miércoles, 29 de abril de 2015

Historial de un suicida (El caso Erdosain y su pandilla)- Segunda parte

A propósito de la serie televisiva 
“Los siete locos y Los lanzallamas”


Por Mariano Pacheco
(Publicado en el Portal de Noticias Marcha
miércoles 29 de abril de 2015)
  

En esta segunda entrega, el autor continúa con un repaso y análisis de “Los siete locos” y “Los Lanzallamas”, segunda y tercera novela de Roberto Arlt adaptadas por Ricardo Piglia para la Televisión Pública. 


Se ha visto ya en la serie que emite la Televisión Pública desde la semana pasada. Y los lectores de Arlt también lo saben. A modo de repaso entonces, y de comentario para quienes no hayan tenido aun el placer de transitar la lectura de “Los siete locos” y “Los lanzallamas” –segunda y tercera novela de este ya clásico de la literatura argentina– retomamos el hilo de la nota publicada por Marcha el miércoles pasado.
En fin, estábamos en que –si bien con sentimientos enfrentados, puesto que Erdosain pensaba, por un lado, que el Astrólogo era un hombre de dinero, pero por otro lado, que podía ser un delegado bolchevique en el país– el protagonista de la novela se dirige hacia Constitución, para desde allí ir hasta Temperley a visitar al Astrólogo, y ver si él, finalmente, podía prestarle los 600 pesos.
Allí, entonces, en la zona sur del conurbano bonaerense, es el lugar en donde Remo se encuentra con el Astrólogo, quien se encuentra –a su vez– reunido con Arturo Hafnner (“El rufián melancólico” que explota prostitutas). A partir de ahí se teje la trama de la sociedad de los locos. Una sociedad que se erige en contrasociedad, en su intento por superar al hombre, de arrancarlo de la era del nihilismo.
El crimen será la condición de posibilidad de existencia en esa civilización en decadencia (“Erdosain quiere escaparse de la civilización”, podemos leer en Los lanzallamas). Esos tiempos en donde el dinero convierte a determinados hombres en dioses y a otros en monstruos. “Ser como dioses”. De allí que “matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros el respirar aire puro”, escribe Arlt. Porque el crimen es lo que permite cortar las amarras con la civilización es que Erdosain siente que, al haber condenado a muerte a un hombre, ha encontrado por fin un objeto noble para su vida, un “sueño grande”.
Porque la civilización se les presenta, a los hombres y mujeres de la ciudad de Buenos Aires (la capital cosmopolita de América Latina), como un lugar al que odian, que les provoca angustia. Entre otras cosas, porque son personas que ya no pueden creer en nada. Viven en la era del nihilismo, en la cual ya no hay valores vinculantes. Por eso el Astrólogo dirá: “La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: para qué queremos la vida…Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe”, insiste Arlt. Y luego agrega: “Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible… todos los hombres viven angustiados”.
Esa civilización, que se desarrolla en las grandes urbes, se presenta así como un círculo infernal. Habitada por esos hombres agonizantes con moral de esclavos. Aun los proletarios comunistas o anarquistas son un rebaño de cobardes, comenta Arlt. Por eso el “Buscador de oro” –otro de los persnajes- va a hablar de una “aristocracia natural” (a la que denominan “aristocracia bandida”), que desafíe la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura. “Uno se siente otro hombre”. Y de allí que el proyecto del Astrólogo implique fundar colonias en las montañas, en donde puedan curarse las almas que enfermó la civilización. Porque las ciudades son los cánceres del mundo que  aniquilan al hombre, lo moldean cobarde, astuto, envidioso… De allí que el Astrólogo declare que, en nuestro siglo, los que no se encuentran bien en las ciudades que se vayan al desierto.
El desierto crece, dirá el filósofo Federico Nietzsche. Porque en el desierto han habitado, desde siempre, los veraces; los espíritus libres, los señores del desierto. Pero en las ciudades no, allí habitan los bien alimentados y los famosos sabios, los animales de tiro. En el pensamiento de Zaratustra, de todos modos, el presente del nihilismo –producto de la muerte de Dios– ofrece asimismo la posibilidad de gestar al superhombre. Pero solo podrán asumir ese desafío quienes enfrenten la terrible desolación. Porque muerto Dios, muerto también el hombre (el que permanecía de rodillas ante la divinidad). “¿Sabe que me gusta su símil del desierto?”, le dice Erdosain al Buscador de oro, quien le contesta: “Pero claro… para los descontentos e incómodos de las ciudades está la montaña, la llanura, la orilla de los grandes ríos”. Erdosain se siente cobarde, pero el Buscador de oro le aclara que no se puede ser valiente en la ciudad, que domestica al hombre, lo lleva a refrenar sus impulsos y lo acostumbra a ser un resignado.
¡Qué pasajes tan nietzscheanos! Veamos sino, brevemente, estas líneas de Así habló Zaratustra:
“¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma grande los ha colocado ahí como símbolo de sí misma! ¿Las sacó acaso un niño idiota de su caja de juguetes? ¡Ojalá otro niño vuelva a meterlos en su caja! Y esas habitaciones y cuartos: ¿pueden salir y entrar de ahí varones?... ¡Todo se ha vuelto más pequeño! Por todas partes veo puertas más bajas: quien es de mi especie puede pasar todavía por ellos sin duda, ¡pero tiene que agacharse!”.
Frente a toda esta pequeñez quiere rebelarse la contrasociedad de humillados del Astrólogo (“futuro en campo verde, no en ciudades de ladrillos”), Erdosain y el resto de la pandilla. Dejar atrás a ese hombre imbécil y darle paso al superhombre.
Aquí, en la narrativa arltiana, el superhombre aparece bajo la figura del Monstruo Inocente. Según palabras del Astrólogo, es a ellos a quienes toca inaugurar una nueva era. “¿Sabe? –dice a Erdosain–. Muchos llevamos un superhombre adentro. El superhombre es la voluntad en su máximo rendimiento, sobreponiéndose a todas las normas morales y ejecutando los actos más terribles, como un género de alegría ingenua… algo así como el inocente juego de la crueldad”.
También el mencionado tema de la muerte de dios aparece en algunos de esos magistrales diálogos que el Astrólogo mantiene con Erdosain. “Es que la gente bestia no comprende –continúa el Astrólogo–. Los han asesinado a los dioses. Pero día vendrá que bajo el cielo común correrán por caminos gritando: Lo queremos a Dios, lo necesitamos a Dios. ¡Qué bárbaros! Yo no me explico cómo lo han podido asesinar a Dios. Pero nosotros lo resucitaremos… inventaremos unos dioses hermosos… ¡y qué otra cosa será la vida entonces!”, puede leerse en esta saga de Arlt.
Como puede verse, las lecturas nietzscheanas, y del Zaratustra en particular, típicas en muchos escritores de la época, pueden leerse en las líneas y entrelíneas que componen esta novela.
Casi que podría decirse que toda esta secuencia narrativa –la de Los 7 locos y Los lanzallamas– puede leerse en esa clave. Hombres que hay que dejar atrás, con la superación de la sociedad. Sociedad que deberá perecer necesariamente por la violencia. Es por eso el Astrólogo le dice a Hipólita: “Lo sé. También el amor salvará a los hombres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia”.
¿Nietzscheanismo puro? ¡No! Nietzscheanismo mezclado con los discursos políticos de la época: anarquismo, fascismo, comunismo: una ensalada rusa.



