dinero que le presta a su compañero Takashi para que pueda invitar a su novia a salir una noche; la comprensión frente a la novia de Takashi, quien le roba un casete pero que después se lo devuelve, y que incluso tras escucharlo en su camionera le da un sorpresivo beso en la mejilla; la sobrina que lo visita y le pide prestado un libro, son todas secuencias de una misma situación subjetiva: Hirayama es un hombre que vive en su mundo, que es un mundo solitario y extemporáneo, pero no por eso lo consume la amargura, o le impiden un trato amable con los más jóvenes.

 

Así que gran parte de esa cultura ancestral del japón que se concentran en este personaje (el servicio, el bien común, el silencio, la búsqueda de una armonía espiritual), hacen de esta coproducción alemana-japonesa una verdadera experiencia cinematográfica capaz de despertar curiosidad en espectadores tanto del mundo oriental como occidental. Tanto que dan ganas de investigar cuánto de esa cultura está efectivamente aún presente en el japón hipermodernizado de hoy en día, o cuánto es una operación del cine de Wenders para subrayar la importancia de esta persistencia. Se podrá decir que era esa una cultura conservadora y autoritaria, se podrían decir muchas cosas. Pero al observar el mundo actual, con su fealdad estética, su histeria subjetiva, su demolición corporal, su pobreza extrema, su ruido sin fin, su tecnologización de la vida, un film como éste nos conecta con otras tradiciones, que incluso desde orientaciones ideológicas que pueden no compartirse, incitan a preguntarnos qué estamos haciendo de nuestras vidas contemporáneas.  

 

Wenders ha sido más bien conocido por un cierto público joven a través de documentales como La sal de la tierra, de 2014 (sobre la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado) o El Papa Francisco: un hombre de palabra, de 2018 (con el jefe del Vaticano). Para los mayores, el film que lo consagró y siempre fue destacado y recomendado, es el emblamático París, Texas, de 1984, por el que ganó en Cannes el Palma de Oro. Aunque para este cronista, Las alas del deseo. El cielo sobre Berlín, de 1987 (ganador del premio al mejor director) y su secuela de 1993, Tan lejos, tan cerca (por el que ganó el premio Grand Prix du Jury), son los films a los que siempre irá unido el nombre de Win Wenders. Aunque, de ahora en más, también la serie se complemente con Días perfectos, película que nos recuerda que perfecto puede ser el cine.


 

martes, 5 de marzo de 2024

Renzi-Piglia: registrar una época, fabricar un escritor

 


Por Mariano Pacheco

(La luna con gatillo)

 

  

Los años de formación, el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, esta semana en la sección Libros y Alpargatas de La luna con gatillo.

 

 

“Es lícito plantear que somos una generación, es decir, un grupo de personas que tienen experiencias comunes (el peronismo, por ejemplo) que han leído los mismos libros y han elegido los mismos autores, porque la edad –o la juventud– es también un problema de cultura”, escribe Ricardo Piglia en este, el primer tomo de lo que constituye una verdadera máquina de registro de cómo se construye un escritor. En esa entrada del miércoles 16 de julio de 1964, Piglia-Renzi, reivindica a Roberto Arlt como un contemporáneo, y se asume (“dicho con ironía”) como parte de un “grupo de escritores que bregan por una nueva cultura en Argentina”. Nueva cultura –aclara– que quiere “reconstruir la tradición” y elegir puntos de referencia en personajes como Macedonio Fernández o Juan L. Ortiz.


Los años de formación, con el que Piglia da inicio a Los diarios de Emilio Renzi, trazan un recorrido por la cultura porteña del período 1957- 1967. El libro, construido con una minuciosidad asombrosa, comienza y termina con relatos escritos en tercera persona, en los que Piglia escribe sobre Renzi, mientras que el diario propiamente dicho, con sus entradas fechadas, juega con esa primera persona del singular que podemos leer bien sea como Ricardo, o como Emilio, o como el nombre completo del escritor-personaje en cuestión lo indica: Ricardo Emilio Piglia Renzi.


