miércoles, 28 de diciembre de 2022

Entrevista a Eduardo Rinesi

 “Los pueblos suelen elegir líderes carismáticos, encantadores y enamorantes porque ese es el modo en el que puede hacer oír su voz”

 


Por Mariano Pacheco

(Revista Zoom)

 

Desde hace tiempo Eduardo Rinesi viene trabajando en el cruce entre política y tragedia y sus hipótesis guiaron buena parte de sus libros, el no casualmente titulado Política y tragedia. Hamlet, de Hobbes a Maquiavelo, pero también Resto y desechos. El estatuto de lo residual en la política y el más reciente ¡Qué cosa la cosa púbica! Apuntes shakespeareanos para una república popular, en el que comienza afirmando que le gustaría abordar “un conjunto de discusiones políticas de gran actualidad y –me parece a mí—de gran interés entre nosotros”, mientras anuncia que recorrerá en sus páginas un puñado de obras de William Shakespeare centradas en la historia de la antigua república romana, enfoque que le permite volver a trabajar sobre la hipótesis de que el dramático conflicto es un principio constitutivo de la política y que la tragedia misma se constituye en una potente reflexión (estetizada y estilizada) sobre lo frágil y precario que tienen siempre nuestras vidas, o como escribe en este ultimo libro, “sobre el peso que tienen sobre nuestras vidas un conjunto de fuerzas que son superiores a las nuestras y que no podemos entender ni controlar”. A continuación, la conversación que el ex rector de la Universidad de General Sarmiento mantuvo con Revista Zoom, diálogo en el que la figura de Shakespeare se entrecruza con la de Cristina Fernández y los tiempos desquiciados de la tragedia Antigua parecen anunciar los tiempos violentos de la política moderna.

  

Escribiste tu último libro durante la pandemia, y llamativamente, lo publicaste unos meses antes del el intento de asesinato de Cristina Fernadez de Kirchner, pero uno puede leer con curiosidad frases como la siguiente: “Así la pregunta por las razones de los cuchicheos entre estos jóvenes, de la elite romana que se reúnen en secreto para planificar el asesinato de un líder popular, es el complemento necesario de otra pregunta que tenemos que formular, por las razones de la necesidad de estos mismos muchachos tan intensos de dar razones publicas de su crimen después de haberlo cometido”. ¿Alguien podría decir que esto se escribió después de que viste los noticieros de esas horas tan intensas que vivió la Argentina!


Se podría decir marxiana o borgeanamente, que se trata de una nueva repetición. Una historia que se ha repetido varias veces. Ya nos advirtió Marx sobre el grotesco de las repeticiones. Y me parece que la discusión en Argentina, quizás en toda América Latina durante los últimos 40 años, se puede dividir en dos mitades casi iguales de tiempo: la de las dos últimas décadas del siglo pasado, y la de las dos décadas iniciales de este siglo. En las dos décadas finales del siglo pasado lo que discutimos fue sobre todo la cuestión de la democracia. Salíamos de dictaduras muy terribles, el desafío era construir una democracia estable, que nos asegurara que nunca más (esa expresión tan característica de los 80’), volviera a repetirse el horror que habíamos conocido. El contrapunto era democracia (que era lo que había que conquistar y consolidar) y autoritarismo (que era lo que había que evitar). Me parece que en Argentina, después del gran desbarajuste del 2001, la recomposición del orden de 2002 (que después se cristaliza en 2003), reaparece el viejo fenómeno argentino, el fenómeno de un movimiento de características populistas que alcanza el poder formal en el gobierno del Estado. Un gobierno que despliega desde allí un conjunto de políticas que uno podría llamar, para abreviar y no entrar en discusiones, “progresista”, caracterizado por contar con un fuerte acompañamiento de los sectores populares y con un marcado liderazgo, que es una característica propia, por otra parte, de los populismos en toda América Latina. Uno piensa en los populismos clásicos, desde el Varguismo hasta el Yrigoyenismo, pasando por el peronismo,  y puede ver que son populismos asociados a la figura de un líder carismático. Cuando uno piensa en los neo populismos del siglo XXI, como el chavismo, o los gobiernos de Evo Morales en Bolivia y el Kirchnerismo en Argentina, ve movimientos asociados al liderazgo de una figura muy encantadora que es lo que quiere decir carismático, etimológicamente. Y en la discusión teórica política argentina y latinoamericana, durante estas dos primeras décadas del siglo XXI, a la idea de populismo se contrapuso la idea de república. Si en los 80’ la palabra democracia estaba positivamente connotada y se oponía a la de autoritarismo, luego una gran cantidad de sectores del establishment mediático, y académico empezaron a valorar positivamente la idea de república, para contraponerla a lo que designaba la palabra maldita: populismo . Sobre el populismo se escribió un montón. En 2003 Ernesto Laclau  sacó su famoso libro La razón populista, donde retoma viejas cuestiones que él venía estudiando desde fines del año 70’. Ese libro es muy interesante y discutible. Ha sido discutido, pero más allá de todas las sutilezas en los modos académicos en los que se pensó el primer populismo,  cuando se lo contrapone a la república, es porque se identifica al populismo casi exclusivamente con uno solo de sus rasgos, el liderazgo carismático de quienes conducen los procesos populistas. Se contrapone la república a los movimientos con liderazgos carismáticos fuertes, a la idea de líderes del pueblo.

 

En ese contexto apareció hace algunos años un libro, Razones públicas, de Andrés Rosler, que leí con mucho interés y desencuentro, que me hizo pensar mucho en cosas sobre las que ya venía dando vueltas en torno a la idea de república, pero que además me señaló el interés de ir a ver en cómo Shakespeare pensaba el problema. El libro alude notoriamente a Julio Cesar. Estos muchachos conjurados, los “copitos romanos” diríamos, que no se llamaban Brenda o Fernando, sino Casio y Brutto, y que no tenían celular sino sus “cuchicheos”. Porque el celular vendría a ser la forma contemporánea de los cuchicheos, de esos conspiradores antiguos que se quieren sacar de encima a un líder popular llamado Julio Cesar, que no era un tirano, ni había cometido ningún acto que lo identificara como un tirano, pero que sin embargo estos muchachos decían, y se decían a sí mismos, para autojustificarse en su acción magnicida: “Es cierto, no es un tirano, pero el amor que le dispensa el pueblo es tan grande que puede sentirse tentado a convertirse en un tirano”. Y la tiranía, para ellos, era una cosa tan terrible que valía la pena llenarle el cuerpo preventivamente de puñaladas. Lo sacaron, así, violentamente del camino, y después el líder del grupo conspirador --que se llama Bruto-, da un discurso al pueblo, argumentando que quiere dar razones públicas de lo que hizo. De ahí toma Andrés Rosler el título de su libro, que si bien no dice que está bien que hayan matado a Julio Cesar, sí es entendible que estos muchachos dieron razones públicas al pueblo. Lo que uno no puede evitar quedarse pensando después de leer un libro así, es si no resulta mucho mas interesante, más que andar dando razones públicas de lo que se hizo, es haber hecho una consulta pública. Estos muchachos saben que no pueden, que su causa no cuenta con el favor del pueblo, y saben que Julio Cesar es un líder amado por su pueblo. Por eso creo que en el fondo lo que estos muchachos no se aguantan es al pueblo. Quiero decir: quienes odian a los líderes del pueblo y los acusan de una media docena de cosas, que son básicamente siempre las mismas,  en todas partes y a lo largo de la historia (de quedarse con vueltos, de ser antipáticos, de tener mal aliento o lo que sea), todas esas imputaciones que se repiten sistemáticamente contra los líderes del pueblo a lo largo del tiempo, muestran que en el fondo lo que hay no es un odio al líder sino al pueblo mismo.

