martes, 30 de noviembre de 2010

El Gran Turco y La Otra Argentina

La Villa es una novela del literato César Aira, editada por EMECÉ a mediados de 2001, aunque el autor fecha el texto tres años antes. De hecho, esas son las últimas marcas de la tinta negra sobre el blanco papel: “29 de julio de 1999”. Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros es un texto de non fiction del periodista Cristian Alarcón, editado por NORMA a mediados de 2003. Entre santos, cumbias y piquetes. Las culturas populares en la Argentina reciente, es una compilación de una docena de ensayos, coordinados e introducidos por Daniel Míguez y Pablo Semán –ambos doctores en antropología– editada por BIBLOS a fines de 2006. Quisiera detenerme en estos tres libros, editados en tres momentos distintos de la Argentina, pero que sin embargo abordan un mismo período y desde una visión bastante similar. Si quieren, un detenerse en estos textos a modo de reseña, de comentario; aunque no tanto…
 Radiografía la patria menemista

“El siglo XVIII aun no comprendía, en la misma medida en que lo comprendió el siglo XIX, la identidad existente entre riqueza nacional y pobreza popular”.
Karl Marx, El capital (tomo I, vol. 3)

“Cuando sale del trabajo, Homero viene pensando/ que al bajar del colectivo, esquivará algunos autos/ cruzará la avenida, se meterá en el barrio/ pasará dando saludos y monedas a unos vagos/ Dobla en el primer pasillo y ve que va llegando…”
Viejas locas, Homero.


I


En los últimos años, diversos registros abordaron la cuestión de la marginalidad, la pobreza y pauperización de los trabajadores en nuestro país y, de la mano de este proceso socio-económico y político, los cambios que acontecieron en la cultura de “los de abajo”. No cabe duda que dentro de la clase que vive del trabajo –para usar un término del brasilero Ricardo Antúnez– el sector más golpeado por la implementación del modelo neoliberal ha sido aquél que habita en las periferias de los grandes centros urbanos. Todos aquellos, todas aquellas que, mientras sus pares explotados paraban la olla a costa de un trabajo cada vez más precarizado, que les insumía cada vez más horas de sus vidas, ellos, ellas –decía– se vieron empujados a situaciones de pobreza extrema. A ese abismo que algunos cientistas sociales han llamado la descomposición del tejido social; la ruptura de los lazos. Aunque muchas veces parezca lo contrario, algunas vertientes de las ciencias sociales, el periodismo y la literatura han dado cuenta de este proceso.

Unos de esos textos ha sido el de Alarcón, que logra combinar lo mejor de la crónica periodística con lo mejor de la tradición abierta por Truman Capota al publicar A sangre fría, allá por fines de los 50.

Conurbano norte, a unas 15 cuadras de la estación de San Fernando. Víctor Manuel Vital, “El Frente”, un pibe chorro de 17 años es fusilado por un cabo de la policía bonaerense cuando se está entregando para conservar su vida. Alarcón se mete en La San Fernando, La 25 de mayo y La Esperanza para reconstruir aquel asesinato del 6 de febrero de 1999. Pero al hacerlo, retrocede algunos años, en los cuales da cuenta del tránsito de los ladrones a los bardos. Se mete en las villas, con sus pibes chorros, sus tranzas y sus buches. Sus historias de presos, sus modos de sobrevivencia, sus creencias, sus festejos y sus desgracias. Mientras en la ciudad proliferan los hipermercados y las casas de electrodomésticos, en las barridas se multiplican los kiosquitos que venden de todo (incluido, por supuesto, los sanguches de mila completa), y los remises. Hay símbolos sociales muy explícitos de este proceso: realitys como Gran Hermano y programas como Video Match, por citar sólo ejemplos de la T.V.

