viernes, 28 de mayo de 2010

Presentación del libro en La Plata y Bs As




Reseña del libro en: www.prensadefrente.org

Estuvieron presentes:
En Bs As: Omar Acha y Alberto Bonet
En La Plata: Martín Obregón y Esteban Rodriguez

CORTAR Y PEGAR: la risa generosa de Pacheco
Notas sobre “De Cutral-Có a Puente Pueyrredón. Una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados”, de Mariano Pacheco, editado por la Editorial El Colectivo, Bs. As, 2010.
Texto leído por Esteban Rodríguez en la presentación
La Plata, Facultad de Humanidades, 20 de mayo de 2010.

Pacheco. No voy a hablar de Mariano o Marianito –como lo conocimos nosotros acá, en La Plata, allá por el 2001-, sino de Pacheco. Pacheco suena contundente, tajante, impone autoridad. No él, sino su apellido. Tal vez porque Pacheco se acomoda mejor a la imagen que nos hicimos de él cuando protagonizaba discursos de barricadas ante auditorios masivos que lo escuchaban atentamente, no sólo por su juventud sino por el entusiasmo y la claridad con la que se expresaba. La distancia prudencial que se reconocerá enseguida en el uso y abuso del apellido no está para ganar una supuesta imparcialidad que vuelva objetiva, y por añadidura verosímil, nuestra intervención. Con Pacheco leemos y escribimos con apasionada parcialidad. Lo llamo Pacheco a Mariano porque él me llama Rodríguez. Aunque creo que fue al revés. Pero no importa, más allá de saber quién fue el primero que empezó a llamarlo al otro por su apellido, lo importante acá es que con el uso del apellido nos fuimos espiando y averiguando, construyendo una amistad que se demora a base de risa y discusiones y más risas. Pero esas discusiones y sobre todo las risas, que siempre estuvieron acompañadas por rondas de mate o cerveza, nos fueron demostrando que se puede construir, no sólo una amistad sino también transitar los mismos caminos sobre la base del disenso.

No. Siempre desconfié de aquel aforismo zapatista convertido en muletilla por la militancia autonomista argentina, una de sus consignas favoritas: “construimos a partir del consenso”. La democracia no es la fatalidad de tener que decir sí, sino la oportunidad decir no. Lo que define cualquier experiencia democrática no es el consenso sino el disenso. Si no preguntémosle a los troscos arrepentidos cuando se la pasaban haciendo auditorías ideológicas a todos aquellos que no compartían el programa que, no habiendo decidido lo habían aprendido de memoria y defendían con uñas y dientes. Se sabe: el trosquismo, pero también el guevarismo y el marxismo leninista, viven dividiéndose hasta transformar a la izquierda en una sopa de siglas que, a esta altura, amerita una guía de páginas amarillas para poder entender las escisiones que protagonizaron y protagonizan con orgullo pavo. Digo, en la izquierda tradicional no hay lugar para disentir. Cualquier debate que no respete las instancias jerárquicas, que vaya a contrapelo de la línea correcta, será considerado fraccional y, si no se retractan en un tiempo prudencial, serán expulsados de sus filas, es decir, deberán fundar su propio partido o su propio grupo de estudio. Insisto: No se trata de acordar sino de ejercer el desacuerdo, más aún en experiencias tan complejas y plurales como las que repasa Pacheco en este libro. Por eso digo que me parece que este tipo de consignas no son fieles a nuestras experiencias. La gran pregunta para los movimientos sociales, los grandes desafíos para la militancia contemporánea, no es cómo encajar todas las partes en un instrumento sino como articular todas las luchas, todas las discusiones que somos y vamos a ser seguramente, porque esto va para largo. Porque además, como Pacheco nos recuerda, no fuimos y no somos una experiencia total, rigurosamente vigilada por el “petit buró”, sino una multiplicidad heterogénea: una lucha construida con muchas luchas, luchas abiertas, sin un final feliz asegurado de antemano. La lucha de los MTD fue una lucha con muchas dudas, muchas idas y vueltas, muchos giros y muchas preguntas que quedaron en el tintero. El libro de Pacheco repasa esas tareas inconclusas, pero también el camino recorrido y compartido, sólo a partir del cual tiene sentido y podemos reconocer aquellas tareas pendientes.