 

¿De algún modo esa es un poco la tesis central de tu nuevo libro, no?

 

Claro, en el fondo, lo que quise plantear es que con la palabra república decimos dos cosas diferentes. Y esto es una vieja discusión que arranca con Aristóteles, pasa por la tradición  renacentista y llega a los autores contemporáneos que distinguen una república minoritaria y aristocrática y una república mayoritarista o popular. Para ejemplificar, podemos recordar que en la antigua Grecia, Esparta era una república  aristocrática conducida por una elite con buenas leyes mientras que Atenas era una república popular conflictiva y tumultuosa, como le gustaba decir a Maquiavelo, pero que por eso mismo, a través de los tumultos iba cambiando  permanentemente sus leyes, para hacerlas cada vez mejores. En el renacimiento Italiano, el contrapunto es entre Venecia --a la que los italianos llamaban “La serenísima”, porque era virtuosa y gobernada por buenas leyes y eran una elite seria-- y Florencia --que era un despelote--. Maquiavelo decían que prefería la segunda, porque si le daban a elegir enre la tranquilidad de Venecia y el despelote de Florencia, se quedaba con su ciudad, que constantemente estaba cambiando sus leyes, gracias a que las luchas del pueblo se expresaban en las calles. Las repúblicas elitistas, entonces, tienden a ser calmas y por el contrario, las mayoritarias y populares, tienden a ser tumultuosas, esa es una característica. Pero además, en las repúblicas elitistas no hay líderes personalistas y en las repúblicas democráticas o populares sí los hay. Porque el pueblo, para hacer oír su voz, suele elegir líderes. Y este no es un fenómeno solo argentino o latinoamericano. Veamos el ejemplo de Julio Cesar sino, resulta interesantísimo. Y antes del de Julio Cesar el de Pompeyo, en la antigua Grecia el de Pericles.

 

Los pueblos suelen elegir líderes carismáticos, encantadores y enamorantes, porque ese es el modo en el que puede hacer oír su voz. En cambio las élites no tienen esa necesidad, porque ellas son la  fuerza, tienen el dinero, los diarios,  los canales de televisión, tienen la tierra. No necesitan líderes. Su poder radica en otro lado. Y frente a ese poder, muchas veces, los sectores populares no tienen más remedio que construir una identidad colectiva de la mano de un liderazgo muy fuerte, y eso es lo que las elites no soportan, y por eso los impugnan. Eso es un poco lo que intento sugerir en mi libro, escrito tiempo antes de que ocurriera el intento de magnicidio contra Cristina. Pero desde un punto de vista más teórico, la tesis fuerte es: no hay una forma de república sino dos. Hay un republicanismo aristocrático y anti-popular, que no necesita líderes, porque tiene a las leyes y tiene las relaciones de poder que esas leyes sostienen, encubren y reproducen, y hay otro tipo de repúblicas, que son las democráticas o populares, que en general están asociadas a la figura fuerte de líderes carismáticos, muy amados por los sectores populares. Esas repúblicas tienen en América latina un nombre que no hay que poner como la contracara de la república, sino como una de sus formas posibles, y es nombre es populismo. El populismo es el nombre del republicanismo popular en América Latina.

 

Y entre esos liderazgos y el pueblo aparecen las “mediaciones populares”, ¿no? Me interesaba introducir en la conversación esta discusión, que es un poco  de coyuntura pero que tiene una larga historia. Me refiero a ese tercer elemento, situado entre una sociedad en movimiento –com se decía en 2001-- y unos liderazgos que expresan multitudes, esos entramados organizacionales que aparecen en gran medida identificados con esos liderazgos  pero que a su vez también los tensionan. Y no lo pienso solo en términos de las discusiones más recientes entre Cristina Fernández de Kirchner y ciertos movimientos populares, de raigambre territorial y matriz comunitaria que trabajan en el marco de las economías populares, sino también sobre el protagonismo de las juventudes de los 70’ y Perón, o incluso antes, entre el planteo de comunidad organizada y rol del Estado rol, entre sindicalismo y organizaciones libres del pueblo y estatalidad en el peronismo clásico.

Desde lo que venís trabajando en términos teóricos, ¿te parece que hay algo de esa dimensión de las mediaciones que podríamos pensar?


Me parece que es necesario pensarlas. Me gusta mucho la pregunta y me parece que da en el clavo de una cuestión que hoy es fundamental pensar. Quiero retomar lo que veníamos diciendo para tratar este tema que propones. Hay dos formas de pensar la república: una aristocrática o minoritaria, otra mayoritaria o popular. La primera tiene como sujetos a las élites más poderosas y quiere a los sectores populares de la ciudadanía dóciles y ordenados bajo el imperio de la ley. En la segunda, en cambio, hacen de esos sectores populares de la ciudadanía el sujeto de la historia. Con el costo que eso tiene, que son los tumultos, el desorden, las contingencias de la historia que no siempre se presenta tan ordenada.