Hay tres figuras fuertes –además de la central del Frente Vital– que Alarcón hace aparecer en su relato y que quisiera rescatar: la de La abuela, la Mai ubanda, a través de quien habla (en Portugués) el espíritu de una “Africana”; la de El Sapo, uno de esos dealer, a través de quienes las drogas llegaron a la villa (los porros y la merca, pero también las pastillas, las Rohinol, las Rophi –como le dicen los pibes– con las que preparan “la jarra loca” mezclándolas con vino). El Sapo es presentado como uno de esos “ratas” que se ganan la plata quedándose en la villa, mientras los pibes salen a robar para darles de comer. Un “tranza”, que arregla con la policía, informándole muchas veces sobre los movimientos de los pibes chorros. Por último, la figura de Daniel, un joven cartonero que la impunidad de un país en el que proliferan los countries le arranca la vida. La historia de este adolescente de 14 años, seguramente, es la más desgarradora. Daniel es el menor de de cuatro “hermanos chorros”. Se dedica a hurgar la basura. Hurgar la basura. Una frase que también aparece en la novela de Aira: “la gente no se dedicaba a hurgar la basura por vocación, o mejor dicho: habría bastado un pequeño cambio socioeconómico para que esa misma gente hiciera otra cosa. ¡Pero resultaba que ahora hacían precisamente eso: hurgar en la basura!”.

La historia trágica de Daniel culmina cuando se asoma (“un segundo”), por la ventanilla del tren blanco (asignado sólo a cartoneros). Es ahí cuando una viga de hierro, de esas que la empresa coloca para que nadie, absolutamente nadie, ingrese a la estación sin pagar su boleto, le revienta la cabeza. Todos gritaron y golpearon el piso –cuenta Alarcón– para que el maquinista frenara. Pero no: el tren blanco –que ni freno de mano tiene– no para en San Isidro. Tren que estaba hecho –según se describe en el libro– “para los privados de todo derecho. El vagón en el que viajan pagando sin excepción cada uno su boleto es un desperdicio de los viejos trenes al que se le quitaron los asientos para convertirlo en un depósito de los indeseables que de otra manera molestarían con sus carros a cuesta a los pasajeros. Sin vidrios en las ventanas, sin luz, los vagones funcionan, al decir de los maquinistas, fuera de toda legalidad”. Cuando llegaron a San Fernando pidieron una ambulancia… que tardó 20 minutos en llegar.

Alarcón remata: “El único de los hijos de Matilde que no había pisado el camino del delito agonizaba por culpa de un golpe de la misma exclusión que había provocado todas las balas de las que se salvaron sus hermanos”.

Es la situación de los nuevos pobres de la Argentina. La contracara de la opulencia de los nuevos ricos, los que comen piza y la acompañan con champagne. La historia de los indigentes, aquellos que ya ni siquiera califican para pobres, que ya ni siquiera son mano de obra barata para la explotación del capital. De allí que Aira sostenga: “¿Qué pobres? Señor, ésa es una palabra antigua. Antes había pobres y ricos. Ahora ese mundo desapareció, y los pobres se quedaron sin mundo. Por eso mis patronas dicen: ya no hay pobres… Ya no existe el viejo mundo de las recompensas y los castigos. Ahora es cuestión de vivir nada más. No importa cómo”.

II


En ese trajinar de changas, cirujéo, cartoneo, delito y esperar-a ver-que-pasa, se va tejiendo una de las transformaciones más radicales en la dinámica cotidiana de los de abajo. Junto con el cambio en la estructura económica, en las instituciones políticas, también van a operarse una mutación en el proceso cultural. De los de arriba y de los de abajo. Es estos últimos van a detenerse los ensayos compilados por Míguez y Semán, quienes sostienen que no hay por qué describir la producción simbólica de los subalternos con las categorías de las clases dominantes. De allí que los trabajos de una docena de autores busquen dar cuenta de la significación, para los sectores populares, de los nuevos fenómenos que van emergiendo: la cumbia villera; el rock chabón; las identidades futbolísticas, carcelarias y delictivas; la santificación popular como el caso Gilda; la crisis de la familia tradicional y de la división sexual del trabajo a partir de la desocupación masiva y el nuevo rol que ocupa la mujer en la lucha por la subsistencia; la emergencia de los comedores comunitarios y las luchas del movimiento piquetero; el clientelismo y el surgimiento de legítimos liderazgos populares que cuestionan la lógica clientelar; la pérdida de hegemonía del catolicismo y la proliferación de múltiples “instituciones” como la Iglesia Evangelista, la Universal y tantas otras más; la diversificación de las ONG que buscan aplicar medidas focalizadas para la crisis, entre otros tantos temas que han aparecido como rasgos distintivos de este nuevo ciclo histórico.