Más allá de las modas. Ya sabemos del esnobismo de la academia, siempre dispuesta a pensar la novedad sociológica con la literatura de turno. Pero conocemos también de memoria el esnobismo de la militancia estudiantil, subestimando y subordinando su propia lucha a la lucha de “último momento!”, esa lucha que va ganando la tapa de los diarios. Digo, el diario Clarín pero también los diarios de Yrigoyen que lee y escribe! Porque el lugar que tiene Bolivia hoy en día, con Evo Morales a la cabeza, es el lugar que hace tiempo ocuparon los desocupados o los trabajadores de las fábricas recuperadas. Sí sí, también los piqueteros se pusieron de moda en los claustros universitarios, convirtiéndose en el objeto preferido de investigaciones, pero también en el sujeto favorito para pensar la acción colectiva, detrás de la cual había que cerrar filas, ideológica y políticamente hablando. También los piqueteros se convirtieron en la “niña mimada” de los jóvenes culposos que solemos ser cuando nos pesa nuestro estatus de clase media universitaria. Dije “mimada”, pero a veces no tanto. Porque también hay que reconocer que los piqueteros continuaron siendo, para gran parte de la izquierda argentina, la oportunidad para desenterrar viejas polémicas prejuiciosas a través de los cuales se impugna todo aquello que no se adecue a la doctrina que los maravilló de una vez y para siempre. Esa izquierda autoritaria que se apresuró a ver, en la figura del piquetero, una versión sui generis del trabajador en harapos de Marx, “esa masa informe, difusa y errante” que reconocemos con el mote de lumpenaje.
Por el contrario, en el libro de Pacheco, los piqueteros no son abordados como objeto de estudio, pero tampoco son postulados como el sujeto privilegiado para organizar el protagonismo popular. Los piqueteros tienen nombre y apellido, discuten, viajan, se cagan de frio o de calor, toman mate, escuchan música, arriesgan, se equivocan, lo vuelven a intentar. Los piqueteros de Pacheco no escatiman en chicanas, son mezquinos y solidarios, ingenuos y astutos, testarudos y permeables a la vez. Los piqueteros de Pacheco, digo, se parecen a nosotros.
Pacheco piensa a los piqueteros desde adentro, es decir, desde el interior de la propia experiencia de lucha. Una lucha revisitada con sus contratiempos, que no pierde de vista la perspectiva de los propios actores involucrados en esas luchas, una lucha –insisto- que no tiene problemas en reconocer cada una de las trayectorias contradictorias que se fueron condensando en el proceso de esa lucha en zigzag, con marchas y contramarchas; una lucha –o muchas- a través de la cuales se iban forjando aquellas experiencias novedosas de organización. No se escribe, entonces, desde la vereda de enfrente sino desde las experiencias que formó parte.

Ingenuidad y piedad. Pacheco tampoco escribe con el deseo de saldar antiguas rencillas, o para apuntar traiciones. Pacheco tiene piedad. Sabe que todos estábamos en el error, en el sentido de que nadie era un iluminado, nadie la tenía clara. Todos estaban aprendiendo en circunstancias sociales y políticas muy desfavorables. De esa manera, Pacheco nos devuelve la ingenuidad que fuimos, y nos recuerda también que la inocencia que se respiraba en la frescura de aquellos ambientes es una de las materias primas favoritas para ensayar cualquier desafío.