Ahora bien: a mi me gustaría recuperar, para tratar de responder a tu pregunta, la idea de democracia, como parte de una república popular. Recuperando un sentido muy preciso de la palabra democracia, que discutimos mucho en los años 80` y que después dejamos de lado por la consolidación del alfonsinismo y todo lo que vino después en los 90’, años en los que nos acostumbramos a pensar a la democracia más como rutina. Pero había una idea con la que el alfonsinismo había coqueteado y que aparece muy fuerte, ya que vos lo mencionaste, en el 2001, y es la idea de la democracia como participación. Como participación popular deliberativa y activa de  los sujetos, y muy específicamente, de los ciudadanos del bajo pueblo, en los asuntos colectivos. Me parece que hay una diferencia entre la idea del pueblo como un sujeto que tiene que ser tenido en cuenta como fuerza histórica conducida, en general, por un líder personalista, carismático y amado por ese mismo pueblo, y la idea --para mi mucho más democrática-- de ese pueblo como un sujeto activo que construye su propio futuro común a través de la discusión y de la deliberación, de prácticas asamblearias, de la contraposición de argumentos, de la elección de abajo a arriba de sus dirigentes, de la organización  de abajo hacia arriba de las mediaciones. Ahí hay una cuestión para pensar porque, a mi me disgustan los asesinos de Julio Cesar, pero tampoco tengo el poster de Julio Cesar en mi dormitorio, y te digo esto porque no me parece un modo muy virtuoso de la política el que se construye con liderazgos personalistas fuertes que se sostienen sobre una posición de fuerte pasividad de ese mismo pueblo. En eso Shakespeare es lúcido y extraordinario, cuando presenta los diálogos entre ciudadanos, es hasta divertido, porque los presenta como muy torpes y necios y no porque sean poco inteligentes, sino porque se han vuelto torpes y necios por una forma de educación política, aociada al punto luminoso del líder que no les permite a esos sujetos desplegar todas las potencialidades democráticas. Entonces me parece que deberíamos decir que la república es también la república de los pueblos que vienen con líderes carismáticos les guste o no a los gorilas y habría que dar un paso más y decir que esas repúblicas además de ser populares y democráticas, si propician, generan y estimulan los canales y generan las mediaciones que alienten la participación de esos ciudadanos y de todo el bajo pueblo.

Participación que viene con discusiones y argumentaciones, por más que eso a los líderes no les guste ni un poquito. Allí tenemos un asunto interesante para pensar, porque en general los pueblos construyen esas mediaciones como pueden, y no de las maneras luminosas, transparentes y perfectas con las que las imaginaríamos si pudiéramos diseñar, como decía el viejo y querido Cooke, con escuadra y tira-línea. No: esas construcciones se hacen con el barro de la historia, como se puede, con los dirigentes que se puede, que pueden interesarnos y parecernos más o menos auspiciosos respecto a la  posibilidad  de profundizar esa democracia. No necesitamos recordar las fuertes competencias que el sindicalismo representó para el  liderazgo político de Perón y de Nuevo, hay que decir, ¡qué capo Shakespeare!,  porque tiene una claridad tremenda de este tema en todas las obras, pero sobre todo en Coriolano  y en Julio Cesar, esas obras extraordinarias donde la comprensión que tiene Shakespeare sobre el desprecio que tienen por el César los tribunos, vale decir, las formas pre-históricas de nuestros diputados, de nuestros políticos profesionales, de nuestros representantes que desprecian al líder porque les  compíte  y el desprecio es mutuo, porque al lider no le gustan ni un poquito esos otros personajes que le impiden la comunicación directa que todo líder aspira tener con su pueblo. Creo que ese es un asunto importante para pensar, creo que si queremos una república que además de ser popular sea democrática tenemos que sostener las mediaciones que los pueblos se van construyendo en su camino, lleno de dificultades, sinuosidades  y de torpezas también. Pero no vale que cuando los pueblos consiguen construir esas mediaciones y organización popular, los liderazgos digan que este o aquel dirigente no les gusta. No vale insinuar que los dirigentes populares se quedan con un porcentaje de no se que cosa y fiscalizarlo, como se está hacienda ahora. Yo estoy muy enojado con este gobierno que eligió no fiscalizar la deuda externa, que es un curro del primer al último dólar, que decidió no fiscalizar el modo en que se obtuvo esa deuda externa y decidió pagarla, pero ahora está fiscalizando y llamando incluso a las universidades públicas para que lo ayuden a fizcalizar a los movimientos populares que este pueblo, golpeado y averiado, consiguió precariamente construir. Me merecen fuertes críticas esas tendencias fáciles a despreciar a esos dirigentes y a esas mediaciones populares. Definitivamente creo que no podemos decirle al movimiento obrero organizado cosas como “yo trabajo desde chiquita, no vengan a pedir cargos”. Como si hubiéramos nacido ayer y como si no supiéramos que pedir cargos es también parte de la lucha política. ¿La única? ¡Claro que no! ¿La más noble? ¡No!, pero es parte también de la política y deberíamos ser capaces de pensarla con menos prejuicios para aceptar que hay república allí donde el pueblo es sujeto de la historia, con sus líderes carismáticos, personalistas y enamorantes, pero también con esas mediaciones, que cuestionarlas no expresan más que un gesto jacobino, arrogante y poco democratico. La democracia es el gobierno del demos, con los mecanismos que ese demos va construyendo en su difícil andar por la historia.

 

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Reseña: ¡Qué cosa la cosa pública! Apuntes shakespeareanos para una república popular, de Eduardo Rinesi

 Tragedia y política

 Por Mariano Pacheco

(Publicado en Perfil cultura, 6/11/2022)


“Me gustaría en estas páginas abordar un conjunto de discusiones políticas de gran actualidad y –me parece a mí—de gran interés entre nosotros”. Así, Eduardo Rinesi empieza “¡Qué cosa la cosa pública! Apuntes shakespeareanos para una república popular”, su último libro publicado recientemente por Ubuediciones.

Rinesi cita a Viñas, en un tramo del libro, para apelar a la metáfora, a la imagen del que “aprieta el bandoneón”, es decir, del que comprime dos cosas en una. Y un poco ese es el método de composición de este trabajo: por un lado, examinar un puñado de obras de William Shakespeare centradas en la historia de la antigua república romana, “sobre el modo en el que las obras de Shakespeare referidas al período que va del renacimiento a la disolución de la república romana nos aportan algunos elementos para pensar el problema teórico y político de la república”. Para ello el autor recupera y ordena, según la cronología histórica y no siguiendo el orden de producción literaria, un conjunto de piezas teatrales y un poema (“Julio César”; “Antonio y Cleopatra”; “Coriolano”; “La violación de Lucrecia”), a partir del cual va a trabajar sobre los modos de comprender al republicanismo en la tensión interna que lo constituye, entre una vertiente aristocrática (apoyada sobre la sabiduría de sus legisladores, la prudencia de sus leyes y la virtud de la elite encargada de gobernar la ciudad –con exclusión del bajo pueblo, ignorante y turbulento—) y otra vertiente democrática o popular, sostenida sobre la idea de soberanía del pueblo, sobre sus deseos, sus movimientos, sus luchas, incluso sus tumultos. Eso, decía, por un lado.