“Desde chico repito lo que no entiendo –se reía retrospectivo y radiante Emilio Renzi, en el bar de Riobamba y Arenales–”, es lo primero que leemos (“En el umbral”), luego de la “Nota del autor”, firmada en Buenos Aires, el 20 de abril de 2015. “Como nos ha enseñado la lingüística, el Yo es, de todos los signos del lenguaje, el más difícil de manejar, es el último que adquiere el niño y el primero que pierde el afásico. A medio camino entre los dos, el escritor ha adquirido la costumbre de hablar de sí mismo como si se tratara de otro”, puede leerse luego, ya hacia el final, en el anteúltimo texto del tomo (“Quien dice yo”), y finalmente, en el último texto (“Canto rodado”): “Las historias proliferan en mi familia, dijo Renzi… había figuras fijas, por ejemplo, mi tío Marcelo Maggi, a quien siempre se regresaba y al que nunca se ha de olvidar”. Y también: “fui a buscar a Concordia, Entre Ríos, a mi tío Marcelo, y de ese modo pude no sólo participar en su historia, sino también transformarlo”. Los lectores de Piglia sabemos que ahí, en Maggi-Concordia-Renzi se juega el nudo de Respiración artificial (1980), su primera novela.

 

 

Leer- escribir

“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quien se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)”, sostiene en un tramo al inicio del libro. Y luego: “¿Por qué nos dedicamos a escribir después de todo? Se nos da por ahí, ¿a causa de qué? Bien, porque antes habíamos leído”.


La relación entre lectura y escritura es estrecha en Piglia, en la línea de Borges, así como para otros escritores y escritoras el vínculo central pasa por el par literatura y experiencia. “Primera conclusión: para leer, hay que aprender a estar quieto” (otro de los tópicos de Piglia: el vínculo entre la movilidad de la acción y el reposo de la lectura –como en Guevara, el guerrillero que lee subido a un árbol en plena selva boliviana cuando las fuerzas rebeldes logran tomar un descanso de las tropas de la CÍA que les pisa los talones, según analiza en su libro El último lector–). Lectura que cambia los modos de leer. “Para escribir es preciso no sentirse acomodado en el mundo, es un escudo para afrontar la vida (y hablar de eso)”, nos dice.

 

 

Arte y política, tradición y vanguardia


Otra de las cuestiones que aparecen con fuerza en este tomo, y que se sabe que constituyen una de las obsesiones de Piglia, es el del vínculo entre arte y política o, dicho de otro modo, entre tradiciones políticas y vanguardias estéticas. Piglia, que en ese período ya comienza a asumirse como un hombre de izquierdas, que participa de revistas y proyectos intelectuales y nace al mundo literario al ganar el Concurso de cuentos de Casa de las Américas (organizado por la revolución cubana), afirma por ejemplo, con temprana lucidez: “una de las paradojas de la época y no es de las menores– radica en que los artistas peleamos por un mundo que tal vez será inhabitable para nosotros”. Pero en su mirada, ya desde entonces en esos “años de formación”– la discusión entre escritores no pasa tanto por sus posiciones políticas respecto de la realidad social, sino sobre sus posiciones políticas en el campo del arte. “Al hablar de nuevos escritores (Rozenmacher, Briante, yo mismo) es importante recordar que lo son no por una cuestión generacional, sino porque tienen del arte una idea diferente a la que tenían los escritores que lo precedieron” (quizás allí, y no en la cuestión “etaria”, radica la “delimitación generacional”).


Algo de eso aparece de manera más clara y contundente cuando en otra entrada del diario escribe: “la política tiene sus propios registros y modos, que no se pueden aplicar directamente sobre la literatura o la cultura. No quiere decir que sean autónomos, sólo quiere decir que tienen sus formas propias de discutir y de `hacer` lo que llamamos política, o sea que tienen sus propias relaciones de poder”.