miércoles, 22 de abril de 2015

A propósito de la serie televisiva “Los siete locos/Los Lanzallamas”

Historial de un suicida (El caso Erdosain y su pandilla)


Por Mariano Pacheco
(Nota publicada en La Izquierda Diario 
y el Portal de Noticias Marcha
miércoles 22 de abril de 2015)


El autor nos introduce en el mundo de Roberto Arlt, a través de un repaso de su segunda y tercera novela, adaptadas por Ricardo Piglia para la Televisión Pública.



Roberto Arlt, un escritor maldito en su tiempo, parece ser recuperado contra viento y marea de su propia historia. Esta mañana los lectores de diario Página/12 se toparán con la primera entrega de Los siete Locos-Los lanzallamas que, con prólogo de Guillermo Saccomanno y dibujos de Daniel Santoro, se podrán obtener junto con el diario todos los miércoles. Anoche, la Televisión Pública emitió el primer capítulo de Los siete locos, la serie televisiva que se emitirá de martes a viernes a las 22.30  horas. Adaptada por Ricardo Piglia, dirigida por Fernando Spiner y Ana Piterbarg, la serie cuenta con prestigiosos actores en el reparto: Pablo Cedrón. Carlos Belloso, Belén Blanco, Daniel Fanego, Diego Velázquez, Daniel Hendler, Marcelo Subiotto, Julieta Zylberberg, Fabio Alberti, Leonor Manso y Pompeyo Audivert


La secuencia que se abre con Los 7 locos y se cierra con Los lanzallamas es, seguramente, lo más logrado en la prolífica obra de Roberto Arlt. Es cierto que, de alguna manera, los temas centrales de estas dos novelas están esbozados ya en la primera, El juguete rabioso; así como también que el autor volverá sobre algunas temáticas en la siguiente (y su última novela), El amor brujo. Pero creo que es justo afirmar que es aquí en donde  se desarrolla con mayor plenitud.
¿De qué se trata esta historia? Fue el propio Arlt quien primero la comentó. En una de sus clásicas Aguafuertes (“Los 7 locos”, publicada en El Mundo el 27/11/1929), dijo:
“El plazo de acción de mi novela es reducido. Abarca tres días con sus tres noches, se mueven aproximadamente veinte personajes. De estos 20 personajes, siete son centrales (…) que culminan en un protagonista, Erdosain, verdadero nudo de la novela”.
Esta primera parte de la historia, entonces, se estructura a partir de tres días, en los cuales, uno de los personajes –el Astrólogo–, se propone organizar una sociedad secreta para revolucionar la sociedad. Ya veremos que esta logia es muy particular. O particularmente loca. Erdosain aparece como una pieza clave para ponerla en pie, ofreciendo la solución económica: propone secuestrar a un pariente suyo (que lo ha humillado) para obtener el dinero necesario con el cual comenzar a funcionar. Gregorio Barsut, el primo de Elsa, su mujer –asegura Erdosain– tiene una herencia de 20.000 pesos, de una tía por parte del padre, que murió en un manicomio.
Arlt construye sus ficciones con retazos que va recolectando de todos lados. Así, aquello que aparece a simple vista como una “locura imaginativa”, un “delirio”, es –sin embargo– extraído de las noticias periodísticas. La organización de una sociedad secreta en Estados Unidos, llamada La Orden del Gran Sello (con objetivos y dinámicas de funcionamiento similares a las que aparecen en la novela), fue noticia en distintos diarios por aquellos días,  según remarcó alguna vez el propio autor.
Erdosain llega al Astrólogo porque piensa que él, tal vez, podrá prestarle el dinero que en la empresa donde trabaja le reclaman, puesto que lo descubrieron robando. Como en su primera novela, la importancia del robo es central en la narrativa arltiana.
Bien, entonces, detengámonos un momento a ver qué ha sido lo que llevo a Erdosain a transformarse en un “estafador”, un “ladrón de 600 pesos”. De alguna manera, podríamos decir, la esperanza de que acontezca algo extraordinario en su vida, algo distinto, inesperado, ya que se consideraba vacío, “una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”. Inventor fracasado, al robar, Erdosain experimenta la alegría de un inventor. Casi como que se vio “obligado a robar”, dice. Convencido de que Barsut, por quien siente una profunda repulsión, ya que “amontonaba obscenidades sin nombre, por el sólo placer de ultrajar la sensibilidad del otro, convencido –decía– de que no iba a prestarle los 600 pesos, acude a “mangueárselos” al farmacéutico Erguera, el ex “gran pecador”, el que más conoce la biblia en Pico, un jugador preocupado profundamente por presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe, a los angustiados, “turros” fraudulentos (“rajá turrito… te pensás que porque leo la biblia soy un otario”, le dirá  Ergueta a Erdosain ante el mangazo).
Así como suele sostener la crítica que, desde Oscar Massota (Sexo y traición en Roberto Arlt) es prácticamente imposible no hacer referencia al tema de la traición, lo mismo sucede con la condición del “humillado”, en este caso de Erdosain (el exponente más alto de los humillados, según el introductor de Lacan en nuestro país). Desde un primer momento este tema aparece con fuerza: cuando se menciona que Gualdi (el contador de la empresa donde trabaja), lo ha humillado en distintas oportunidades, (“a pesar de ser un socialista”), hasta el apartado titulado “El humillado”, pasando por distintas menciones a lo largo de las dos secuencias de la historia. “Él era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava la ropa en la casa”. Él, Remo Erdosain, sería humillado por su mujer, que se va con otro hombre. Y antes, como ya se ha dicho, fue humillado por sus patrones, y por Ergueta, y por Barsut…
Pero antes –mucho antes aun: de casarse, de ingresar en el mundo del trabajo–, Erdosain había sido humillado en su propia casa, siendo niño, y también en el colegio. Por su padre, quien –según le contará al capitán que se va con su mujer– lo inició en ese “feroz trabajo de la humillación”. Tanto en las amenazas, como en los actos de violencia y sus efectos.
En cuanto a las amenazas, porque era su padre quien, cuando él tenía unos 10 años y cometía alguna falta, le decía: “mañana te pegaré”, y entonces, atormentado, “dormía mal, con un sueño de perro, despertándose a media noche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, más cuando la luna cortaba el barrote de la ventana, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo”.
También en los actos, porque era su padre, igualmente, quien lo obligaba a arrodillarse, con un golpe en el hombro, haciéndole apoyar su pecho en el asiento de una silla, con su cabeza entre sus rodillas… (“crueles latigazos me cruzaban las nalgas”). Y cuando lo soltaba, corría llorando a su cuarto, con el alma hundida en las tinieblas (“Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea”).
Y luego de las amenazas y de los actos de violencia sobre su cuerpo, los efectos en su subjetividad. Porque él sabía que a la mayoría de sus compañeros de aula no les pasaba lo mismo, y entonces, estando en la escuela, cuando los escuchaba hablar de sus casas, una “atroz angustia” lo paralizaba. Y ahí, cuando se encontraba en esos momentos de tormento interior, si alguno de sus maestros lo llamaba, solía no escucharlos, y entonces… y entonces, ahí sí la angustia llegaba a su punto más alto. Porque solían retarlo sus maestros, provocando la risa de sus compañeros. Una vez, por ejemplo, un maestro le gritó: “¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?”. Y luego de las risas, desde ese día, sus compañeros comenzaron a llamarlo “el imbécil”.
Seguramente por todo esto es que Erdosain, ya de grande, no retrocedía casi nunca hacia los tiempos de su infancia. “Ello quizás se debiera a que su niñez había transcurrido sin los juegos que le son propios, junto a un padre cruel y despótico que lo castigaba duramente por la falta más insignificante”. Un padre que “no lo besaba nunca” y, en cambio, “lo humillaba continuamente”.
Tal vez por esto, también, se sentiría luego humillado en distintos sitios. Aun, por ejemplo, en la nueva sociedad secreta. Allí Erdosain se sentirá humillado por el hombre a quien llaman El Buscador de Oro, quien, sabiendo que él se considera un inventor, cuando habla de la violencia necesaria para cambiar la sociedad, dice despreciar a los teóricos de la violencia, argumentando que el superhombre no surgirá del desorden sino de la obediencia, y pone el ejemplo de la disciplina castrense, y sobre todo, de la empresarial, rematando: “Ya ve, Erdosain, que nosotros no inventamos nada”.