Por otro lado Rinesi va a retomar elementos de su trabajo publicado en 2003 bajo el título “Política y tragedia. Hamlet, de Hobbes a Maquiavelo” (pero también del más reciente “Resto y desechos. El estatuto de lo residual en la política”), para volver a interrogar esos vínculos, para pensar nuevamente el dramático conflicto como principio constitutivo de la política y a la tragedia misma como una potente reflexión (estetizada y estilizada) sobre lo frágil y precario que tienen siempre nuestras vidas (“sobre el peso que tienen sobre nuestras vidas un conjunto de fuerzas que son superiores a las nuestras y que no podemos entender ni controlar”).

Más allá del erudito trabajo sobre los textos shakespeareanos, el núcleo de la problemática sobre la república entrelazan las temporalidades del ayer, el hoy y el mañana, en tanto que se presupone que, tanto el tiempo como el mundo, permanecen siempre “fuera de quicio” en la república, porque en ésta no puede haber, siempre, sino conflictos entre intereses e ideas contrapuestas, de grupos distintos y enfrentados.

Rinesi trabaja extensa e intensamente sobre el asesinato de Julio César, y el modo en que fue abordado dicho episodio histórico por la literatura de Shakespeare. Y lo hace apenas unos años antes del intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández. Buena oportunidad, la lectura de este libro, para volver a poner en relación la historia de tierras lejas con las urgencias de nuestro tiempo nacional, y por qué no, para discutir nuevamente sobre el vínculo, siempre tenso, entre política y literatura.

 

 

miércoles, 28 de septiembre de 2022

Guattari: “Necesidad y pertenencia”

 


Por Mariano Pacheco

(Suplemento Cultura del diario Perfil, 18-09-2022)

 

Conocido mundialmente por sus libros escritos a cuatro manos con Gilles Deleuze, se cumplen tres décadas del fallecimiento de Félix Guattari, analista heterodoxo, militante político y una de las conciencias críticas de Francia con mucho que decir para nuestros tiempos apocalípticos y rizomáticos. Legado presente de un pensador del futuro.

 

Michel Foucault supo decir que el siglo XXI sería deleuzeano y quizá no se equivocó, aunque podríamos agregar que también es guattariano. Este año se conmemoran los cincuenta años de la salida de El AntiEdipo –ese primer libro escrito de manera conjunta entre ambos autores–, y treinta años del fallecimiento de Félix Guattari, el más contemporáneo de nuestros filósofos, sobre todo después de la pandemia del covid-19, que acechó a la humanidad y puso en el centro de la escena pública mundial la discusión sobre la salud mental, los padecimientos y malestares, la crisis ecológica, las mutaciones en las formas del trabajo, la emergencia de nuevos agentes y agendas en sociedades totalmente convulsionadas y conmovidas por la concentración de las riquezas, el aumento de la pobreza y la cada vez más intensa sujeción subjetiva al patrón cultural que rige el mundo actual, más allá de la variedad de colores y perspectivas de los diferentes gobiernos nacionales. Todos estos temas fueron abordados, pensados y problematizados por Guattari en su trabajo conjunto con Gilles Deleuze, pero también en sus propias elaboraciones anteriores y posteriores a ese período. Por lo general, toda esa apuesta intelectual, que fue a la vez una empresa vital, nunca la realizó en soledad. Más allá de la firma singular, de su nombre estampado en los libros y artículos que escribió, de las conferencias en las que habló, siempre fueron iniciativas llevadas adelante desde una confluencia de entramados clínicos, filosóficos y políticos que compartía con diversos compañeros y compañeras de ruta. 

Como un reloj que se adelanta. En Kafka, para una literatura menor, otro de los libros que Guattari escribió junto a Deleuze, aparece una reivindicación del gesto vanguardista del escritor checo de asumir la literatura en términos performativos, es decir, no tanto representando la época (versión realista) sino siguiendo las líneas que arrastran lo contemporáneo hacia el porvenir. Algo de eso también está presente en la “filosofía del mediodía” de Friedrich Nietzsche en contraposición a la clásica idea hegeliana de que la filosofía es como el búho de Minerva (“levanta vuelo al anochecer”), y más allá de que supo ser más trabajada por Gilles que por Félix, la rescatamos aquí para pensar la propia trayectoria de Guattari. Al fin y al cabo, fue Félix quien ya en la década del 80 elaboró, con su tesis de las “tres ecologías”, muchos de los planteos que hoy circulan en discusiones, debates y prácticas de nuestra sociedad. 

Guattari sostenía que feminismos y ecologismos debían marchar junto a la lucha obrera, en cualquier perspectiva de cambio social, que en su caso ponía un especial énfasis en lo que denominaba “revolución molecular”. “Ecología ambiental”, para replantear el vínculo entre la humanidad (específicamente su acción depredatoria) y el planeta; “ecología social”, para repensar las luchas de clases contemplando las mutaciones del mundo obrero y, finalmente, una tercera dimensión, la “ecología mental”, para abordar el capitalismo en su fase neoliberal, y contemplar cómo este profundiza la angustia, la tendencia a la soledad, al individualismo y la neurosis, separando a los sujetos del campo social y privatizando el malestar. “No hay oposición entre las tres ecologías –escribe Guattari–. Toda aprehensión de un problema medioambiental postula el desarrollo de universos de valores y, por lo tanto, de un compromiso ético-afectivo”.

Esta propuesta, incomprendida por las izquierdas de entonces, ponía el foco en la necesidad de efectuar una “reconversión ecológica” de la “acción sindical”, no para negar la centralidad que la clase trabajadora tiene en las luchas emancipatorias, en sociedades regidas por la lógica del capital, sino para problematizar cuestiones fundamentales como el corporativismo, el machismo, la homofobia (y a veces también la xenofobia) obrera y el afán productivista que rigió a gran parte de “Estados socialistas”, en una carrera de disputas con el capitalismo que en gran medida reprodujo esquemas similares en relación con un modelo humano en su vínculo con el planeta. 