Así, el diario aparece poblado de entradas que dan cuenta de la Buenos Aires de aquellos años, de las lecturas y discusiones literarias, artísticas y políticas, pero también, en su lectura, podemos sumergirnos en la cocina de cómo se fabrica un escritor o, al menos, del modo en que Renzi da cuenta de cómo Piglia se fue constituyendo como tal. Y el rol que los cuadernos jugaron en ese camino, que es al fin y al cabo el de toda su vida adulta. “Leo lo que escribí en estos cuadernos, desorden de los sentimientos”, puede leerse en la entrada del jueves 13 de octubre de 1961, en la que luego agrega: “busco una poética personal que aquí no se ve (todavía)”. Para luego rematar: “un diario registra los hechos mientras suceden. No los recuerda, sólo los registra en presente. Cuando leo lo que escribí en el pasado encuentro bloques de experiencia y sólo la lectura permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo. Lo que sucede se entiende después”.


Resulta evidente, leyendo los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi, que somos nosotres quienes vamos comprendiendo, poco a poco, que la magistralidad de la narrativa y la crítica literaria de Piglia se fueron fabricando en gran medida al calor de la escritura misma de esos cuadernos.

David Viñas: solapa al libro de cuentos Las malas costumbres

 

 Escribir aquí es como preparar una revolución de humillados



Las solapas como las dedicatorias son un género literario. Claro: no tienen la espectacularidad de los textos publicitarios ni la irritante crispación de los yingles, pero se acercan a lo clandestino de los anónimos. Por su redacción son monopolio exclusivo y oblicuo de los autores de los libros, aunque habría dos variantes: cuando la redacción es de algún amigo al que se le solicita y la firma o en los casos en que interviene un redactor de la editorial.


Pese a eso, el autor siempre verifica que dicen de él y propone cambios , retoca las pruebas, introduce un adjetivo sagaz, suprime algún adverbio o traslada el movimiento del texto al presente inmediato para hacerlo más cálido sin dejar de sentirse histórico. En fin, que el autor del libro es el autor de la solapa. O, si se prefiere, la solapa es prolongación de la obra y dónde el autor indirectamente muestra como quiere ser visto. La solapa, pues, es la imagen que de si mismo propone el autor. Sin embargo, en un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada forma, pero como si esa perspectiva fuese totalmente espontánea. Las intenciones que supone redactar un texto sobre uno mismo serían el producto natural de un redactor eficiente y abstracto, en este caso la editorial como estructura gigantesca y sin rasgos. O, con mayor precisión: el autor pretende hacer pasar la imagen que de si mismo ha elaborado como visión espontánea segregada por su comunidad. Y no.


De ahí que sea indispensable que el autor asuma el texto de la solapa. El estado soy yo decía un rey francés. Pues bien: mi solapa soy yo, mis libros, un capítulo más que me pertenece por entero.


Y ahora a utilizarla: podría ser tradicional y escribir. Me llamo Viñas, David Viñas, nací cuando el crak de Wall Street y la caída de Irigoyen. Podría enternecerme con mi pasado: Publiqué varios libros -escribiría- Cayó sobre su rostro, Los años despiadados, Un dios cotidiano, Los dueños de la tierra, dar la cara. También podría... En realidad podría hacer muchas cosas. Pero prefiero usar mis solapas en otra cosa: primero, para decir por qué escribo (por humillación y para salir de eso).


Alguna vez dije que escribía por venganza; pero para salir de la humillación una literatura de venganza no puede ser arbitraria ni abstracta. Mi humillación está condicionada por vivir en un país ambiguamente humillado: la Argentina no es una colonia; es algo más equívoco: una semicolonia. Así mi humillación es compleja y la tensión por arrancármela se carga con una ambigüedad mayor. En segundo término, cómo escribo: asumiendo esa situación de sometido, de esclavo (peor, esclavo a medias en tanto puedo actuar con cierta autonomía y creerme que no lo soy). Y sabiendo que es una faena de todos los días, mezcla de paciencia e impaciencia que exige élan y encarnizamiento y no se parece en nada (o casi nada) a las revoluciones burguesas espectaculares, bruscas y triunfantes. No. Escribir aquí es como preparar una revolución de humillados: opaca, empecinada, dura y cotidiana. O, mejor, casi opaca, casi empecinada, casi dura y casi cotidiana. Como vivo en un país semicolonial soy un semihombre y un casi escritor que escribe una literatura a medias. O lo que es lo mismo ¿para quienes escribo? Por ahora para los que tienen mi mismo sabor de boca. Es decir, ni especulo sobre un posible público populista ni me interesan los bienpensantes. Más claro aún, pretendo escribir para los cuadros. Y lo correlativo, ¿para qué escribo? Muy simple. Para que esos posibles lectores que se me parecen contribuyan al movimiento que los arranque y me arranque de la humillación, para superar ese nivel de casi país que padecemos y para que nuestra literatura sea algo completo. Y para que yo, usted y los hombres de aquí dejemos de ser casi hombres para serlo en totalidad.