Frankenstein. La Aníbal Verón fue un cuerpo hecho con restos de otros cuerpos, una figura montada sin un plan previo. En las heridas que llevaba se averiguaba su derrotero, su impertinencia, las preguntas pendientes y los debates inconclusos. En él confluyen las comunidades eclesiásticas de base, pero también militantes revolucionarios de la década del ‘70 y antiguos delegados sindicales. Así como es impensable la Verón sin la militancia estudiantil “independiente”, sin Madres o sin HIJOS, también resulta impensable –y eso es una idea mía, no de Pacheco- sin el clientelismo político. En la Verón confluyeron nuevas con viejas luchas, clásicas y novedosas recetas. Hay un diálogo entre distintas generaciones que organizaron sus luchas de acuerdo a repertorios diferentes. Pero aquellas diferencias no estaban para marcar una distancia sino para enriquecer las luchas presentes. La complejidad de la coyuntura con la que tenían que medirse los desocupados, caracterizada, por la carestía, la fragmentación social y el sectarismo y la dispersión política, necesitaban de la imaginación y la paciencia. Y los MTD fueron una suerte de artefacto surgido de aquellos “laboratorios” militantes del conurbano bonaerense que Pacheco se propuso revisar.
Las horas sin dormir. Como dijo Martín Obregón, el libro de Pacheco no es un libro de historia, pero tampoco es un libro de sociología. No es un ensayo político ni teórico y tampoco una pieza de ficción. Es un poco de todo eso. El libro de Pacheco se mueve por los bordes de todas aquellas disciplinas. Es un libro indisciplinado. Pero todos aquellos lenguajes, aparecen atravesados por crónicas y anécdotas. Sin embargo, tampoco es un libro de crónicas y, mucho menos, un anecdotario. Por un lado. las anécdotas que se comparten no están para aportarle pintoresquismo a los hechos o volver excéntricos a sus protagonistas, sino para dar cuenta de la dimensión cotidiana de una experiencia que no se hacía apelando a discursos pomposos, o frases exitosas o con recursos suculentos; sino a los ponchazos. Las discusiones no siempre podían saldarse en las asambleas. Había un grado de improvisación importante. Y también el azar tenía su lugar en la vida de los MTD. Las anécdotas es el formato que escoge Pacheco para señalar el trasfondo de una lucha desalineada.
En cuanto a las crónicas, digamos que le permiten a Pacheco dar cuenta del giro vertiginoso que iban tomando los hechos. La crónica es la manera de reconocer la aceleración del tiempo. Las cosas se escapaban de las manos y la voluntad se impregnaba de su voracidad. Voracidad que reconocemos enseguida cuando Pacheco repasa las agendas sobrecargadas de reuniones, en los viajes interminables en tren, en los planes de lucha que espaciaban las asambleas de base, en las horas sin dormir de los referentes.
Lo micro y lo macro. Ahora bien, ¿por qué volver a leer algo que creemos, al menos nosotros, saber de memoria, que conocemos de taquito? Alguna vez Derrida dijo que la memoria es una tarea pendiente. Tal vez porque la memoria suele ser una aplanadora de los matices. En la historia del movimiento de trabajadores desocupados, los matices nos son menores. Son las discusiones pendientes, las diferencias que fueron desencontrando a algunos militantes y encontrando a otros. Hay una frase que se repite en el libro, dice Pacheco: “otra vez los desajustes de la memoria.” En efecto, cuando Pacheco pregunta sobre los hechos a sus protagonistas, estos no suelen coincidir. Los recuerdos se vuelven contradictorios. Cada uno se fue armando su propia versión sobre los hechos en los que participaron. Y esas diferentes maneras de recordar los hechos nos hablan no sólo de lo que cada uno depositó en su momento en ellos, sino también de las luchas superpuestas que encaraban, de los diferentes frentes de batalla con los que tenían que medirse. Las grandes luchas y las grandes consignas había que saberlas combinar con las pequeñas luchas de la vida cotidiana, que involucraban no sólo a las disputas con los punteros y la policía en el barrio, sino también a las rencillas entre militantes y malentendidos entre vecinos, que no fueron pocas y que amenazaban constantemente volar por los aires la incipiente experiencia que avanzaba a los tumbos. Como dice Pacheco, citando a Deleuze y Guattari: “todo es política, pero la política es a la vez micropolítica y macropolítica.”