Por todo esto es que para Guattari (también para Deleuze) la revolución molecular debía estar en el centro de la escena en ese entonces. Claro que su época está marcada por las revoluciones totales, desde la soviética en la Rusia de 1917 a la sandinista en la Nicaragua de 1979, pasando por los procesos triunfantes de las izquierdas en China, Cuba, Vietnam y otros tantos países, a diferencia de hoy en día, donde el concepto y el proyecto de revolución parecen haber quedado enterrados en el pasado, con lo cual no puede dejar de plantearse la necesidad de repensar el concepto mismo de revolución molecular y su puesta en relación con los anhelos de llevar adelante “procesos de cambio” en sentido emancipatorio. Pero más allá de estas transformaciones –fundamentales– en los contextos, la obra de Guattari no deja de ser un legado importantísimo para pensar las dimensiones micropolíticas de nuestras sociedades. 

Fuera de la norma. A inicios de la década del 80, mientras en Argentina los militares se retiraban del gobierno que habían usurpado en 1976, dejando un tendal de muertos y vidas “desaparecidas” que se simbolizarían en el número 30.000, en Brasil comenzaba a conformarse el Partido de los Trabajadores, y un conjunto de experiencias políticas, sociales y culturales pujaban desde abajo, con fuerza, en el intento por replantear la vida, en un continente (sobre todo en su Cono Sur) donde el terrorismo de Estado había arrasado con los vientos de cambios tan presentes en las dos décadas anteriores. A ese bullicio del país vecino, el escritor, pensador y poeta argentino Néstor Perlongher lo llamó el “Brasil menor”, recuperando la visita y las charlas que Félix Guattari brindó por entonces allí. Perlongher, que había sido fundador del Frente de Liberación Homosexual (FLH) en Argentina, una década antes, recordará con su prosa plebeya que la idea de “lo menor” –tan presente en Deleuze y Guattari– nunca debe entenderse en términos numéricos, como muchos (mayorías) y pocos (minorías), sino como “cualidad de dominación”: en cada sociedad existe una “norma” que rige mayoritariamente los comportamientos, estableciendo una moral para la cual una determinada cantidad de cuestiones pasarán a estar mal. De allí que la propuesta “deleuzeano-guattariana” de “devenires minoritarios” pase por buscar quebrar ese patrón, esa norma, esa moral de las “buenas costumbres”, para abrir paso a un proceso de experimentación de la vida menos estereotipado, más abierto a lo inesperado, a lo posiblemente explorado. 

El concepto de  revolución molecular, por lo tanto, no puede sino ser pensado en íntimo vínculo con el de devenires minoritarios, sin desconocer por supuesto que, tal como Deleuze y Guattari sostienen en Mil mesetas –segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia–, toda política es siempre y al mismo tiempo micropolítica y macropolítica. 

Luego de casi cuatro décadas de Encuentros Nacionales de Mujeres, de Marchas del Orgullo Gay y de conquistas de leyes como la de Matrimonio Igualitario, Igualdad de Género y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, junto a fenómenos de expresión masiva como el grito de #NiUnaMenos, Argentina es un país donde las luchas por la igualdad y el respeto a la diversidad de género han marcado agendas, incluso más allá de las fronteras nacionales (como fueron los paros internacionales de mujeres convocados por el movimiento feminista en los últimos años), sin haber perdido a su vez toda una herencia obrera que fue característica de estas tierras durante todo el siglo XX y que aún hoy, a pesar de las mutaciones en el mundo del trabajo (de la desindustrialización y la desindicalización proveniente de los años de la última dictadura cívico-militar), sigue contando con niveles altísimos de sindicalización y movilización de la clase trabajadora asalariada, amén de que también aquí se le ha puesto nombre y apellido, pero también organización territorial, comunitaria y sindical, a todo ese fenómeno de “descarte social” que produce el capitalismo actual: la “economía popular”, ella misma atravesada a su vez por los planteos introducidos por el movimiento feminista en torno al trabajo productivo y reproductivo, las tareas de cuidado, la feminización de la pobreza y de las actividades sociales y laborales. También, en gran medida, estas economías populares incorporan en sus planteos muchos paradigmas ecologistas, provenientes de años de luchas ambientales. 

Así y todo, la advertencia de Guattari en torno al necesario trabajo a realizar para que el neoliberalismo (él entonces se refería a un “capitalismo mundial integrado”, incluso antes de la caída del Muro de Berlín) no fragmente esos procesos, haciendo que cada uno marche por su lado, separado de los otros, acecha como un espectro toda la coyuntura actual, no solo de nuestro país, de la región, sino de todo el mundo. Anudar lucha obrera con perspectiva feminista y paradigma ecológico, prestando particular atención a las cuestiones subjetivas, es el gran legado que la obra y la trayectoria militante, clínica y filosófica de Guattari deja para nuestro inquietante siglo XXI. 

Félix Guattari: el más contemporáneo de nuestros pensadores

Fue un sábado 29 de agosto de 1992. Contaba con 62 años y tras una cena con su hija Emmanuelle se metió en su pequeño despacho de la clínica Le Borde. Allí murió, horas después, de un ataque al corazón, rodeado de sus libros, de sus anotaciones, de lo que había constituido el centro de sus reflexiones, ligadas íntimamente a una práctica que se desplegó en múltiples direcciones.

Guattari resultó siempre más conocido por ser el nombre que acompaña al de Deleuze en los cuatro libros conjuntos que por su prolífica obra y trayectoria. Félix tuvo una politización precoz. En 1952, con 22 años, abandona el hogar familiar para irse a vivir solo. Desde la adolescencia ya había comenzado a escribir: poemas, historias, sueños. De aquellos años de la primera juventud consta su paso por el Partido Comunista Internacionalista, fracción francesa de la Cuarta Internacional (trotskista). Primero estudió Farmacia y luego –lecturas filosóficas mediante– llegó a los seminarios de Jaques Lacan, de quien también fue “paciente”. De la mano de su amigo el psiquiatra Jean Oury, Guattari logró combinar tempranamente su pasión por la militancia con lecturas ligadas a la filosofía, la psiquiatría y el psicoanálisis. En abril de 1953, Oury funda Le Borde, la clínica que abre sus puertas en julio de 1956 y rápidamente entra en bancarrota. Guattari entra en acción y con tan solo 25 años se hace cargo de las finanzas de la institución, la salva y se convierte en su director de hecho. La experiencia persiste hasta el día de hoy. 

En 1965 Guattari participa de la fundación de la Sociedad de Psicoterapia Institucional, funda y dirige grupos de investigación y revistas sobre cuestiones vinculadas a su práctica clínica, mientras en simultáneo interviene políticamente, primero en la organización y el periódico La Voie Commnunista y luego en la Oposición de Izquierda. El Mayo Francés lo encuentra siendo protagonista, como militante político y como psiquiatra, cuando el Teatro del Odeón es “tomado” por asalto por un movimiento en el que confluyen artistas e intelectuales, profesionales de la salud mental y usuarios, junto a una multitud anónima que escribe en el hall de entrada: 

“Cuando la Asamblea Nacional se convierte en un teatro burgués, todos los teatros burgueses deben convertirse en Asambleas Nacionales”. 