Buenos Aires: salud mental y vida cotidiana

¿Cómo hacerse de un cuerpo en la urbe?*

  


MARIANO PACHECO**

(PARA REVISTA FROI)



El psicoanálisis y la salud pública en Argentina. Crónicas menores en torno al Hospital Ameghino de la ciudad de Buenos Aires desde la perspectiva de un usuario. Escrituras sintomáticas como iniciativa de salud, en tanto combinación del despliegue de la imaginación junto con un trabajo sobre nuestras propias experiencias de vida, en la búsqueda de dejar de ser eso que hicieron de nosotros.

 


Los martes es mi día de sanguchito de jamón y queso con Seven up. Es casi una institución que ese sea mi almuerzo tardío, a las tres de la tarde, cuando salgo del hospital.


Al principio llegaba caminando por Córdoba y, luego de pasar por Agüero, ingresaba al lugar. Al salir también solía irme caminando por esa misma calle. Incluso el tiempo en que fui en moto la dinámica fue la misma: llegaba por Córdoba, pasaba Agüero y subía a la vereda para, tras unos metros, estacionar frente al portón de ingreso. Y al salir, para no pegar la vuelta, iba con la moto caminando esos metros hasta la esquina y tomaba derecho por Agüero.


Después del accidente volví a llegar siempre en colectivo, en el que me deja justo enfrente del lugar. Así que no recuerdo si un día al bajar del bondi en lugar de retroceder y cruzar por la esquina de siempre seguí caminando hasta Gallo y crucé por ahí, o si fue al salir que en vez de ir hacia atrás fui hacia adelante (subiendo por Córdoba, como se dice). El hecho es que ese día pasé por la puerta del almacén y segundos después retrocedí para ingresar a comprar. Desde entonces, el sanguchito de jamón y queso con Seven up se transformó en otro de mis rituales en el andar por la ciudad.


Así que los martes salgo del Ameghino, camino unos metros hasta la fiambrería, y luego me voy caminando hasta el Abasto a tomar el subte B en dirección hacia el centro, para bajar en Calleo y Corrientes, sea para tomar un colectivo que me lleve a casa, o bien para quedarme por ahí, y caminar por la calle Corrientes hasta el Obelisco, y llevar adelante otro de los rituales que tengo desde hace años, que consiste en entrar a las librerías de saldos y usados a ver si alguna magia me sorprende y encontrar así algún ejemplar de libro que me alegre la vida. ¿Exagerado? ¡Tal vez! Aunque debo reconocer que es por demás cierto que el hecho de encontrar ediciones específicas de libros que no estoy buscando sino que terminan en mis manos porque me sorprendieron desde las estanterías, producen en mí una felicidad difícil de comparar (el autocorrector de Word me puso “comprar”, y si bien los libros se pagan, como casi todo en este mundo, me resisto a poner en la misma oración dinero y felicidad). Así encontré El amor a los comienzos, la autobiografía de J. B. Pontalis, quien plantea allí –entre otras cuestiones– que “en su alforja agujereada”, la memoria sólo retiene “accidentes”, y que es el cuerpo, “a pesar de sus rupturas, desórdenes y cambios de todo tipo”, el que nos permite reconocer “esta vida como nuestra”, así como “hacer derivar de un mismo punto” y referir al mismo pronombre “yo”, tanto “actos” como “emociones y pensamientos”.


