viernes, 22 de febrero de 2013

Borges… y esos monstruosos muchachos peronistas

Por Mariano Pacheco*. Alguna vez, Ricardo Piglia sentenció que los dos modos fundamentales en que los escritores se habían referido al peronismo eran la paranoia y la burla. Y es eso, precisamente, lo que expresan los cuentos “Casa tomada”, de Julio Cortázar (al que voy a referirme en una próxima entrega), y “La fiesta del monstruo”, de H. Bustos Domeq.

Con este pseudónimo jocoso, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron a fines de 1955 (recién tras la caída del peronismo) este relato escrito en 1947. Y lo hicieron fuera del país, en la revista uruguaya Marcha.
Desde el título, hasta el epígrafe de La refalosa, de Hilario Ascasubi (“Aquí empieza su aflición”), pasando por la primera oración del relato (-Te prevengo, Nelly…), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-política: quien contará la historia, en primera persona, es un cabecita negra, seguidor del Gran Monstruo Nacional. “El relato arma su escena textual y representa la escena política con un monologismo total, autoritario y represivo”, supo escribir alguna vez María Teresa Gramulglio, destacando que la voz del narrador se presenta como un Absoluto. Pero con el detalle de la cita de Ascasubi, el cuento va a salirse de la tradición gauchesca: quien habla puede ser considerado un descendiente de los sanguinarios federales, pero no así quienes escriben, letrados señores de la culta capital europea del continente. Es que la identificación del peronismo con el federalismo les impide inscribir sus plumas en ese legado. De allí también la asociación del título, en donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas, remitiendo de manera casi directa a la barbarie.
Porque tal como se ha señalado ya en otra oportunidad en este mismo Portal (“La mirada borgeana del peronismo”), “La fiesta…” está construido como una reescritura de los argumento de “El matadero”, de Esteban Echeverría, pero según el tono excesivo de “La refalosa”. El cuento trata de cómo lo monstruoso, lo animal, lo anormal, se desplaza desde la periferia hacia la ciudad. El narrador, que es un militante peronista, le cuenta a su novia los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar un discurso del Monstruo, nombre que se le da a Perón en el cuento.
Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta jornada de un 17 de octubre como un “espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas ante el llamado demagógico de su líder. Escribe Romero: “Esta característica prevaleció durante todo el gobierno, apoyado, además, en una constante apelación a la adhesión directa de las masas que, concentradas en la Plaza de Mayo, respondían afirmativamente una vez por año a la pregunta  de si el pueblo estaba conforme con el gobierno. Entusiastas y clamorosas respondían al llamado del jefe y ofrecían su manso apoyo sin que las tentara la independencia”.
En este sentido el cuento es claro: desde el primer párrafo (“pesceuzo corto y panza hipopótama”) el personaje va padeciendo un proceso de animalización y una creciente pérdida de su subjetividad, junto a los otros (¿hombres?): Todo empezó el día anterior –relata la voz– cuando se metió en la cucha a dormir y respiró como un ballenato, y concilió el sueño recién a la hora de la perrera. Y tuvo un sueño bastante lógico, por cierto: soñó que “el Monstruo me había nombrado su Gran Perro Bonzo” […]. Se despertó temprano, se vistió como un pulpo –continúa– sudando grasa como un cascarudo. Se subió al camión que lo llevó al Comité donde le repartieron las armas para asistir a la marcha [...] y mientras esperaban [para partir] los pibes del barrio les tiraban piedras como si fueran “pajaritos para la polenta”. Luego, si seguimos leyendo, sabemos que “los arrearon como vacas y los subieron a un camión rumbo a Buenos Aires”. Antes, dice el personaje, pararon “para llenar mi segundo estómago de camello” y hacer unas pintadas en favor del Monstruo y robarse una bicicleta. Más tarde suben a un ómnibus en el que van apretados como sardina. Sin causa aparente, el ómnibus es incendiado, y es por eso que finalmente entran a Buenos Aires “caminando como hormigas”.
En otras palabras, los peronistas son presentados como unos feos, sucios y malos que no asisten por voluntad propia a un determinado lugar, sino que son “recolectados” –como la basura–, y en el camino –como seres peligrosos que son– roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin ningún tipo de explicación lógica-racional.
Situados como violentos y fuera de la ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto. Son, juntos, no una suma de individuos –como le gustaba a Borges– sino una masa uniforme ("hombro con hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo”; “No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba en todo como yo”); una patota que canta la marchita hasta más no poder (“yo estaba tan afónico que parecía adornado con el bozal”); una barra que se ríe, hace chistes y se reparten “amistosos rodillazos”. Tan iguales que son como hermanos gemelos: “todos del sur, idénticos”. De allí que surja la pregunta retórica: “¿Quién, tan lejos del pago, iba a apartarse del grupo?”.  
Por esa heteronomía, también, es que el “camión de la juventud” era “un solo grito” y los personajes –tanto femeninos como masculinos–, aparecen como seres sin ningún tipo de autonomía: por el narrador nos enteramos que los tuvieron hora y media bajo el sol y que les impusieron poner en cada pared el nombre del monstruo. Tan animalizados, estos personajes, que son presentados como objetos manipulados por cosas (“me portarían en mi condición de fardo”; “a cada revólver le tocaba uno de nosotros”).Ella, si bien “regordeta”, es izada como bandera; él, “un chanchito”, porta una “panza-bombo”.