jueves, 16 de abril de 2015

Entrevista a Martín Kohan ("El país de la guerra", su último libro)

“La teoría sirve para problematizar, no para resolver.
Y bien empleada no se presta a las aplicaciones”


Por Mariano Pacheco, @PachecoenMarcha
(Nota publicada el miércoles 15/04/2015 en www.laizquierdadiario.com)


Reconocido narrador que supo transitar asimismo la escritura del ensayo y la crítica literaria, Martín Kohan publicó recientemente El país de la guerra, un libro en el que intenta pensar la historia argentina como historia de guerra, con sus héroes y sus batallas. De Mitre a Walsh, de Belgrano a Aira, un recorrido por los siglos XIX, XX y los prolegómenos del XXI.
  
 
Publicado por Eterna Cadencia a fines del año pasado, en El país de la guerra, el último libro de Martín Kohan, puede leerse una historia de la patria pensada como historia de guerra, con sus héroes y sus batallas (y también con sus ausencias). La historia del país, desde sus inicios –e incluso antes, si se cuenta en su haber la resistencia a las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807– hasta los últimos tramos de la más reciente ofensiva neoliberal. De Bartolomé Mitre a César Aira, pasando por Domingo Faustino Sarmiento y Rodolfo Walsh, Manuel Belgrano y Ernesto Guevara, para nombrar algunos pocos –aunque emblemáticos– nombres propios que atraviesan la narración, el ensayo.
 Martín Kohan es escritor. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, ejerce allí la docencia como profesor de teoría literaria en la Facultad de Filosofía y Letras y también, en la Universidad de la Patagonia. Ha publicado dos libros de cuentos, cuatro de ensayos y diez novelas, entre la que se destaca Ciencias morales (2007), ganadora del Premio Herralde de novela en ese año y llevada al cine en 2009 con el título La mirada invisible, bajo la dirección de Diego Lerman.
En diálogo con Miradas al Sur, Kohan aborda un recorrido por su último libro y, a partir de él, por el vínculo –siempre conflictivo, entre la narrativa y la política o, para decirlo al modo de David Viñas, entre la literatura argentina y la realidad política nacional.

Escritores, narrativas y batallas
La primera pregunta, desglosada en dos, tiene que ver en realidad con algo que no está en el libro, porque tal vez no está presente en la literatura argentina actual. Por eso me pregunto –preguntándote– qué pasa con las narrativas actuales, con las “estéticas de la época”, para tomar el nombre del dossier de una revista que salió a las calles en estos días.
--¿Hay una incapacidad de la literatura actual, de los últimos años, para hablar de los conflictos de la Argentina contemporánea? No digo representar, ni abordar las huellas de la dictadura en democracia sino los conflictos propios de estos últimos quince años.
--Personalmente no veo una incapacidad así en la literatura actual. O no la veo como incapacidad, porque no pretendo de la literatura que funcione como un reflejo inmediato de su época (ni como documento, ni como testimonio; ni siquiera como realismo). En algún momento varios nuevos narradores parecían urgidos por definirse, como generación literaria, a partir de la crisis de diciembre de 2001; pero entiendo que esa voluntad no se plasmó ni cuantitativa ni cualitativamente en libros que solventaran esa autodefinición. Me parece que la literatura encuentra sus mejores posibilidades cuando establece mediaciones, cuando produce distancias (incluso, o sobre todo, con lo inmediato). Puedo dar un ejemplo: El trabajo, de Aníbal Jarkowski.