La cuestión del cuerpo viene siendo una de mis obsesiones en los últimos tiempos, y mis lecturas, han insistido una y otra vez en volver sobre la pregunta por el cuerpo político, es decir, por la experiencia colectiva, pero también, por cómo se implica cada vida singular en esas aventuras con otros (con otres, como se dice y hasta se escribe ahora). Al fin y al cabo, ya lo decía Freud, cada vida es única, e irrepetible.

 

 

***

A esta altura no sé cómo podría sobrellevar mi vida en Buenos Aires si no fuese por ese espacio psicoterapéutico semanal que sostengo desde hace casi tres años en el Ameghino. Tampoco sé cómo sostendría un ámbito así si no fuese por el servicio que se brinda en el hospital (o más bien, debería decir: estoy seguro de que no podría sostenerlo porque no tendría forma de pagarlo). Pero no es sólo eso (mi situación actual de no poder pagar una sesión a un psicólogo en un consultorio), lo que me atrapa, lo que me seduce del lugar. Creo que hay algo de ese sitio, de su historia (que es la de la salud pública en nuestro país), que me resulta por demás familiar. Y no me refiero a que los turnos sean otorgados cada semana por una señora que es igual a mi mamá –con quien no tengo vínculo desde hace tres décadas– sino que me resulta familiar porque tiene que ver con mi experiencia adulta. Y para mí, que fui expulsado de mi casa por mi madre cuando tenía 14 años, la adultez comienza con la adolescencia, cuando llegaron a mi vida la militancia, las lecturas y, también, el psicoanálisis.


Aunque si la vida adulta tiene que ver con terminar el colegio y empezar a laburar, debo reconocer que, en mi caso como en el de tantos– esa situación llegó recién a los 18 años, cuando terminé la escuela (o más bien, cuando terminé con los intentos consecutivos de pasar de año y dejar de recursar. Eso fue a fines de los noventa, inicios de los dos mil, así que el trabajo para mí fue de entrada en formato precarizado, lo que implicaba atenderse en el ámbito público y no en el privado; cuestión que fue durante muchos momentos una constante, porque si bien laburo desde pibe, sólo 8 de los 26 años que llevo trabajando conté con obra social. No sé si los servicios de salud mental son una cuestión habitual en otras partes del mundo, pero celebro que así sea en Argentina.

 

 

***

Al principio iba al Ameghino dos veces al mes, y otras dos veces, la sesión se mantenía de manera telefónica. Durante un montón de meses fue así, porque la virtualidad se impuso por necesidad: primero por protocolos del lugar, luego por mi imposibilidad de moverme tras el accidente. Recuerdo que el auto me atropelló minutos después de que cortara el teléfono tras el último encuentro del año, en el que dije:


-- Mañana empiezo las vacaciones. Me va a venir bien porque tengo que parar un poco la moto.

 

¡Nunca imaginé una frase más literal!

 

Tiempo después abandoné la zona sur del conurbano para instalarme en capital: así y todo, trasladarme desde mi casa hasta el hospital se me hacía engorroso. Un amigo psicoanalista me dijo que ya no atendía más a sus pacientes de manera presencial. Otra amiga, mismo oficio, me comentó asimismo que sólo mantenía virtual a quienes no vivían en la misma ciudad o si por algún motivo puntual se lo solicitaban. “Hemos perdido la noción del traslado”, me dijo (o algo así). Enseguida recordé a Dostoievski, quien –como Nietzsche– había escrito que el mundo se dividiría en dos: antes y después de la muerte de Dios. Para nosotros, tranquilamente, el mundo contemporáneo también se puede dividir en dos… pero con un antes y un después de la pandemia.


Antes –de la pandemia, decía– hacíamos un montón de cosas en función de los traslados: “ya que voy ese día a tal lugar, aprovecho para ir a tal otro que queda cerca” (o no tan lejos); “entre que salgo de acá, y entro allá, me veo con fulana o sultano”; “fui a ver tal peli entre tal cosa y tal otra”; “conocí a X en la parada de tal colectivo”; “me vi con Y, quien me presentó a Z…”.