En fin, quienes asisten a “la fiesta” (que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben hablar bien. De allí que aparezcan lunfardismos y términos populares: votacén, trompa, crosta, soponcio, bufoso, bacán, cucha, merza, manganeta, farda, friega, purretadas, etcétera, etcétera… entremezclados con italianismos: mascalzone, senza, fratellanza, fetente, popolino, niente, anche, biglietes, finestra, presto… (Nicolás Avellaneda, en una lectura que ha hecho de este cuento, ha destacado a propósito de este tema que al menos 15 de los 20 apellidos mencionados son italianos). Este procedimiento –el de poner al “tano” en el lugar del “provinciano”– busca provocar una identificación con el lector culto, ese que cuenta con la capacidad de hacer las equivalencias, y reírse.
Con esta escenificación negativa de la nueva realidad de las masas populares en Argentina, los autores no sólo se ríen de las formas de hablar de las masas populares, sino también de sus costumbres, y hasta de los lugares en que habitan. Ellos, que viven en “casas cuchas” y duerman en “camas-jaulas”, son tan sucios que “chorrean grasa como queso mascarpone”, “sudan como sardinas” y se lavan “con el trapo de la cocina”. Y a diferencia del unitario protagonista de El matadero de Echeverría– aquí son ellos la barbarie quienes van al centro de Buenos Aires, invadiendo el culto y letrado territorio central desde la periferia (van desde Wilde, Quilmes, Sarandí, Berazategui, Villa Domínico, Tolosa…). Por último, como para no dejar ningún detalle afuera, la propia gastronomía define el perfil de los personajes, quienes comen “arrolladitos de salame”, “sangüiches de chorizo”, “milanesa fría” y, como frutilla del postre, toman “botellas de vino”.
Es que tal como enseñó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el mejor modo de describir y encontrar la palabra justa para referirse al enemigo político es el concepto de bestiario. Él lo pensó a partir de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre los nativos argelinos. Nosotros podríamos pensarlo en relación a ese odio que “nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Sartre), sentían por los descamisados. En el mismo sentido, Fermín Rodríguez, en su libro Un desierto para la Nación, escribe –respecto de los indios– que su animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización por la cual la matanza se desrealiza”. E insiste en señalar: “No hay allí violencia contra una forma de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se presenta como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”. Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras y la construcción del enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Romero –quien califica al gobierno constitucional como dictatorial–, en su ya citado libro, por ejemplo, se refiere del siguiente modo a los prolegómenos de los asesinatos de junio de 1955: “En 1951 un grupo militar de tendencia nacionalista encabezado por el general Menéndez intentó derrocar al gobierno, pero fracasó y los hilos de la conspiración pasaron a otras manos, que consiguieron conservarlos a la espera de una ocasión propicia”. Extraño modo de denominar un Golpe de Estado, la instauración de una dictadura, y el futuro bombardeo y fusilamiento sobre civiles.
***
Hasta aquí, más allá de la indignación política que pueda causarle a un peronista la lectura de este cuento, todo transcurre de un modo jocoso. Pero el relato va condensando sentidos a medida que avanza, y que llega a su momento culmine justamente en los últimos párrafos del cuento, cuando la “columna juvenil” no le perdona la vida a un miserable “cuatro ojos”. La descripción del “intelectual judío” sería extremadamente cómica, por lo tosca, si no fuera porque oración seguida es asesinado salvajemente. Distraído –como el propio Borges- este individuo “sin musculatura”, con libros bajo el brazo, se niega a venerar el estandarte de los sin libros, de los de pie y en alpargatas. Es decir, la foto y el estandarte del Monstruo. Alejandro Rossi, en su ensayo titulado “Borges, Bioy y el peronismo”, ha destacado que en el relato se produce un desplazamiento desde lo festivo hacia lo monstruoso. Y que el asesinato de un judío es el “motivo ideológico” para asimilar el peronismo al fascismo.
Si la patria está en disputa, que mejor que contraponer figuras antagónicas. El intelectual judío declara tener su opinión, y esos  horda totalitaria no puede perdonárselo (El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano…”). La mersa goza con el espectáculo del dolor ajeno. Con pasión salvaje, ríen y “se calientan con la sangre” que corre.
Después, como si nada hubiese pasado, a la Plaza de Mayo, a escuchar el discurso del Monstruo que se transmite a todo el país por cadena de radio. Un final que expresa a las claras la mirada que estos miembros de la elite civilizatoria, tienen sobre los modernos usos de los medios masivos de comunicación. Eso que Ezequiel Martínez estrada, en ¿Qué es esto?, caracterizó como “un plan sistemático para deprimir la cultura y enaltecer la barbarie”.
En fin, para terminar, quizás podamos pensar que la frase “para la patria, el Monstruo; para nuestra mersa en franca descomposición, el camionero…”, opera como síntesis ideológica del cuento. Un “texto gorila” que, tal como señaló Carlos Gamerro en El nacimiento de la literatura argentina, dice “mucho sobre el gorilismo y muy poco sobre el peronismo”.
Aunque en realidad, a través del gorilismo, podamos aprender mucho acerca de lo que el peronismo implicó para importantes sectores de la clase obrera argentina.