--¿Será que el peronismo perdió en la actualidad ese núcleo de dramatismo que tuvo entre 1945 y 1975, que inspiró tanto a escritores peronistas como antiperonistas (e incluso a quienes intentaron “zafar” de esa dicotomía, pero que entendían que por allí pasaba en gran medida el conflicto político del momento)?
--Me temo que el peronismo no perdió su dramatismo: sigue produciendo violencia y muerte con relativa frecuencia. Lo que no necesariamente implica guerra, porque no todo dispositivo de violencia y muerte supone que haya guerra; de ahí que en el libro yo no me haya ocupado más que de lo que me ocupé, incluidas las ficciones de guerra de lo que en rigor para mí no era guerra, como Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares o La guerra de los gimnasios de César Aira, ambas relacionadas con el peronismo en cada una de sus coyunturas.

Literatura y coyunturas
Un poco en relación a las preguntas anteriores, o para reforzar la inquietud, digo, sin llegar a ser batallas, momentos de guerra en sentido estricto, desde diciembre de 2001 a hoy se produjeron en la Argentina una serie de conflictos, algunos muy violentos, en los que incluso hubo muertos de por medio. Pocho Leprati (Rosario), Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (Avellaneda), Mariano y Cristian Ferreyra (Barracas y Santiago del Estero), Luciano Arruga (Lomas del Mirador). Otros con menos dramatismo también marcaron a importantes franjas de la población: Ley de Medios, conflicto entre el gobierno nacional y las patronales agropecuarias. En el libro llegas hasta algunos trabajo de Aira en los que logra dar cuenta de una serie de fenómenos como el de los cartoneros, en textos de 1993 (La Villa) y 2001 (La guerra de los gimnasios), antes del estallido.

--¿No encontraste textos posteriores o te pareció que no lograban tener el grado de intensidad que sí tenían los otros con los que trabajaste?
--Yo traté, a lo largo de todo el libro, de no deslizarme hacia la guerra en un sentido metafórico, porque entonces casi no habría habido nada que no fuera pertinente para mi trabajo. Por eso traté de ser muy preciso en la delimitación del concepto de guerra que quería manejar, de tal modo que no toda violencia cupiera en la definición. Entonces, es cierto que no faltaron hechos de violencia en la Argentina reciente, muchos muy graves; pero no creo que debamos pensarlos en clave de guerra. Como de hecho no me ocupé de la Patagonia rebelde, o de la Semana trágica, o del bombardeo de Plaza de Mayo en 1955, bajo ese mismo criterio.

--Después de haber trabajado la historia argentina –sobre todo desde una historia de la literatura nacional– pero también una amplia gama de conceptualizaciones sobre la guerra y la violencia (que puede rastrearse siguiendo los epígrafes, abundantes, que abren cada capítulo), ¿te parece que las teorías de la guerra siguen aportando a pensar la literatura y la realidad política?
--Yo creo que sí, o por lo menos para mí resultaron indispensables. Pero no porque establezcan un parámetro fijo, sino porque componen un mapa diverso, con puntos de vista que se contraponen, con discusiones explícitas o subyacentes. La teoría a veces se invoca para que venga a resolver lo que hará la lectura, y así es como se la aplica; mi formación (el libro está dedicado a Josefina Ludmer) tiene más que ver con la premisa de que la teoría sirve para problematizar, no para resolver, y que bien empleada no se presta a las aplicaciones.

Procesar la escritura
En épocas en donde parece primar cierto afán por la instantaneidad y una “avidez de novedad” –para decirlo con las palabras de Martín Heidegger– vos te dedicaste varios años a investigar y trabajar sobre este tema.
--¿Qué es lo que más rescatas del proceso de producción que implicó el armado de este libro, después de tantos años?

 --Lo que más satisfacción me produjo es haber podido escribir textos críticos de la misma manera (con la misma atención al lenguaje y a la forma) en que escribo textos de ficción. No tengo dudas de que la crítica forma parte de la escritura literaria, pero a veces parecemos más dispuestos a enunciar esa premisa, con su correspondiente remisión a Roland Barthes, más que a hacerla valer realmente en lo que hacemos.

miércoles, 15 de abril de 2015

A 35 años de la muerte de Jean Paul Sartre

Un intelectual perverso y polimorfo (*)


Por Mariano Pacheco**
(Nota publicada en Contrahegemonía web)


Perversa y polimorfa si las hay, la figura de Jean Paul Sartre no deja de interpelarnos.