Pienso que ahora somos una masa inmensa la que se mueve menos, sale menos. Y al salir, nos mostramos menos predispuestos a la sorpresa, al contacto con los demás. Motivos no faltan: los acosos (en el casos de las mujeres); la pesadez existencial extrema (en todas las personas); el uso insoportable  que se hace del celular (sea para escuchar música sin auriculares, molestando a todo el mundo, sea porque usamos auriculares mi caso– para no molestar al resto y disminuir los daños del ruido ajeno); la alienación producto de las redes sociales. ¡Claro que antes la gente leía el diario o un libro en la parada o mientras viajaba! Por supuesto, apologistas de la gratitud tecnológica contemporánea. Pero quizás el diario o el libro mismo eran motivo de conversación (sospecho que nadie se para al lado de una persona y le hace referencia a lo que le lee en su celular, primero porque no se ve, segundo porque debería entrometerse en pantalla ajena y eso desataría más una discusión que una conversación). Hablar con alguien del sexo opuesto (al menos para un varón heterosexual, como es mi caso), a quien no se conoce, está vedado hoy por hoy, sea en la parada o arriba de un transporte público (colectivo, subte o tren). Rara vez la iniciativa surge de mujeres y es altamente probable (seguro hay estadísticas, pero detesto las estadísticas) que –como sostienen desde los feminismos contemporáneos– la mayoría de las veces el trato nacido de un varón hacia una mujer viene irremediablemente acompañado de actitudes de acoso (o algo parecido). Pero (¿debo decir que soy un “privilegiado”?) he tenido alguna que otra historia de amor surgida de una ocasional conversación callejera, nacida en un colectivo, parada o estación.

 

 

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Freud inventó la asociación libre como concepto, así que sospecho que nadie que se “vaya por las ramas” en un relato donde el tema es la salud mental puede ser acusado de divagar.


Retomo el hilo: decía que sostener un espacio psicoterapéutico semanal, al menos para mí, resulta una cuestión vital. Claro que Buenos Aires es una de las ciudades más psicoanalizadas del mundo, pero como en cualquier otra parte del planeta, su práctica está reservada a determinados sectores sociales, con cierto privilegio económico y capital cultural. He tenido la suerte de contar con algo del segundo pero, en 42 años, nada del primero. Cosas de la vida (como se dice popularmente), así lo quiso Dios (como repetía mi madrina) o son cuestiones de las condiciones materiales de existencia con las que nos topamos al venir al mundo (como menos poéticamente repetimos los marxistas). La cuestión es que, sin ese espacio dual, sospecho, mi vida sería bastante más complicada.


Si la literatura –como alguna vez leí de pluma de Ricardo Piglia– tiene que ver con algo de la “forma privada” de la utopía, y la filosofía vía la lectura que Deleuze hace de Spinoza y Nietzsche, pero también de Sartre– con una imagen que más que a la del profesor se vincula con la del “pensador privado” (en tanto combina una especie de soledad que le pertenece siempre, junto con una cierta agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan), el psicoanálisis en mi vida tiene algo similar a lo que puede pensarse de la filosofía y la literatura. Si el “el pensador privado necesita un mundo que incluya un mínimo de desorden, aunque más no sea una esperanza revolucionaria, un grado de revolución permanente”, como insiste Deleuze, el espacio dual psicoterapéutico combina para mí algo similar: el trabajo con aquello que se denomina la “intimidad”, los “propios problemas”, no están desconectados de cierta búsqueda por intervenir activamente en los asuntos comunes “desneurotizando” la práctica militante. Es en ese sentido que literatura- filosofía- psicoanálisis- militancia, funcionan como esferas con su especificidad, sus mutuas implicancias, sus conexiones y contaminaciones en una experiencia vital que, como es mi caso, se desarrolla un poco al margen de las instituciones estatales, pero también privadas (de la gestión de gobierno y el parlamento; de las escuelas y universidades; de los consultorios; de las agencias y empresas de prensa), aunque más cerca de las primeras que de las segundas, entre las que debo contar mi asistencia semanal al Ameghino.

