sábado, 21 de septiembre de 2013

Prosa del piano roto: Recordando a Silvia Inés Urdampilleta


 Palabras escritas en homenaje a Silvia, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y combatiente del Ejército Revolucionario del Pueblo, leídas por por su autor el pasado viernes 20 de septiembre en el ex Centro Clandestino de Detención “D2” (Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba).

Por: Vicente Zito Lema


En aquellos tiempos cuando la conocí los cielos se mostraban sin malicia rojos y desnudos, las nubes en su andar de hielo se confundían con los ríos y la tierra retumbaba con nuestros pasos de gigantes. La revolución hablada y bendecida era agua de lluvia flotando sobre las manos abiertas. Así sentíamos el mundo, un tajo de pureza en la espesura, un abismo que se abría desafiante ante la cerrada desmesura de la realidad.
También yo era muy joven por entonces y me creía eterno. Tenía publicado un libro de poemas, tras el título de abogado podía defender a los compañeros presos (belleza y poesía dormían mansas en mis rodillas, pensaba), y aunque no lo dijera estaba orgulloso de un tiro en la pierna y de los golpes que me dieron en un acto donde habló la madre de Ernesto Guevara.
En ese escenario, que se pliega y despliega como un incendio sin fronteras, tal vez pueda entenderse la real conmoción que me produjo entrar en la vida de Silvia Inés Urdampilleta.



Lo que yo –entre balbuceos del destino y la poesía – y otros compañeros con mayor virtud –pero igual sacudidos por avances y retrocesos- intentábamos ser, ella ya lo era: abundante, rauda y absoluta. Me animo a decir que la muchacha de la inmensa sonrisa con cada uno de sus actos construía el alba de una nueva humanidad, aún sin saberlo, o sabiéndolo muy adentro, donde anida el pudor, donde la mirada del otro descubre y habla.
La vi siempre como una luz propia, muy de ella, secreta, y a la par era una luz de todos, que desvela, alienta y desafía.
Así sigue siendo para mí. Así la veo. Ella que iba y venía en los vientos del gran amor, ahogada en un desierto y extendiendo sus brazos, como una estatua de sal que sigue siendo de fuego, aún en la oscuridad y el silencio…
Y uno aquí, sobreviviendo del naufragio entre papeles de escrituras, húmedo de muy viejo ya el papel, amargos de derrotas las palabras que apenas pueden… Y ella que nada dice. Los desaparecidos son el vacío que todavía preludia las palabras, agota la posible densidad…
El viento de la historia apenas mueve las arenas. Toda quietud es mansa, más que cruel por obstinada. Hay una música de piano, quebrada y perpetua…
¿Y ella nada dice?
¿No pregunta por las rosas en las masetas de su balcón?
¿Qué fue de su sueño de construir de cuajo el mundo?
¿Qué se ha hecho con los grandes sueños?
¿En la agonía de la noche quieta y desolada, ya no se sueña…?