Corte y pegue. El libro se escribe con método “cut y paste”, recortando y pegando, escribiendo y reescribiendo. Porque como nos advierte Pacheco, el libro se volverá a pensar con cada nueva lectura, con cada oficio nuevo, cada nuevo desafío militante. Pero todo aquello iba quedando en el haber de Pacheco. Por eso no sólo está Svampa sino las Manos de Filippi, Borges y Zibechi, Marx y Nietzsche, Sartre y Perón, Cesar Aira y Louis Althusser, Reguillo y Moyano –los dos Moyano, el escritor y el camionero que alguna vez presto una pechera a Pacheco, por si no lo sabían!-; están Fanon y Deleuze, Foucault y la Bersuit, Fidel Castro y Saer, Martín Kohan y Santucho, el gordo Cooke y Peter Capusotto, Hernán López Echagüe y los Redondos, Oliverio Girondo y Mao Tse Tung, Mazzeo y Piglia. Porque en la nueva izquierda se puede cantar a Viglietti sin resignar Intoxicados, y no está mal visto escuchar a Violeta Parra y a los Babasónicos a la vez, nos dice Pacheco. Pero este repertorio contradictorio, todos aquellos nombres, este pastiche, no está para dar cuenta de una erudición que no se arroga, pero tampoco para repasar un canon que se repita como tradición. En todo caso el canon disparatado que construye Pacheco –con el cual me identifico- está para decirnos que no estamos solos, que no nos encontramos en el grado cero de la historia y que la realidad y el deseo no son mundos separados y separables. Si no es la primera vez que discutimos todas estas cosas, no estamos solos en la ruta. Transitamos una lucha que no empezó con nosotros, acompañado de fantasmas que irrumpen una y otra vez en la escena contemporánea, a veces reclamando que se salden cuentas pendientes, otras veces recordando los callejones sin salida que no supieron, o a lo mejor no quisieron esquivar en su momento. Cada uno de nosotros, entonces, llegaba con sus propias lecturas y esas lecturas no se disponían para la repetición sino para la interrogación. Cada autor que se interpela en este libro es una pregunta que espera una respuesta de parte de las nuevas generaciones.
Pero como si fuera poco, al lado de todos aquellos libros o de todas aquellas bandas, hay grafitis y titulares de diario, muchos panfletos, comunicados de prensa y documentos de militancia, cantitos, consignas, revistas y páginas y páginas de noticias levantadas de redes de comunicación alternativa. Pero como es un libro escrito con el cuerpo, están además los cuadernos borradores de Pacheco. En aquellas libretas se fueron registrando cada una de las reuniones con otras organizaciones o el gobierno, el orden del día de las asambleas, los debates gruesos y finitos, pero también las discusiones trasnochadas en las cocinas de los amigos o de los comedores del barrio. Por eso el lector encontrará en el libro las tribulaciones que develaban y develan todavía a Pacheco mientras cursa alguna clase en Puán o atiende la boletería del subte, pero también –nos imaginamos nosotros- mientras servía un café, cobraba la clase de tango, desgravaba alguna entrevista, o mientras preparaba su columna semanal para la radio de Madres.
Los viajes de Marco Polo a ciudades invisibles. El libro de Pacheco es un libro lleno de viajes, de excursiones a experiencias invisibles, o mejor dicho, invisibilizadas por el sentido común que gravita en los periodistas, pero también en la sociedad en general; expresiones “utópicas” del cambio social –y que conste que lo digo entre comillas, porque no se trata de “no-lugares”, sino de experiencias concretas que tienen lugar aquí y ahora, luchas prefigurativas, como le gustaba decir a Gramsci. Porque para Pacheco, como para Mazzeo o Althusser, el socialismo, o mejor dicho, el comunismo, no es una tarea pendiente, que se carga a la cuenta del Estado, a la toma del estado, sino “algo” que lo vamos averiguando en el presente que nos toca, en cada una de las experiencias contradictorias que se vienen ensayando. Por eso hay viajes a Corrientes, a Chaco, a Santiago del Estero, a Rosario, Córdoba, Neuquén o Brasil. En esos viajes fueron madurando también las ideas y las experiencias que se repasan en este libro. Porque con cada viaje, los militantes tenían la oportunidad de intercambiar experiencias pero también de medirse con otros repertorios, conocer otras experiencias que a veces no se habían animado a llegar hasta las últimas consecuencias y otras veces habían resuelto los mismos problemas que mantenían los MTD con otras envites creativos. Con cada viaje, la agenda de los compañeros, se iba modificando, corrigiendo, creciendo.