Proceso en el cual se buscan, muchas veces, soluciones del tipo “baja en la edad de imputabilidad”, sin reparar en que estos problemas estructurales no pueden paliarse con medidas que profundicen la brecha ya no entre quienes tiene y quienes no tienen, sino entre quienes tiene muy poco y quienes ya no tienen nada. Ciclo histórico que golpea no sólo en las condiciones materiales de existencia, sino también en las representaciones simbólicas. Porque el hambre genera desnutrición, enfermedades de distinto tipo, resta fuerza biológica a la sociedad –según ha destacado la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar en su artículo “Las formas de la realidad”-, pero “la representación de la pauperización con la cual miles de seres humanos buscan comida en bolsas de basura a las puertas de supermercados vallados repletos de alimentos genera desesperación o desesperanza, dolor o furia homicida”. Esa furia que a veces se expresa en revuelta y ación colectiva; y otras veces, en degradación de los lazos sociales.

En fin, de este ciclo histórico neoliberal no han estado ausentes ciertas expresiones de la cultura. Por suerte, no todo ha sido producción-basura, como tantas y tan malintencionadas veces se pretende presentar el período. Como alguna vez expresó Michel Foucault, donde hay poder, hay resistencia. También aquí, durante la argentina menemista, hubo resistencia cultural. Por supuesto, también hubo de la otra.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Reseña del libro de M.Lowy...

La teoría de la revolución en el joven Marx- Michael Löwy
Herramienta ediciones- Editorial El Colectivo. Buenos Aires, agosto de 2010.
Por Mariano Pacheco para Revista Sudestada


Reeditado recientemente en Argentina (nuevamente, en realidad, ya que había sido reeditado en 1997), este libro publicado inicialmente en 1970 tiene la gran virtud de intervenir ahora en un contexto de debate de ideas a nivel mundial bastante distinto al de hace una década y media. Si entonces los apologistas del capital decretaban (otra vez, como a principios del siglo XX), la “muerte del marxismo” (y con él, la muerte de la historia, de la luchas de clases), por estos días -tras una descomunal crisis financiera internacional-, las ideas subversivas, los planteos revolucionarios de Karl Marx cobran un nuevo impulso. Impulso que, sin dejar de sostener la invariable comunista (la autoemancipación de las mujeres y hombres que viven del trabajo), no mira para el costado a la hora de revisar las apuestas y experiencias de décadas anteriores, que condujeron, entre otras cosas, al stalinismo.
De allí que el aporte de Löwy sea fundamental para continuar revisitando los planteamientos centrales de Marx a la luz de las luchas y los procesos de organización que los de abajo se vienen dando en distintos lugares del mundo en la actualidad (sobre todo en Nuestra América), donde la idea de socialismo se ha reinstalado nuevamente entre amplios sectores de nuestros pueblos. Enrolado en el legado comunero, que pone el foco en el proceso de autoorganización de la clase en sus luchas, el autor se inscribe, asimismo, en el legado abierto por el capítulo 6 inédito del tomo I de El capital. Ese que “suelda” el joven y el maduro Marx; el que sostiene que el modo de producción capitalista no es sólo producción de mercancías, sino fundamentalmente producción de plusvalor. Afirmación que conduce al corazón mismo de la teoría marxista de la revolución comunista: no es posible modificar o “reformar” el sistema. Desde esta perspectiva y tal como remarca el propio autor en la introducción a la edición inglesa: “la teoría de la revolución del joven Marx sigue siendo la mejor brújula para conocer el propio camino en el actual y confuso panorama histórico”.