*Segunda de una serie de notas que Marcha publicará durante todo el 2013, el cuarto viernes de cada mes.

martes, 12 de febrero de 2013

María: todo lo sólido se desvanece en el aire

Nueva entrega de Montoneros silvestres

Por Mariano Pacheco para el Portal de Noticias Marcha*. Durante la primera quincena de enero de 1977 María y Lucho se fueron a Mar del Plata. Fueron las últimas vacaciones que pasaron juntos. En medio del terror que imponía la dictadura, ambos se dieron tregua para disfrutar unos días del sol, de la playa, de la distensión y del cariño sobre el que toda pareja, militante o no, edifica su historia de amor.



Como casi todo en esos meses, en esas semanas, toda tranquilidad se desvanecía rápidamente en el aire. A los tres días de haber regresado de sus vacaciones –el 19 de enero de 1977– María y Lucho se enteran que Mario había caído en la puerta de una clínica de Lanús. Evidentemente, la cita que iba a cubrir con alguien del sector de Sanidad de la Zona Norte estaba cantada.

Para cuando Mario se da cuenta de que hay ciertos movimientos raros en la cuadra, ya es tarde. Por eso al ver que no tiene escapatoria se toma la pastilla de cianuro y se tira debajo de un auto. Los militares, ya alertados del procedimiento, se abalanzan sobre él, lo sacan y lo meten inmediatamente adentro de la clínica, para hacerle un lavaje de estómago, intentando en vano mantenerlo con vida.

Su muerte fue un duro golpe para María y para Lucho, porque además de compañero Mario era un vecino y un amigo.

Mario Aníbal Bardi se había criado en Temperley, en una casa ubicada en las cercanías de la estación del ferrocarril. Si bien de derecha, la vocación de debate político de su padre lo fue familiarizando desde temprana edad en las discusiones en torno al posible destino del país. Al igual que su padre, también, Mario siguió los caminos de la medicina, aunque no los de la odontología. Antes de su incorporación a Montoneros, había tenido un paso por la Acción Católica. Un paso breve, ya que la Juventud Peronista ejerció sobre él una atracción que le resultó irresistible.