Hasta por los codos. Pacheco es verborrágico, como yo. Y las quinientas páginas son prueba de su verborragia. Pero también es alguien que sabe escuchar y guardar lo que escucha. Por más que no esté de acuerdo, Pacheco iba tomando nota. Y las quinientas páginas son prueba de ello también. Porque Pacheco sabe que siempre estamos en el error cuando realizamos nuestras apuestas, porque nos hay verdades de una vez y para siempre, porque sabe que lo que puede servirnos para construir hoy, mañana puede hacernos retroceder. Por eso hay que aprender a recordar las posiciones minoritarias, y no apresurarse a descalificarlas o jactarse de ellas. Y por eso hay que mirar con piedad las discusiones que fuimos: porque siempre estamos, de alguna u otra manera, en el error, sobre todo cuando las correlaciones de fuerza son desfavorables. Los amigos de Pacheco nos sorprendemos de su memoria. Pacheco es un archivista de datos inútiles o, mejor dicho, aparentemente inútiles. Porque son datos que, con el paso del tiempo, se vuelven vigorosos, proponen otros recorridos, prometen nuevos sentidos. Repito, Pacheco es verborrágico pero también generoso, muy generoso. A través de su verborragia hablamos todos nosotros, conservamos lo que fuimos y lo que no nos animamos a ser. Pero también lo que podemos ser todavía.
Nombres que se repiten. El libro de Pacheco recupera el lugar que tuvieron los activistas en la movilización y en la organización de las experiencias que aquí se narran. Porque si bien es cierto que se trata de experiencias horizontales, no hay que perder de vista al núcleo de militantes que dinamizaron aquellas prácticas. Y subrayo este punto, porque otro de los fetiches de la izquierda autónoma es la horizontalidad. Una horizontalidad que, en parte, se verifica en el lugar que ocupan las asambleas de base en el movimiento, en la preocupación por la capacitación de las bases a través de la educación popular, en la rotación de tareas, en los mandatos concretos y revocables en cualquier momento, etc. Sin embargo, todo ello no debería llevarnos a descontar y, mucho menos a desmerecer, el papel que jugaron los activos militantes en este proceso. En rigor a la verdad, Pacheco reconoce el rol de la militancia social en general y de muchos militantes en particular en todo este proceso de radicalización, masificación y coordinación de las luchas. Por eso hay nombres que se repiten en este libro. Es impensable La Verón sin Pablo, sin Darío, sin Guillermo o sin Mariano, Flor, Axel, Celina, Mercedes, Nico, Martín, Fernando, Orlando y tantos otros nombres. Porque como dice Pacheco, “Hubo acontecimientos que nadie previó, ni planificó. Pero la organización que fue dando continuidad a esos procesos fue promocionada por activistas. (…) Sin el rol activo de un núcleo de militantes, los MTD no existirían. Fueron los activistas, con una línea determinada (…) los que impulsaron la conformación de los movimientos.” (p. 263) Ni los MTD, ni La Verón, ni ahora el Frente surgieron espontáneamente, ni son el resultado de la maduración de las condiciones objetivas. Detrás de todos estos procesos de articulación estuvieron y están sus referentes.