En medio de ese “clima de mayo” tiene lugar el encuentro con Deleuze, con quien escribirá El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980), los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, además de Kafka, para una literatura menor (1976) y ¿Qué es la filosofía? (1989), y de tramar una profunda amistad.

Hacia fines de los años 70, Guattari traba amistad con el filósofo y militante comunista italiano Antonio Negri, luego encarcelado por ser acusado de “ideólogo” de las Brigadas Rojas. Cuando en 1977 el italiano llega a París, huyendo de las autoridades, Guattari lo recibe en su casa, donde se queda a vivir. “Félix se ocupó de mí como un hermano”, supo decir Negri. 

Para la misma época se produce un intenso movimiento de “radios libres” en Francia. Y allí estará Guattari intentando abrir una grieta en la comunicación hegemónica. Participa activamente del movimiento y, junto con un grupo, funda la Radio Libre París (en 1980 pasará a llamarse Radio Tomate), que emite las 24 horas, y además de los programas culturales (teatro, música, cine) cuenta con un programa semanal de debate político, que coordina el propio Guattari. Las problemáticas de las “minorías” (como los ocupantes ilegales de casas) de Francia tienen un lugar. Incluso, las minorías de otros países: palestinos, irlandeses… Finalmente la policía detecta las trasmisiones de las radios libres y las saca del aire.

La década del 80 encontrará a Guattari siendo un activista e intentando pensar y escribir sobre cuestiones ecológicas. Son años de intensos debates en un mundo que está pronto a realizar un viraje de 180 grados, crisis de las izquierdas y revolución tecnológica capitalista de por medio, y Félix escribe numerosos textos para distintos medios de comunicación, muchos de los cuales se han traducido, compilado y publicado recientemente en Argentina bajo el título ¿Qué es la ecosofía?

 

 

Las manos sucias de Sartre

 

Por Mariano Pacheco, para Tierra Roja

 

La reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín de Buenos Aires nos permite revisitar la emblemática figura de Jean-Paul Sartre, su fascinante literatura y su pensamiento provocador. Los personajes mentados por el filósofo francés dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la cuestión. Cada uno de ellos no expresa más que un punto de vista entre muchos.

 

Un teatro en situación

Técnicamente hablando, Las manos sucias (1948) es una “comedia dramática que emplea la lengua común”. Así la definió, en declaraciones a Le Figaro, el propio Jean-Paul Sartre. Allí, el filósofo francés explica que buscó poner en escena “el conflicto que opone a un joven burgués idealista a las necesidades de la política”. La acción de la obra está situada en un país imaginario llamado Illiria. Y tal como su propio autor aclaró en su momento ante el periódico Combat, todo el dilema se dirime por entero al interior del partido proletario. 

Algo de eso puede respirar el espectador, la espectadora, al ingresar al Teatro San Martín de Buenos Aires y ver en una de las paredes los retratos de Marx, Trotsky y del propio Sartre. “Pensé al Hall como un ágora y, en esa repetición dentro del escenario, también como una pesadilla y un laberinto sin salida”, dijo la directora Eva Halac en una entrevista concedida recientemente a la agencia Télam. 

La escena de tres personas en un sitio sin salida nos remite, a su vez, a otra obra sartreana: A puerta cerrada, estrenada en 1944, en la que los personajes permanecen atrapados, sin darse cuenta –por largo rato— de que están en el purgatorio, y de que el infierno será, para cada uno, permanecer junto a los otros eternamente. Según supo aclarar Sartre a partir de la popularización de la frase “el infierno son los otros”, que se desprende de dicha pieza, una obra acerca de “la imposibilidad de quebrar, muchas veces, el círculo infernal en el que nos encontramos”.

Los siete actos de Las manos sucias trabajan sobre otro dilema. A saber: si en nombre de la eficacia, un revolucionario se puede arriesgar a comprometer su ideal y “ensuciarse las manos”. Sostiene también, de todos modos, esa atmósfera de tensión en el encierro entre los tres personajes. 

Sartre no brinda respuestas al dilema planteado, puesto que, para él, el teatro “debe plantear los problemas y no resolverlos”. Tal como argumenta en Teatro popular y teatro burgués, lo que importa en su dramaturgia es “situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas”. En ese caso, la pregunta que atraviesa la obra es si el partido proletario debe sacrificar 300.000 vidas humanas o si, en esa coyuntura, debe pactar tácticamente con sus enemigos, a sabiendas de que “la liberación” está cerca, con el Ejército Rojo a poco de ingresar a la ciudad. 

“El revolucionario está en situación”, argumentará el autor tiempo después en otro texto, el ensayo titulado “Materialismo y revolución” (reunido en Situations III), donde vuelve sobre la idea –tan presente en esta obra de teatro— de que la verdadera exigencia revolucionaria consiste en “unir pensamiento y realismo”, y que es en la acción que se produce el descubrimiento de la realidad. Una realidad que se “descubre” al mismo tiempo que se “modifica”. 

A más de setenta años de su estreno, la reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín nos permite no sólo asistir a ese mágico mundo de las puestas en escena, sino también volver a releer y recomendar la literatura de Sartre, quizás el lugar más potente en donde se expresa su pensamiento filosófico y político. 

Parecen ser piezas de museo sus palabras sobre el compromiso de la escritura, en donde expresa que la literatura arroja al escritor, a la escritora, a la batalla y que en su ejercicio se busca revelar determinados aspectos del mundo, para producir determinados cambios con esa revelación. Sin embargo, tal como expresa en Situación del escritor en 1947, esas obras que supo construir presentan personajes situados, que dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y que obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la trama planteada. Los personajes no expresan más que un punto de vista entre muchos. 

 

Entre Lenin y Dostoyevski 

Podríamos pensar Las manos sucias como una obra donde Dostoyevski se cruza con Lenin. Hugo Barine es un joven veinteañero que se acerca a un maduro líder partidario, Hoederer (Daniel Hendler) con la intención de matarlo. Logra quedar como su secretario personal, habitando una casa junto a Jessica, su mujer (Flor Torrente), el máximo dirigente y sus escoltas armados, con lo cual la relación que se establece entre ellos es muy estrecha. Esta situación provoca en el muchacho fuertes contradicciones. 