Ni bien se enteraron de la caída de Mario todos decidieron mudarse: Teresa, Lucho, María y sus dos hijos. Al final no pasó nada, nadie nos vino a buscar, comenta María más de tres décadas de ocurridos los hechos. Pero por precaución no quisieron regresar a sus antiguos domicilios. Así que allí comenzó, para ellos, un largo peregrinar. Empezaron a yirar de un lado para el otro. Unos días en la casa de unos compañeros en Adrogué, una semana en una obra en construcción, hasta que –provisoriamente– consiguieron que un señor les alquilara en Solano una casa por 15 días, al menos para guardar sus cosas. Una casa que estaba destruida, recuerda María. Fue entonces cuando Lucho comenzó a moverse por la zona. Hasta que de tanto ir y venir, preguntando por aquí y por allá, consiguió que un viejo –que tenía un kiosco sobre la calle Pasco– le vendiera un terrenito, muy barato –porque no tenía papeles ni nada–. Allí, en tan sólo una semana, Lucho armó la base para poner una casilla.

Así fue como justo una semana antes del primer aniversario del golpe, el 17 de marzo de 1977, Lucho partió en un camión, en dirección al terreno donde había conseguido que le vendieran esa casilla usada. A María le encantaba ver a Lucho moverse así, de acá para allá, resolviendo siempre todo problema que se les presentara. Pero también le daba miedo, ya que era un tipo muy conocido. Había sido el responsable de la JP en toda la Zona Sur y dirigente del Partido Peronista Auténtico (PPA) de Quilmes. Su cara, en primera plana, había salido fotografiada alguna vez en la revista El descamisado. Había hablado en actos locales en más de una oportunidad. Infinidad de reuniones habían contado con su presencia.

Por eso ni bien la “patota” que recorría la zona aquel día lo vio, lo reconoció. Según pudo saberse luego, las cosas sucedieron más o menos así:

El conductor pega una frenada en medio de la avenida Pasco. Cuatro tipos se bajan para reducirlo, pero no pueden. Así, pelado como estaba, sin armas, Lucho pelea como un toro salvaje: a las patas limpias, y a las piñas nomás… y logra zafar. Empieza a correr, pero enseguida siente las balas de ametralladora atravesándole la espalda.

Desde hacía 4 años que estaba junto a María. Se habían conocido en un acto en el Luna Park, en 1973. Desde entonces unieron sus vidas con fervorosa pasión. “¡Vivan los Montoneros, carajo!”, fueron las últimas palabras que Lucho pronunció. Aunque en ese momento ni María, ni Teresa, ni ninguno de sus compañeros pudieran escucharlas, él las gritó igual. Fue su forma de enfrentar a esos verdugos que ni siquiera pudieron matarlo mirándolo a los ojos.

Ricardo Miguel Ángel Morello, Lucho, había dado sus primeros pasos en la militancia junto a los cristianos enrolados en la Teología de la Liberación. Luego, y antes de incorporarse a Montoneros, tuvo un breve paso por las Fuerzas Armadas Peronistas. Cuando lo mataron y desaparecieron, por la forma de vestirse, en parte, y por la música que escuchaba –como tantos durante esos años– parecía un tipo más grande de lo que en realidad era. Un hombre totalmente adulto, recuerda María. Pero tenía apenas 33 años. No usaba vaqueros sino pantalón de vestir, y era un gran admirador de Carlos de la Púa.

(Recién en 1991 sus restos fueron hallados como NN en un cementerio de Lomas de Zamora e identificados por el Equipo de Antropología Forense. Así que casi una década y media tuvo que esperar María para saber dónde estaban los restos de su compañero, y poder exhumarlos y sepultarlos. Siempre que vuelvo a pasar por el lugar donde lo secuestraron no puedo evitar que me sigua produciendo dolor. No sé si hice el duelo, no sé qué es hacer el duelo. Porque hay cosas que no se cierran nunca).



*Relato que forma parte de Montoneros silvestres, historias de resistencia a la dictadura en el sur del conurbano, libro en preparación que Marcha irá adelantando en breves entregas, el segundo martes de cada mes.