Por supuesto que con su protagonismo se corrieron y se corren una serie de riesgos: el vanguardismo, el punterismo y el personalismo son prácticas que forman parte del paisaje político, que gravitan por igual tanto en el imaginario social como en la militancia social. Prácticas que hay que seguir de cerca porque amenazan replicar la vieja política puesta en crisis por estas organizaciones. De allí que estos mismos referentes hayan sido los principales interesados en rotar las responsabilidades que asumían, en continuar fortaleciendo los espacios de base con la capacitación de sus militantes. Pero más allá de estos riesgos, que continúan, no podemos restar mérito al papel que jugo por este “núcleo dinamizador” o, como dice Mabel Thwaites Rey -citada por Pacheco-, “el grupo más activo, más dispuesto a asumir responsabilidades, a comprometerse en la organización colectiva, en trascender lo inmediato y a ejecutar acciones para el conjunto.” (p. 263)
Nótese que no se habla de “líderes” ni de “dirigentes” –nos advierte Pacheco-, precisamente por las connotaciones negativas que tienen estas palabras en el sentido común. Pero se trata igualmente de referentes carismáticos. Carisma que se averigua enseguida no sólo en los contactos que tienen (en el capital social diría Bourdieu), sino también en su capacidad para hablar en las asambleas, en los medios o frente a las autoridades (es decir, en el capital cultural y simbólico).
Narrar y guardar: los legados. Hay una frase del libro que arroja luz sobre la tarea que se propuso Pacheco. La frase no es de él sino de Walter Benjamin. Dice: “Narrar historias siempre ha sido el arte de seguir contándolas, y este arte se pierde si ya no hay capacidad de retenerlas.” (p. 255) Y rescato esta frase porque me parece que esta es la empresa que se impone Pacheco, una tarea que tiene sentido porque hay una experiencia con capacidad para retener todas aquellas historias, que sabe que no surgió de un repollo, ni fue cultivada en ningún laboratorio de investigación. Pacheco narra una historia que la contó –como él mismo se encarga de recordarnos al comienzo del libro- varias veces. Pero si Pacheco puede seguir contándola, si tiene sentido hacerlo, será no sólo porque sabe escribir, sino también porque existe una necesidad y capacidad para contenerlas; capacidad hay que buscarla –dicho sea de paso- en el Frente Popular Darío Santillán. Las experiencias que se narran en este libro se fueron sedimentando y el Frente es la expresión de aquellas pacientes cristalizaciones que tuvieron lugar. Con sus limitaciones, el Frente continúa haciéndose cargo de la agenda que propuso la movilización de los desocupados, para el campo popular en general. Y Pacheco, narrando, actualiza aquella demanda, nos recuerda los desafíos pendientes, pero también el camino recorrido que hizo posible seguir escuchando estas historias, estos reclamos, estas urgencias, estos legados.
Lucha sí, risa también. ¿Cómo escribir después de Capusotto? ¿Cómo militar después de “Todos por dos pesos”? ¡¿Cómo no vamos a reírnos de nuestros clichés, de los lugares forzados que nos empecinamos a continuar practicando a veces muy a pesar nuestro?! Buster Keaton decía: cuando uno mira las cosas por el ojo de una cerradura, el mundo se nos vuelve trágico, pero si uno abre el plano, entonces la realidad se vuelve paródica. Quiero terminar hablando de la risa, del lugar que tiene la risa en la militancia que llevamos a cabo. A través de la risa aprendimos a no temerle a las palabras que vamos tanteando mientras averiguamos de qué se tratan las experiencias que nos cautivan, las apuestas que hacemos, que vamos forjando. Siempre tuvimos una risa en la mano que descontracturaba los cuerpos, que relajaba los rostros. Aprendimos a reírnos de nosotros mismos, a tomarnos y no tomarnos demasiado en serio. La risa es nuestro insumo secreto para seguir tirando de la cuerda, continuar discutiendo y seguir rodando. Coincido con Pacheco en que “el hombre nuevo” se parece más a Darío que al Che –Pacheco no lo dice de esta manera, le pesa todavía la figura del Che. A mí