Si partimos de la conceptualización psicoanalítica realizada por Sigmund Freud, la perversión-polimórfica nos remite a las diversas formas, distintas a la norma. Y qué duda cabe que Sastre (junto a Simone de Beauvoir) fue un gran quebrantador de las normas de su época.
No importa que luego haya sido tomado para el cachetazo por todos los pensadores franceses que aun hoy tienen primacía en la academia y en gran parte del mundo intelectual. No se trata, de todos modos, de contraponer su figura a la de sus pares contemporáneos, que –tanto como él– continúan diciéndonos tantos cosas (pensadores que escribieron por Sartre, más allá de que muchas veces su producción estuvo contra él). Sí se trata de rescatar a Sartre de cierto “olvido” o de tantas lecturas apresuradas –más allá de que esta también lo sea– que suelen reducirlo a un dogmatismo intolerable.
¿Cómo no hacernos eco de frases como “nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”? Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura?, publicado como Situation IV. Libro en el cual también arroja esta otra frase canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. El compromiso del escritor, he aquí el inicio de un mal entendido. Porque más allá de su posición personal durante los 60 y 70 (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a Simone de Beauvoir; su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés; sus discursos a los obreros en la puerta de la fábrica Peugeot –subido a un barril– mientras se desarrolla un conflicto sindical, por marcar sólo los hitos más conocidos, más destacados), su teoría del compromiso poco y nada tiene que ver con lo que suele “divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido. En primer lugar, porque el compromiso es una posición existencial, que excede la opción política (léase: es comprometido quien dice tener ideas de izquierda). Se puede estar comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la abstención de posición también es una elección. Veamos, además, que Sartre habla de “contribuir” y “colocarse al lado”. Nada que ver con esa figura vanguardista del intelectual comprometido como aquel que ejerce la dirección del proceso.
No sólo se le ha criticado a Sartre que esa figura del compromiso estaba teñida de un intelectualismo vanguardista, sino que se sostuviera sobre principios de una libertad incondicionada, eterna. Sin embargo, cuando se refiere a este tema, sus conclusiones son contundentes (en sentido contrario al que se le critica). Dice: “Totalmente condicionado por su clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es responsable”. Como se ve, el obrero también está comprometido. Y algunos años más tarde (en 1955), en una entrevista realizada a propósito de su obra teatral Nekrassof, sostiene: “Hoy lo que importa es situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas. Nuestros temas deben ser sociales, pues son los temas mayores del mundo en el cual vivimos...”.
En cuanto a escribir, Sartre nunca deja de sostener que es un oficio. ¿Qué es un escritor? Simple: un hombre entre los hombres, según define en su autobiografía Las palabras. Escribir, nos dice, es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra puede ser un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá objetar: ¡Mientras unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su escritorio! Pero también en esto Sartre es claro, no vacila: “Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas... La escritura lanza al escritor a la batalla”. Lo arroja al combate, entre otras cosas, porque la literatura (en sentido amplio), es como un llamamiento. Se escribe para que otros lean. Por eso, porque no se escribe para esclavos, es que escribir es, también, cierta forma de querer la libertad, de luchar por ella. No es que haya que elegir entre un fin u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre tiene que inventar cada día”. Una utopía, sí, puede ser: escribir para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo. Una utopía que no niega, sin embargo, los desafíos organizativos y políticos que presenta la guerra. De hecho, alguna vez supo señalar que la necesidad de formar cuadros para intervenir en funciones especializadas como la industria, el periodismo, etc., entraban en tensión con el principio de una comunidad que produce sus valores. Tensiones que, más que dejarlas a un lado, fueron incorporadas como parte constitutiva de sus intentos narrativos. Por ejemplo, con su propuesta de narrativa situada: que no ofreciera respuestas tranquilizadoras, sino que inquietara; que dejara dudas y esperas por todas partes, que obligara al lector a gestarse sus propias conjeturas (que fueran, a su vez, un punto de vista más entre las perspectivas de los personajes), en fin, obras que irritaran porque proponen tareas incumplidas, inconclusas, obligando al lector a asistir a “experiencias cuyo desenlace es incierto”.
Finalmente, Sartre nos interpela –también– porque no puede dejar de resonar en nuestras cabezas su otra célebre frase, esa de la Crítica de la razón dialéctica: “el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha llegado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron”. Mucha agua ha pasado ya por debajo de los puentes y no me animaría a sostener, hoy, que definirse como marxista allane muchos caminos, ni que facilite mucho las cosas. Sin embargo sigue siendo (el marxismo) indispensable, si es que pretendemos continuar sosteniendo una perspectiva de clase, no dogmática, pero sí radical, en cuanto a no dejar de reconocer la centralidad que el conflicto entre el trabajo y el capital tienen en nuestra sociedad.
En este sentido (¿heterodoxo?), podemos rescatar las palabras de nuestro compatriota Eduardo Grüner, quien hace algunos años planteó algo similar. Dijo –en pleno avance de las ideas conservadoras en el mundo tras de la caída del Muro de Berlín– que había que redefinir tanto la teoría como las prácticas que bregaban por la transformación; que ya no se trataba de el socialismo, de el Estado, de el proletariado, sino de una “puesta en cuestión” de esas identidades “monolíticas, tributarias de un pensamiento maniquéo y perezoso”. De todos modos, insistía –insistimos– esta “puesta en cuestión” puede hacerse, aun, desde el interior de un pensamiento marxista que se encuentra (asimismo) en una permanente reconstrucción de su identidad. Porque esa es una de sus virtudes: ser, en el campo de las ciencias sociales, uno de los pocos pensamientos capaces de “ponerse en crisis desde su interior”, recogiendo y reprocesando otros (y valiosos) discursos “exteriores”. Como también señala Grüner, pero en otro lado, el marxismo, por sí sólo, no basta para pensar la historia. El mejor marxismo lo supo siempre. El mejor marxismo –los mejores marxismos, puesto que hay tantos– nunca fueron solamente marxismos”.
En fin: por todo esto es que Sartre continúa siendo una figura clave para repensar las posibilidades de labor intelectual, de izquierda, que apuesten a revolucionar la sociedad. Una figura como la de él puede ser criticada, entre tantas otras cosas, por su excesiva exageración del rol individual, aunque no por su actitud prolífica. Dan cuenta de ello los 10 tomos de Situaciones, publicados entre 1947 y 1976; sus 10 obras teatrales; su novela La Náusea y los 3 tomos (4, si le sumamos el casi inayable “Una extraña amistad”) de Los caminos de la libertad; sus cuentos reunidos en El muro; sus guiones cinematográficos La suerte está echada, El engranaje y el bosquejo sobre la vida y obra de Sigmund Freud; su autobiografía Las palabras; sus obras filosóficas El ser y la nada, y los dos tomos de su Crítica de la razón dialéctica (por nombrar las de mayor renombre); sus textos de crítica literaria como Baudelaire, Jean Genet, comediante o mártir, El idiota de la familia o las notas y entrevistas reunidas en el volumen titulado Un teatro de situaciones; sus conferencias como El existencialismo es un humanismo; sumado a su activismo político (que va desde sus tareas en el marco de la resistencia ante la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, hasta sus vínculos con los mao en los 70, pasando por sus alianzas y rupturas con los comunistas franceses, según las circunstancias) y su permanente labor periodística, cuyo símbolo emblemático fue la revista mensual Les temps modernes.
Esta laboral prolífica y multi (o trans) disciplinaria, de la cual Sartre ha sido un ejemplo emblemático, se torna hoy central, sobre todo a la hora de pensar las tareas para una Nueva Generación Intelectual.

* Kamchatka, Nietzsche, Freud, Arlt. Ensayos sobre política y cultura (Alción, Córdoba, 2013).
* Ensayista y periodista. @PachecoenMarcha.


lunes, 6 de abril de 2015

Prólogo a Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura (de Mariano Pacheco)

Inactualidad, demora y repetición: un prólogo

Por Omar Acha

Los ensayos reunidos en este libro de Mariano Pacheco, en mi lectura, confluyen en un nudo problemático, gravitan alrededor de un eje conceptual. Asedian las convicciones básicas del progresismo intelectual afirmado en América Latina durante las últimas décadas. Intervienen, entonces, en el panorama cultural heredado tras el disciplinamiento con que las dictaduras anochecieron el suelo de las democracias capitalistas.