Era poco más que una niña con gracia cordobesa cuando supe inicialmente de ella. Con aires de heroína volaba más que caminaba, se decía. Con paciencia de mandarín escuchaba más que hablaba en las noches del desvelo cuando ocurría su formación política, se decía. Templaba su cuerpo con ardor estético y sin falsa piedad en las prácticas de ataque y sobrevivencia, se decía, en tono más bajo, como corresponde. Todo ello se decía y todo es cierto. La conocieron y la conocí. Doy testimonio, sin cuidados ni usuras.
Hay una destrucción que precede la creación, como un legítimo desorden para que nazca un orden amoroso y fraternal, donde lo humano sea. Por esas prédicas y otras ideas de la misma estirpe convertidas en actos, donde el cuerpo se duele y peligra, fue llevada presa. Era el comienzo de los años setenta y la continuidad de una de las tantas dictaduras del siglo en el país.
Un grupo de mujeres subversivas escaparon de la cárcel del Bueno Pastor, dijeron las radios y diarios. Ella fue la que más rió en la fuga, me contaron tiempo después sus compañeras de aventura. ¿Se debió a que en su corta vida ya había sufrido demasiado? ¿O acaso porque bajo el suplicio, en el medio de las preguntas con sangre, ella sólo fue el silencio, o sea fue el acontecimiento sin olvido de quien pudo ser vista –yo lo siento así- como la hija predilecta de los viejos Dioses de otros cielos con gloria…?
Vino de Córdoba a Buenos Aires con otro corte de pelo, otro color y un nuevo nombre. Rápidamente se convirtió en una leyenda.
Sus ojos verdosos sin sombra brillaban  contra un espejo la tarde ya en ocaso en que Mario Roberto Santucho sin mayor ceremonia nos presentó en el pequeño bar que aún sigue abierto con nuevos dueños y el mismo olor de viejos alcoholes. (Anoche, antes de escribir estuve allí, me sirvieron un café inevitable y no pude distinguir en el recuerdo la voz oscura de los vivos del murmullo de los muertos.)
La compañera está prófuga y en peligro, la buscan mucho, me dijo Santucho al descuido, parco pero amigable. Tendrás que ayudarla, insistió y se fue como un buen vecino del barrio, aunque demasiado serio me pareció, tal vez el sol de otoño ya era muy pobre…
Ella sí sonrió, generosa su boca. Toda la tarde se escurría como un río de llanuras sin fantasmas.
Cuando pregunté titubeando por su vida me dijo que estaba enamorada de Marx y yo le prometí, rápido y sin mayor cuidado, que una tarde pondría en su nombre jazmines en la tumba de Londres, y nos reímos sin saber que alguna vez lo haría, pero ella ya estaría muerta, de la peor manera. Nos fuimos del bar y llovía, como suele suceder en estos casos…
Cuidé de ella lo que pude, tal vez poco. Ella me cuidó mucho más. Cuando volvió a caer presa y aunque la torturaron hasta el hartazgo en Coordinación Federal, calló sin comprometer a nadie, ni siquiera a mí, por más que le encontraron un libro dedicado y otros poemas originales donde también la nombraba. Fui su abogado, la acusaban de todas las maldades del universo. Cuando la visitaba en la cárcel siempre de una manera u otro me hacía un regalo… Pájaros de papel y hasta lápices de colores, para que escribiera pasiones menos tristes, me decía. La revolución será con alegría, me decía. Para ella y otros compañeros no lo fue.
La muerte no es dichosa, la muerte no es amor…
Salió de la cárcel más que por mí, todos los presos políticos tuvieron su amnistía en el tiempo del presidente Héctor Cámpora.
Era de madrugada, éramos miles en la puerta del penal de Villa Devoto. La vi abrazada con otros compañeros, me sonrió, me hizo un gesto de victoria con la mano. Tenía prisa para seguir haciendo el mundo a su hermosa medida.
Se fue de Buenos Aires prontamente. Aumentó sus compromisos políticos. Cada tanto me llegaba alguna noticia más precisa. Su madre me contaba amorosamente de ella.
Tiempo después hubo otra dictadura. A la organización la golpearon cada vez más duro. Santucho cayó en combate. Su cuerpo sigue ausente. A ella la secuestraron, también su cuerpo sigue ausente. Yo acosado me fui al exilio. Busqué no morir del todo. Las glorias se perdieron por el camino. El dolor se volvió más áspero, hasta turbio. Poco pude en la intemperie hacer por ella, escribirle un poema, nombrarla, hacer marchas, actos públicos de Derechos Humanos y gritar todo el grito contra los asesinos por las calles holandesas, con el alma rota, entre soles fríos. Lejos muy lejos quedaron ella y los otros compañeros. Nadie es eterno, y el piano de la tarde perfecta está roto.
Una tarde de invierno viajé a Londres, puse los jazmines en la tumba de Marx. Escuché los murmullos y hasta acaricié ese viento de lluvia que movía suavemente las hojas.
Han pasado casi 40 años del primer encuentro y vuelvo a escribir sobre ella. Apago ahora la luz cruda de mi escritorio. Me cuesta caminar, son cosas de mi rodilla.
Mañana llegará la luz dulce de la mañana…