 

 

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Leo Por nuestra cuenta. Alternativas al sistema de salud mental controladas por pacientes, de Judi Chamberlin, a quien la editorial que la publica en Argentina caracteriza como “un ángel contracultural de nuestras rebeldías”. El amigo que me pasa el ejemplar, que trabaja sobre estos temas, me dice que hay algo del “activismo en primera persona” que puede estar en sintonía con el tipo de relato que –según le había comentado– quiero escribir.


Días antes había visto en HBO (plataforma que adquirí junto a Mubi, tras dar de baja Netflix, asqueado de sus productos) la serie israelí Normal (nombre horrible si los hay), donde se cuenta la historia de Noam, un joven de 24 años que toca fondo y culmina internado en un pabellón psiquiátrico, ante su imposibilidad de sostener su trabajo periodístico, y de procesar el vínculo con su padre, quien acecha como un fantasma sus posibilidades de realización existencial, ya que se trata de un importante director de cine, guionista, actor, escritor, pintor, poeta, compositor, periodista y publicista. Como en Todos quieren salvarse (esta sí, serie de Netflix), también aquí la historia se concentra en aquello que sucede con las personas en situaciones de encierro psiquiátrico (aunque sea voluntario), y en los vínculos que se generan entre pares.


Mi caso (mi “problema”), a diferencia de Noam, no es tanto no poder escribir, sino más bien el contrario: hay como una suerte de exceso de lectura y escritura que me habita. Un exceso como el que está presente en las canciones de Ricky Espinosa (el filósofo punk del Conurbano), en su propia vida a través del consumo de sustancias (que de tan excesivo un día terminó tirándose de la ventana de un quinto piso) y, como en mi caso, un exceso de palabras, que como ahora se expresa en sucesivos desvíos (en digresiones, digamos). Pienso que quizás por eso me gustan tanto Deleuze y Guattari, porque suelen irse por las ramas, al punto de que nadie entiende nada (como me dicen muchas veces en mis Encuentros de Filosofía). Claro que, como son franceses, parece que con ellos queda bien decir “qué interesante” en lugar de “no entendí un carajo” (como en La mirada de los otros, el film de Woody Allen en el que el director queda ciego y filma cualquier cosa, obteniendo como resultado una película despreciada por su público norteamericano, pero… ¡festejada por el francés!). En fin, los sudakas sabemos que no corremos con la misma suerte. Así y todo, escribo. No tengo pánico escénico frente al papel (porque sí, primero escribo en cuaderno y después paso lo apuntado al word).  


La cuestión es que hay algo de esos excesos, de esas digresiones (de eso que me gusta llamar las “escrituras sintomáticas”) que me atrapa, o me envuelve. Y de allí este escrito que, si bien no ingresa en la zona específica de testimonios de “activismos en primera persona en salud mental”, entra en diálogo con ellos. No ingresa porque, formado en los noventa por setentistas, no puedo (no quiero) trocar el término militancias por activismos, desplazando el enunciado político del plural al singular, y tampoco como me aclaró mi amigo– porque en esa tradición está puesta en juego la experiencia del encierro psiquiátrico, que no es mi caso (al menos hasta ahora).


De allí la insistencia en la militancia más que en los activismos,  por más que como en mi caso– ésta tenga su centro de gravedad en las cuestiones subjetivas, en el pensamiento en torno a las indagaciones sobre lo que un cuerpo puede, tanto en términos de experiencia singular que busca descuadricular las lógicas que nos modelizan como de aquella que apuesta a conformar un cuerpo político popular capaz de protagonizar un proceso de emancipación (para conquistar espacios de libertad que amplíen los márgenes de desobediencia, deliberación y decisión, como dice otro amigo).


Es en este sentido que aparece la pregunta por el lugar de enunciación. En este caso, el registro literario en primera persona del singular, y la perspectiva filosófica que parte de la premisa (“pensador privado”) de que no se habla para representar nada, en nombre de nadie, sino de uno mismo, de quien lidia –como en este caso– con esto de habitar la más profunda “soledad poblada”, porque desde el cuarto en el que se escribe se busca siempre conectar con las apuestas de lo común.