Hoy el progresismo intelectual –el caso argentino es al respecto ejemplarha encontrado su clímax, pues campea en oficialismos y en oposiciones. Se ha constituido en un puntal del complejo establishment cultural local. Sus matices son oportunidad de ventas en librerías y notas en “revistas de cultura”. Pero sobre todo, estimulan alineamientos aparentemente antagónicos en torno a convicciones compartidas. Es innecesario ironizar al respecto, pues quienes mejor piensan dentro de la estela progresista saben bien, y lo han dejado entrever, que sus divergencias se componen en el seno de lo que no es cuestionado: la economía y la democracia capitalistas.
Para reconocer el nervio ideológico del progresismo intelectual es suficiente recordar las palabras claves de lo que desde 1983 se impuso como el deseo de una nueva “cultura política”: democracia, derechos humanos, inclusión social, república. Esa “cultura política” no fue exclusividad de un único cuartel doctrinario. Justamente, prosperó como establishment cultural porque fue el suelo donde se plantearon las disputas posteriores entre las voces audibles, entre posturas “razonables”. Fue, y hoy lo es más que nunca, el a priori incuestionable e impensable de la hegemonía intelectual del país burgués. Todo “pensamiento” y todo desacuerdo se emplazan en la naturalización y universalización de los puntos de partidas progresistas.
¿Quién se atreve a cuestionar de qué se habla, políticamente, cuando se utilizan los “derechos humanos” como arma de legitimación del dominio? Porque hoy solo es un signo de la libertad, borrándose el horizonte burgués que consagra. ¿Quién pone en suspenso la virginal impunidad de la “democracia”? Porque ya no se plantea su funcionalidad con la opresión partidocrática y clasista sobre la decisión popular. ¿Cuándo será posible denunciar la degradación del asistencialismo que conserva a los pobres en una pobreza un poco menor? Porque es indecible que ese asistencialismo legitima a las élites dominantes en su supremacía para la que se reclama, además, la gratitud de “los humildes”. Aquellas y otras preguntas del mismo estilo están ausentes en la discursividad vigente. Lo están porque sus supuestos han quedado en el pasado arcaico: la transformación social, la democracia plebeya, el poder popular, el socialismo. Son éstas, y no las otras (democracia, capitalismo), las palabras prohibidas, impronunciables por gente cuerda. No las pronuncian las dos ramas del progresismo intelectual: la vertiente liberal-socialdemócrata y la vertiente nacional-popular. Si creemos a los discursos progresistas de hoy, las vindicaciones revolucionarias son patrimonio de despreciadas “sectas políticas”, tan atenazadas en sus monólogos como externas de la realidad. La democracia sin adjetivos es el nicho sagrado de todas las posturas “críticas”.
La pulsión de inactualidad respecto al consenso reformista late en la prosa con que Mariano Pacheco contraviene la serenidad ideológica de la cultura progresista. Lo hace siguiendo los trazos de tres nombres: Nietzsche, Freud y Arlt. Son más que citas oportunas. En verdad, las tres referencias no bastan –ellas solas– para consolidar una posición. Sabemos que las citas de referencias “prestigiosas” son obligadas tanto para las carreras académicas como para las escrituras progres. Pululan por doquier ponencias, artículos y libros en tren de “publicar” o brindar apoyos a las opciones sistémicas de nuestro tiempo.
No es entonces cuestión de citas lo que Pacheco nos propone. Es más bien una intersección de enigmas poco compatibles con los remilgos del pensamiento progresista. Retorno, repetición, traición, son las palabras claves de este libro. Antes de insistir en la decisiva cuestión de la repetición –ese intríngulis teórico de toda escritura inactual– me interesa destacar algo más sobre el cuestionamiento de la monocordia progresista.
Hoy surgen cada tanto agrupaciones intelectuales con sus respectivas “declaraciones”. Pareciera que vivimos, por ende, en un tiempo de renacimiento intelectual. Se dice que los intelectuales han regresado a la política. Sin embargo, un consenso poco sorprendente atraviesa y hermana las disputas aparentes, de superficie, entre las tribus intelectuales. Los desacuerdos suelen ordenarse alrededor de cómo se sitúan ante el kirchnerismo, aunque ese lugar antes estuvo ocupado por el alfonsinismo y el menemismo. De allí que la cuestión de fondo no sea el kirchnerismo. El tema general es la base progresista de todas las alternativas, con excepciones de las presuntas y desoídas manías de la izquierda “ultra” (y decir “ultra” ya es situar al otro en lo que es y hace nada, ni interlocutor ni antagonista porque es incomunicable). El galardón por el que se torean es cuál vertiente es realmente la progresista, mientras las otras lo serían de manera equívoca o inconsecuente. Debaten por la misma razón y con la misma razón. Pero eso no es un debate.
Contrastadas con las fisuras emergidas durante el bienio 2001-2002, son discusiones restauracionistas, es decir, relegitiman los problemas que la crisis vino a desnudar y sin embargo no eran radicalmente nuevos. En nuestros días el establishment intelectual se nutre de una agenda progresista remozada, matizada por las exigencias que esa crisis legó, pero sin que la mueva una fidelidad al evento ni la perplejidad ante sus promesas irresueltas.
En este panorama adquiere un nítido perfil la demora en el nacimiento de una nueva generación intelectual en la Argentina, la suspensión de un advenimiento que se anuncia en mil indicios pero cuya coagulación es todavía una espera. No me refiero a las invocaciones “generacionales” que reclaman transmisiones de legitimidad y sentido para las camadas más jóvenes, sin un apreciable esfuerzo por acometer la injusticia de erigir una palabra propia. Que intelectuales de menor edad asuman las ideas de intelectuales más viejos (no interesa que añadan alguna acotación marginal sin alterar el fondo) es bien distinto del pronunciamiento generacional.
El pronunciamiento debe eludir atorarse en el circuito infernal del resentimiento. Para exaltar su vitalidad requiere la invención de perspectivas, la producción de obras. Las apelaciones que nos propone Mariano Pacheco no son las únicas posibles, pero ciertamente los usos de Arlt, Freud y Nietzsche que nos ofrece convergen en la emergencia de un programa de invención no progresista. Traer esos nombres a la palestra, ya no como citas en mercancías académicas, ni tampoco solo como pimienta para arrojar a los ojos somnolientos del gradualismo intelectual. Más bien, como nutrientes para conversaciones con la nueva generación.
La heterogeneidad de Freud, Arlt y Nietzsche se hace vector alrededor de la repetición. La repetición delata el doblez de la “integración”, desnuda la ideología del “progreso”, la hipocresía de la “inclusión” condescendiente. Mientras el pensamiento progresista pretende “avanzar”, realizar prudentes “pasos adelante” hacia una mejoría justipreciable “en el contexto” (como esos sindicalistas que “entienden la situación” y acuerdan bajas salariales), la revelación de lo repetitivo cruza el vector confiado y progrediente con la certidumbre de su hipocresía.
La repetición revoca el origen y la meta para lanzarnos al cuadrilátero del antagonismo, donde se gana o se pierde, donde todo empate oculta algún ardid. Escenas que se reiteran, pugnas perpetuas engalanadas pero no eliminadas. En el orden ideológico de nuestras convicciones ordinarias, la repetición se pliega en el cuerpo y la muerte, ese destino de toda carne.
Pensar radicalmente no es separable del hacer físico. Una muy prolongada tradición ha escindido el quehacer intelectual del olor y el calor que acompañan a la flexión muscular, al choque de los huesos. Refigurar la praxis intelectual como movimiento corporal agresivo, diverso del mero daño, es un envase adecuado para exceder los conformismos progresistas. Leo los escritos de Mariano Pacheco anudados a vigorosas formas corporales, por ende en sesgo adverso respecto de la cópula sin fricciones del adaptacionismo académico (que regurgita cualquier obra como “tema de tesis”) y de los malabares castratorios con los que el progresismo licua adaptativamente la conflictividad raigal de la crítica. Por eso distingo gotas de transpiración viñesca –por David– en este libro.  
Nos hallamos en la demora de una gestación del quehacer intelectual emancipado del progresismo. Esa demora no la decide la providencia. Tampoco es el resultado de una conspiración de los viejos de alma o de nacimiento. Anida en ella la apertura para un comienzo de la creación intelectual. Pues si es cierto que el capital y la democracia burguesa reinan en nuestra tierra, las realidades mundiales están henchidas de impulsos para pensar, escribir o filmar de otro modo. También las situaciones argentinas y latinoamericanas avistan potencialidades de insurgencia, aunque también revienten de hegemonía y adaptación. El capítulo intelectual de esa novedad acompaña el vilo de nuestro tiempo. Un primer paso en ese sentido consiste en avanzar contra el legado político-ideológico de la represión política de la última dictadura: el progresismo. Demora, inactualidad y repetición, entonces, son las claves con las que quiero invitar a recorrer los ensayos de Mariano Pacheco. Ejercicios de desavenencia con el tiempo dominante, con todos sus guardianes y sus oportunistas.