no, por eso puedo decirlo: No me interesa la figura del Che, a pesar de que tengo una postal en mi biblioteca con su rostro-, y tampoco comparto los estímulos morales que recomendaba para su tropa. No adhiero a su idea de que la militancia se construye sobre la base de una serie de sacrificios y renunciamientos. Renunciar a las amistades o familiares que no comparten nuestro punto de vista, que no comulgan nuestras verdades; renunciar o postergar el deseo, las vacaciones en el sur o los viajes a Bolivia (porque ahora vamos todos a Bolivia!), etc. etc. Darío, la imagen que el Frente recupera de Darío, con los brazos abiertos, luciendo una remera de Hermética, “nos devuelve una imagen vital, entusiasta”, dice Pacheco. No apunta con el dedo sino que extiende los brazos. No interpela con una mirada adusta, no apela a golpes bajo, no nos psicopatea con nuestra culpa burguesa, esa misma culpa que nos lleva a subestimar nuestros tareas, el lugar que tenemos. Una culpa que intentamos disimular o desandar vistiéndonos de otra manera o comiéndonos las “s”... Darío es un joven que escucha rock, que usaba campera de cuero, que andaba desalineado. Que no dudaba en levantar el puño o taparse el rostro, pero no dudaba tampoco en convidar su lucha con una risa en el rostro. Esa imagen, la de Darío riendo, es la que Pacheco eligió para contar la experiencia de los MTD.
Con Pacheco nos gusta recordar las frases que pronunció Cortázar cuando la intelectualidad militante lo descalificaba y censuraba por sus intervenciones lúdicas, divertimentos tributarios –se le reprochaba- de la burguesía que llevamos adentro. Decía Cortázar: “Descreo de los revolucionarios de cara larga.” “No hay revolución sin risa.” En definitiva, no sólo hacemos “un saber alegre” -como le gustaba definir a Nietzsche a su gimnasia diaria que lo llevaba a explorar lugares nunca antes frecuentados por los pensadores pusilánimes y disciplinados-, sino que también nuestras propias prácticas son empresas apasionadamente alegres. Experiencias que reclaman de los afectos y también de la risa, de los afectos que interpela la risa. Sobre todo cuando la lucha se hace cuesta arriba y reclama los tiempos largos de la historia. Porque como dicen los vascos de la izquierda abertzale: “lucha sí, risa también.”
Eterno retorno. Hay una frase al comienzo del libro que me cautivó. Esa frase dice: “Por alguna razón, nunca sabremos cual, volvió al lugar…” (p. 30) Pacheco está repasando una escena conocida por todos nosotros, un acontecimiento que nos marcó hasta volverse una referencia ineludible para pensar nuestra militancia. Pero también una escena que llegaría a constituir otra bisagra para la historia política Argentina. No hace falta decir demasiado para averiguar de qué acontecimiento se trata, en quién está pensando Pacheco. Y quiero terminar con esta frase porque el libro de Pacheco es un libro que quiere hacerse cargo de semejante pregunta, entender el sentido que encerraba: ¿por qué volvió Darío? Pacheco intuye que la respuesta a semejante pregunta es compleja, supone demorarse en la historia de “La Verón”. Pensar la Verón más acá y más allá de “La Verón”. Para comprender la ética de aquél acto, para entender la solidaridad de la que estaba hecha, los afectos que se pusieron en juego, las convicciones que se resumían en ese simple y trágico acto, había que volver sobre el camino recorrido, sobre aquella “comunidad de amigos”, con todas sus peleas y malentendidos, pero también con todas las risas, las horas de aguante que supone compartir la intemperie de una experiencia que nunca tuvo vergüenza en reconocer sus limitaciones, los errores, los aprendizajes constantes que la terminarán poniéndolo en otro lugar, siempre, con más sospechas que certezas, con más intuiciones que razones. Volver entonces, para revelar la promesa que somos o podemos ser si caminamos entre todos. Volver para inventarnos de otra manera, para afirmarnos cuando negamos. Volver para practicar la fuga y fugar para practicar “el salto del tigre”. Eterno retorno de una lucha irreversible, una lucha vieja y nueva a la vez.