En la puesta en escena porteña, el Hugo de la actualidad de la historia es interpretado por un actor (Guido Botto Fiora), mientras que el Hugo del pasado está encarnado por otro (Ramiro Delgado). Como en un juego de máscaras, los personajes de Hugo asumen diferentes perspectivas que se expresan, a su vez, en un cruce de rostros y temporalidades. Retomando el propio guión de Sartre (que se sostiene prácticamente al pie de la letra durante toda la obra), Hugo hace referencia explícita al nombre que había adoptado durante algunos momentos de su vida política:

Hugo: –¿Cómo te llamas?

Iván: –Clandestinamente, soy Iván. ¿Y tú?

Hugo: –Raskolnikov.

Iván (riendo): –Vaya nombrecito.

Hugo: –Es mi nombre en el Partido.

Iván: –¿Dónde lo pescaste?

Hugo: –Es un tipo de una novela que se llama así.

Iván: –¿Qué hace?

Hugo: –Mata.

Iván: –¡Ah! ¿Y tú has matado?

Hugo: –No.

No todavía, podríamos agregar, puesto que finalmente Hugo ejecuta a Hoederer, justo en el momento en que había decidido no hacerlo (momento parcialmente spoiler, incitamos al lector a que vaya a ver la obra, o la lea, y descubra por sí mismo los motivos de esa dubitación). Y este “preferiría no hacerlo” (para decirlo en los términos del “Bartleby, el escribiente”, de Melville), es el que liga la pregunta leninista del ¿Qué hacer? con el sentimiento de culpa de los personajes dostoievskianos, sobre todo los de la emblemática novela Crimen y castigo, donde Raskolnikov termina entregándose a la policía luego de haber asesinado a la viejita de la pensión donde vivía, y atravesado el período tormentoso producto de la culpa que le carcome el alma. 

 

El hacer hace al ser, esa es la cuestión

Uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, hacia el final de la obra, resulta fundamental a la hora de experimentar esa sensación que busca provocar la literatura existencialista: que no hay una posición que está bien y otra que está mal, sino que ambas tienen sus luces y sombras y que es en ese dilema que cada quien debe resolver qué hacer (nada que se parezca al relativismo actual: en los personajes sartreanos lo que se pone en juego es una búsqueda de la verdad a través de la acción, en la que cada quien se compromete). 

En ese caso, ese momento decisivo se produce en torno a uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, donde el primero dice que si no se quiere correr riesgos no se debe hacer política. A lo que el segundo retruca que no a cualquier precio está dispuesto a entrar en ese juego. 

Entre los argumentos de Hugo aparecen las ideas que se sostienen desde la militancia de izquierda, por la que han muerto ya otros camaradas; en Hoederer, la insistencia en que el partido es un medio que hace política de y para los vivos, con el objetivo de tomar el poder y cambiar la situación. Hugo rescata la honestidad, el hecho de no mentir –contrariamente a lo que ha visto en su familia burguesa desde que era un niño— pero rápidamente el personaje se da cuenta de que le está mintiendo a Hoederer, haciéndose pasar por su fiel secretario y, también, que está por cometer un crimen con el que no solo se ensuciará las manos, sino que convertirá a las órdenes del partido en un medio para otros fines que se reclaman superiores (al fin y al cabo hará todo lo contrario a lo que sostiene en sus palabras). Hugo acusa a Hoederer de traidor, por negociar con el gobierno y éste le retruca, a su vez, que el partido lo desaprueba por considerarlas inoportunas, no por una cuestión de principios.

La conversación se torna estremecedora. Hugo afirma que entró al Partido porque consideraba su causa justa (la palabra aparece en itálicas en el texto del libreto) y que se iría si dejara de serlo. 

Hugo: –En cuanto a los hombres, lo que me interesa no es lo que son, sino lo que podrían llegar a ser. 

Hoederer: –¡Cómo te importa tu pureza chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de faquir y de monje. A vosotros, los intelectuales, los anarquistas, burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que puedes gobernar inocentemente?

El espectador, la espectadora (o el lector/ lectora), puede sentir como son los propios argumentos de Hoederer, sostenidos en una posición realista que apela a la eficacia (“todos los medios son buenos cuando son eficaces”), los que pueden condenarlo a muerte.

 

Legado

Las manos sucias fue estrenada por primera vez en 1948. Para entonces, Sartre no sólo había publicado su primera novela, La náusea (1938), y su primer libro de cuentos, El muro (1938), junto a su monumental obra filosófica, El ser y la nada (1943), sino también su ensayo ¿Qué es la literatura? (1948), en el que argumenta su postulado de “compromiso” del escritor (“Pero cómo –dicen- ¿es que eso de escribir compromete?»). 

Son los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial y Sartre tiene aún una década larga en la que su figura y su obra gozarán de una buena salud, no sólo en Francia y Europa, sino en muchos lugares del mundo (en Argentina, por ejemplo, la editorial Losada tradujo y publicó tempranamente sus libros). Tiempo después, otras grandes figuras del pensamiento francés, como Michel Foucault o Louis Althusser, ocuparán la escena y serán reacios al viejo existencialista, con excepciones cómo las de Gilles Deleuze y, sobre todo, Félix Guattari. 

En nuestro país, Sartre contó con tempranos e importantes simpatizantes y lectores, como John William Cooke, David Viñas o el joven Oscar Masotta, pero la dictadura de 1976 barrerá con cualquier tipo de sartrismo y su obra no será estudiada en ninguna carrera universitaria. Con excepción de los trabajos de divulgación filosófica en medios de comunicación realizados por José Pablo Feinmann (o la reivindicación que siempre ha realizado el sociólogo Eduardo Grüner), su figura no será rescatada ni en medios literarios, ni filosóficos, ni políticos. 

“Nos veíamos sumergidos por las circunstancias de nuestro tiempo”, escribe Sartre, como dejando en esas palabras un testamento, un legado, que como sucede en esta obra, plantea nuevos dilemas ante otros contextos, pero que sostiene sin embargo una misma tensión: la de tener que tomar posición, decidir con cuál de las posiciones en pugna se siente mayor afinidad, cuál produce repulsión y cómo sobrellevar la angustia de saber que toda decisión implica dejar atrás la posibilidad alternativa de aquello que hubiese podido ser. Pero experimentando a su vez el goce por saber que ese dilema es la existencia humana misma

Como dijo en su conferencia de 1955, El existencialismo es un humanismo, para Sartre la existencia precede a la esencia. Es decir que, en última instancia, cada quien puede decidir si resignarse ante las crueldades e inmundicias de este mundo, como el que actualmente habitamos, o resiste, se rebela. Y, en esa rebelión, construye la imagen de un tipo humano para el cual el envilecimiento no puede ser naturalizado al punto de ser soportado, porque entiende a la experiencia humana abierta a las mil y una posibilidades de experimentación singular o colectiva; algo que este capitalismo niega cada día a millones de personas, porque se perpetúa condenando a millones –como dice Joseph K, el personaje de Franz Kafka en El proceso— a tener que morir como un perro. 