Ahora en librerías, ciudad de Córdoba y Buenos Aires-

LISTADO LIBRERÍAS

Ciudad de Córdoba

El Espejo (Dean Funes 163, local 4, Paseo Santa Catalina-Frente a la Legislatura)
Punto de Encuentro (Independencia 620, casi esquina Avenida Hipólito Iirigoyen- frente al Paseo del Buen Pastor)
Porta Culturas (Belgrano 884, Galería Caribú, local 4- A metros del Paseo de las Artes)
Café del ALBA (9 de Julio 482- Peatonal)

Ciudad de Buenos Aires


Hernández (Avenida Corrientes 1436)


viernes, 3 de abril de 2015

La cuestión Malvinas y la izquierda

Revisitar el ensayo y la literatura para repensar la guerra



Mariano Pacheco
(@Pachecoenmarcha)


Como en tantos otros temas, el desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas, en 1982, provocó una serie de posicionamientos para nada coincidentes al interior de las izquierdas, por entonces duramente golpeadas por el accionar represivo de una dictadura que ya llevaba seis años gobernando el país, con un saldo de miles de militantes detenidos-desaparecidos, asesinados, presos, exiliados internos y externos y un repliegue gigantesco del movimiento de masas,  más allá de las resistencias que tanto el movimiento obrero, como los organismos de derechos humanos y otras expresiones populares, nunca dejaron de delibrar contra ese verdadero Proceso de Reorganización Nacional que encarnó la Junta de Comandantes. Un repaso por algunos de aquellos debates, y sus ecos en los posicionamientos de las izquierdas en la actualidad.