Es en este sentido que pienso que la politización del malestar no puede ser abordada sólo en términos personales (porque la politización siempre es un proceso colectivo), así como tampoco la cuestión de la salud mental puede ser únicamente trabajada por los profesionales (“del rubro y afines”). Es en ese sentido que puede afirmarse que es deseable que el saber profano tome cartas en estos asuntos. Porque si la politización del malestar no sólo “desprivatiza”, sino que al mismo tiempo se afirma como un proceso de democratización que sitúa al movimiento de la sociedad (de sus luchas, sus dinámicas de organización) en el centro de la escena, entonces la producción comunitaria de la salud mental (en particular) y de la salud (en general) no puede ser reducida a una cuestión de especialistas. La pregunta por cómo nos hacemos de un cuerpo –en el caso específico de la salud mental– involucrará por lo tanto a profesionales y usuarios, así como el interrogante sobre la producción de comunidad no podrá sino involucrar activamente la experiencia singular de cada quien.

 

 

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¿Qué puede un cuerpo de ideas en lucha contra otro cuerpo de ideas? Sólo la práctica social general en la que se inscribe puede determinarlo. Pero como toda apuesta (sin garantías), las escrituras sintomáticas buscan partir de la propia experiencia de vida para ejercitar la narración, tomar la propia biografía y los ejercicios de memoria que podamos realizar como puntos de partida para emprender la escritura, no en términos de un refuerzo del yo, sino como inspiración para una construcción que transforme eso que vimos, escuchamos, imaginamos, vivenciamos, en escritura. Es en ese sentido que este tipo de textos privilegia el ensayo por sobre los pappers académicos o la opinología periodística, más cerca de la literatura, en esa concepción que también incluye en ella a los textos filosóficos y psicoanalíticos.


Porque la literatura, tanto como la filosofía y el psico (esquizo) análisis, buscan articularse en una perspectiva materialista y pragmática que implica a la vida, en un cuestionamiento radical a los modos dominantes de ser, en el intento por poner a estos vectores de fuerzas (en tanto máquinas estéticas, conceptuales y de “análisis militante” del inconsciente) a funcionar de modo tal que permitan imaginar/ rediseñar otras formas de existencia. Así, según la perspectiva que trabajan Deleuze-Guattari, la filosofía (en su trabajo con el concepto), posibilita la gestación de nuevas maneras de pensar; el percepto (al que definen como “nuevas maneras de ver y escuchar”, y al que podríamos agregar “otros modos de leer”), apunta en dirección al afecto, que es –al fin y al cabo– el que opera sobre las posibilidades de gestar otras formas de experimentar la vida.


Las escrituras sintomáticas, en esta línea, funcionan como iniciativa de salud, en tanto que la combinación del despliegue de la imaginación junto con un trabajo sobre nuestras propias experiencias de vida (y las observaciones que podamos realizar de nuestro entorno), permiten inventar nuevas posibilidades de vida, contra los estados de enfermedad que producen una interrupción del proceso creativo (textualidades que se proponen asumir que no se puede escribir sin ser interrumpido por la vida y que, por lo tanto, lejos de leer allí un obstáculo, puede permitirse encontrar en ello una potencia de producción).


Siguiendo las pistas de quienes plantearon que la experiencia es inseparable de la memoria, las lecturas con las que contamos, las películas que hemos visto, las canciones que hemos escuchado, las conversaciones que hemos presenciado, las calles que hemos caminado, los conflictos que hemos atravesado (las sesiones de psicoanálisis que hemos tenido), no pueden sino ser parte de la materia prima de las escrituras sintomáticas, en tanto cuerpo textual que se propone entrar en serie con el cuerpo singular que busca otras maneras de ser, de pensar, de amar, y el cuerpo político popular que puja por otros modos colectivos de producir y organizar la vida en común.

 

 

*Este texto fue elaborado sobre la base de una intervención preparada para las Jornadas Ameghino 2023: “Hospital público por- venir. Escrituras actuales en épocas de…”.

 

*Escritor, periodista, autodidacta.