Para cuando se iniciaron los enfrentamientos bélicos entre la República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, en 1982, las Islas Malvinas contaban con alrededor de 1.800 habitantes trasplantados por Inglaterra a esta parte del sur del mundo. Llevaban ya 149 años ocupando las islas, luego de que la población argentina en Malvinas, con su gobernador y comandante militar incluidos, fueran obligados a abandonar las islas en 1833; y casi una década y media jaqueando las negociaciones internacionales, renunciando a las resoluciones de las Naciones Unidas, que insistían en que Gran Bretaña accediera a una solución pacífica del conflicto. El fundamento básico para que Argentina reclamara justamente sobre la soberanía en torno a Malvinas fue y es que la usurpación no puede ser nunca fuente de derecho.
Ese legítimo derecho, sumado al apoyo generalizado de los países latinoamericanos y el importante sentimiento nacional-antimperialista enraizado en amplios sectores de nuestra población, llevaron a un sector de la izquierda de nuestro país a apoyar el desembarco militar argentino en las Islas. Uno de esos apoyos fue expresado por una solicitada titulada “Por la soberanía argentina en Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina”, firmada por 25 intelectuales integrantes del Grupo de Discusión Socialista (GDS), entre los que se encontraban José Nun y Sergio Bufano, Emilio de Ípola y Néstor García Canclini, José Aricó y Juan Carlos Portantiero, por nombrar algunos de los más reconocidos. El 10 de mayo, desde su exilio en México D.F, emiten su apoyo al intento de recuperación de las Malvinas.
Los fundamentos del GDS giran en torno al apoyo de los países no alineados, y fundamentalmente, de los gobiernos de Cuba y Nicaragua, y el de una de las más poderosos fuerzas beligerantes del continente: El Frente Farabundo Martí de El Salvador. Estos apoyos, sumados a que para Estados Unidos “la única opción lógica” era apoyar a Inglaterra, colocaban al accionar de las Fuerzas Armadas Argentinas, más allá de sus intenciones, en un nuevo contexto de sentidos. Así, colocada la lucha por la recuperación de las Malvinas en el campo de las luchas antimperialistas, no quedaba espacio para las dudas, puesto que se enfrentaba al conglomerado de intereses colonialistas de dos grandes potencias mundiales, entonces dirigidas por gobiernos ultraconservadores de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Intereses no sólo económicos (recursos petroleros, fabulosas riquezas en nódulos minerales y otras fuentes proteínicas claves para el futuro), sino también por su lugar clave en la geopolítica mundial (recordemos que entonces todavía se mantenían en pie los intentos de constituir gobiernos de nuevo tipo en Centroamérica, alineados con Cuba y Nicaragua, y el Bloque Socialista como contrapartida al modelo del capitalismo).
La tesis del GDS es sencilla: si la lucha por la soberanía argentina sobre Malvinas abre la posibilidad de una lucha popular al interior del país, hay que apoyarla, porque su contracara es que la pérdida de soberanía abre las puertas a la consolidación a largo plazo de un dominio imperialista sobre un área estratégica, tanto para Estados Unidos como para Inglaterra. De triunfar argentina, sostienen, ganan las fuerzas progresistas; de perder, la derrota es para la nación en su conjunto. Por supuesto, esto no quita denunciar a la dictadura. De allí que escriban: “Reivindicar en la actual situación la indiscutible soberanía argentina sobre Malvinas no implica, como lo quieren algunos y en primer lugar el propio gobierno, echar un manto de olvido sobre su política desde 1976 hasta el presente. Por el contrario, para dar su sentido cabal a esa justa reivindicación se requiere como condición indispensable, asumir una posición resuelta y clara en repudio a dicha política”.
Tal vez el doble comportamiento de los altos mandos militares argentinos en Malvinas eche por la borda estos fundamentos. Los testimonios de los soldados argentinos torturados y maltratados, “estaqueados” por sus superiores, junto con la foto de Alfredo Astiz rindiéndose ante las tropas británicas, sin disparar un tiro, sean la condensación de un drama que un sector de la izquierda, sea por seguidismo de masas o por ingenuidad, no pudieron procesar en su momento. Y que en muchos casos, parecen no estar dispuestos a mirar retrospectivamente de un modo autocrítico.
Quien sí salió al cruce de estos planteos, en el mismo momento de los hechos, fue León Rozitchner, quien escribió desde Caracas un lúcido ensayo -editado en formato libro en 1985 por Centro Editor de América Latina- titulado Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política. El texto circulará por las redes de exiliados como un baldazo de agua fría, señalando aquellos puntos que entonces, en un contexto de realzamiento del patriotismo, nadie parecía muy dispuesto a cuestionarse.
Rozitchner denuncia en su escrito que ese realzamiento del patriotismo por parte de las FF.AA, no busca otra cosa más que limpiarse el rostro, simulando participar de una guerra limpia luego de años de desarrollar puertas adentro la guerra sucia (“guerra que prolongó el horror del genocidio en el envío de cientos de adolescentes a la muerte”). Por eso en 2005, al reeditar el libro, el legendario integrante del grupo Contorno va a subrayar que Malvinas es todavía una cuenta pendiente; porque es –dice– entre muchos otros, “uno de esos eslabones que atenacea el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo  despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido esto que llamamos patria”.
Sus reflexiones no dejan lugar a dudas: el Ejercito Argentino –sostiene– fue una fuerza que se ha formado y se ha definido en los límites que el propio enemigo le proporcionó. “Si hasta las categorías de la guerra son producto del enemigo, y forman parte de su doctrina de guerra, que es de Contrainsurgencia y Seguridad Nacional, que fundamenta su plan de guerra”. En este sentido, las Fuerzas Armadas Argentinas se constituyeron como fuerza de ocupación –antinacional– en el propio territorio, buscando implantar por la fuerza, en el propio país, la dominación que permitiera el despojo de sus habitantes, sobre todo de sus clases populares. De allí que resultara absurdo que después se pretendiera, en nombre de la unidad nacional, que esos mismos sectores pelearan junto a sus opresores. Los Pichis, los protagonistas de Los Pichiciegos de Fogwill, son un claro ejemplo de esa paradoja. La contracara de esa guerra. De allí que resulte sugestiva la pregunta que, en determinado momento de la novela, surge en la Pichicera: ¿Por qué, siendo tantos los porteños, son ahí tantos los “provincianos”? ¿Por qué las trincheras están llenas de “cabecitas negras”? La respuesta salta a la vista: porque el Ejército Argentino, desde Caseros en adelante, se convirtió en el ejército de una clase, con un discurso que pretendió elevarse al discurso de la Nación entera. Una clase que, según Rozitchner, responde a intereses económicos que son transnacionales. Y es por eso, entre otras cosas, que la guerra estaba perdida antes de comenzarla: ¿cómo ganarla si su existencia dependía de aquellos a quienes debía combatir?
Rozitchner ataca el argumento de que el enfrentamiento interno con la Junta pase a ser de carácter secundario, en el marco de un enfrentamiento más amplio con los “enemigos principales”, a saber, los imperialistas yanquis y británicos. De allí que sostenga que “el éxito del poder militar del ejército de ocupación argentino significaba la derrota del poder –moral y político, económico– del pueblo argentino”. Ahora bien, esta posición, ¿coloca necesariamente a quienes no desean el triunfo de la Junta en Malvinas junto al bando imperialista? No, sostiene Rozitchner, porque no había ninguna posibilidad de vencer en esta guerra ni “recuperar” ninguna isla contra nuestros enemigos externos, hasta tanto no hubiéramos recuperado previamente nuestro propio territorio nacional de nuestro enemigo principal: las fuerzas armadas de ocupación. Esas que fueron a Malvinas en un “como si” de guerra, puesto que no se tuvieron en cuenta ninguno de los principios básicos del enfrentamiento bélico, como por ejemplo, que a todo ataque, a toda ofensiva, le corresponde un golpe del otro bando. Una guerra fantaseada, en donde se ataca sin sufrir las consecuencias.
Queda claro que Rozitchner interpela, que pone el dedo en la galla. Y digo pone, y no puso, porque sus reflexiones de ayer no han quedado en el pasado, sino que continúan operando en el presente. Porque interrogarse sobre el activo apoyo a la recuperación de Malvinas es además preguntarse por el rol civil de apoyo a la Junta, no sólo en la coyuntura Malvinas sino también antes. Es asumir que nuestro pueblo está integrado por mujeres y hombres que ofrecieron resistencia activa, que no colaboraron, pero no sólo. También está integrado por quienes miraron para otro lado, o pero aun, prestaron el necesario apoyo para que suceda lo que sucedió.
Hoy, a más de tres décadas de la guerra, con un gobierno que –más allá de las caracterizaciones en torno a sus políticas– no caben dudas que es producto de la elección popular, la “cuestión Malvinas” sigue siendo un tema de agenda, no solo nacional sino también internacional, puesto que da su situación da cuenta de la actualidad de los modernos y controvertidos enclaves coloniales británicos expandidos por el mundo. Actualidad Malvinas, entonces, en tanto que el tema podría ser el puntapié inicial de un debate sobre los modos de entender la soberanía nacional, y popular, en la actualidad.