En la apuesta por que las y los hacedores de literatura nos coloquemos “al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (hoy ya no decimos el Hombre, sino la humanidad), el legado sartreano cuenta con su mayor vigencia. Las manos sucias, qué duda cabe, nos remontan al dilema del qué hacer concreto del contexto histórico específico que plantea la obra, pero también al nuestro, tensionando entre los principios que buscamos sostener, y la capacidad de ensuciarnos las manos para comprometernos en una empresa real y no imaginaria de transformación social, que siempre es económica pero también política, y por supuesto, subjetiva, cultural.

Ilustración: Juan Puerto

 

sábado, 27 de agosto de 2022

Cristina: 10 cuestiones sobre la coyuntura en curso

 


1-    Resulta lógico que el peronismo cierre filas cuando se ataca a la vicepresidenta de la nación, sobre todo si es la misma persona que ya fue dos veces presidenta de la Argentina y es quien aún conduce el espacio mayoritario de la coalición de gobierno.

 

2-    Sobre esa coyuntura de ataque mediático-judicial activan quienes legítimamente pretenden que CFK vuelva a ser conducción del conjunto del peronismo y sectores afines, y es lógico en ese contexto que se largue la consigna “Cristina 2023”.

 

3-    Esta situación se produce sobre un doble telón de fondo:

* Por un lado, de una derecha que ataca y pone a CFK como blanco principal, especulando que, al instalar nuevamente la lógica de la grieta, ellos ganan

*Por otro lado, de una masa crítica harta de las vacilaciones del presidente y convencida, ella también, que con la polarización se gana.

 

4-    En este camino, las militancias identificadas con Cristina trazan el paralelo “peronismo/kirchnerismo”, quizás sin prestar demasiada atención a la diferencia entre lo que el kirchnerismo produce en militancias propias y quizás una gran masa crítica de personas de las principales ciudades del país, con el arraigo en el mundo obrero y popular que el peronismo histórico supo cosechar (lógica bajo la cual se encuentran muchas dificultades para explicar no sólo la derrota electoral de 2015 –y en otros término, las de 2017 y 2021—sino también cómo la grieta no se produce entre Recoleta y Avellaneda, Palermo y Berisso, sino al interior mismo de esos mismos barrios, con todo lo que el territorio expresa en términos sociológicos).

 

5-    Así y todo, las cartas están echadas: no parece haber otra estrategia superadora en curso y por eso no sostener un apoyo activo a CFK parece ser una automarginación de la coyuntura política en curso.

 

6-    Este apoyo no debería impedir sostener una determinada prudencia, al menos en términos de no traducir de manera tan transparente que este apoyo del peronismo a CFK ante los ataques de la derecha se constituyen inmediatamente en un apoyo a una reducción del espacio político (pasaje del Frente de Todos a un kirchnerismo puro, para decirlo rápidamente).

 

7-    Esa prudencia no puede dejar de tener en cuenta el dato insoslayable de que, por fuera de Cristina, no apareció en el peronismo ninguna otra figura ya ni digamos con capacidad de disputar con ella, sino siquiera de aglutinar tendencias con otras posiciones (Alberto tuvo la oportunidad, peor el hombre, como en tantas otras cosas, dejó pasar el momento).

 

8-    Frente a esta nueva situación, las militancias populares del Frente de Todos que no se cobijan bajo la conducción de Cristina, quedan expuestas al desafío enorme de tener que procesar de manera muy creativa cómo actuar en la coyuntura (“piden pan/ no les dan. Piden queso/ les dan hueso… Y le cortan el pescuezo”).

 

9-    Los Movimientos Populares sostienen gran capacidad de movilización masiva con una agenda social amplia, desarrollo territorial muy extendido en todo el territorio nacional, sobre todo entre los sectores más plebeyos, pero sin poder traducir ese poder social en un peso de incidencia real en la realidad estrictamente política.

 

10-                       Por todo esto hoy, más que nunca, la unidad del Movimiento Nacional resulta fundamental, para que esta capacidad del peronismo y sectores fines, de cerrar filas frente a un ataque de la derecha que hoy se condensa en el nombre de Cristina, se transforme en capacidad de elaborar un programa mínimo que logre dar respuestas a las necesidades y anhelos populares que, tanto en la actualidad como en 2019, sólo el Frente de Todos –con todos sus problemas y sus cruces de todos contra todos—parece ser capaz de canalizar mínimamente. Los padecimientos y malestares en las grandes masas parecen ser muchos, y muy profundos. Es hora de recordar que hay patria pa` todes, o no hay patria pa` naides.

 

MARIANO PACHECO

lunes, 22 de agosto de 2022

22 DE AGOSTO DE 1972: TRELEW, LA PATRIA FUSILADA

 (Y LA PRODUCCIÓN CULTURAL EN TORNO A LA MASACRE)

 


“La justicia por fin conseguida/ el trabajo furioso de la felicidad/

oh sangre así caída condúcenos al triunfo” (Juan Gelman, “Glorias”)

 

La foto es ésta, no hay otra imagen más contundente, así como la historia más contundente es la de María Antonia Berger escribiendo LOMJE en una pared de la presión, con la sangre de su propio cuerpo, después de ser fusilada. LOMJE: Libres o muertos, jamás esclavos, el grito de guerra de toda una generación.

Tempranamente los trágicos episodios de la Patagonia tuvieron en torno de sí una prolífica producción cultural, que fue retomada también hace unos años. Entre los más destacados pueden encontrarse:

 

* GLORIAS, poema de Juan Gelman musicalizado x Cuarteto Cedrón

https://www.youtube.com/watch?v=JWKLPU3krRU 

*La película "Trelew, la fuga que fue masacre", de Mariana Arrutti

https://www.youtube.com/watch?v=Bm1A4eDkbAU 

*El documental "Ni olvido ni perdón", de Raymundo Gleyzer

https://www.youtube.com/watch?v=uE6VwUE6G0o 


* Los libros


-- "Trelew, la patria fusilada", de Francisco "Paco" Urondo, con testimonios de los tres combatientes que sobrevivieron a la masacre: María Antonia Berger y Ricardo René Haidar (Montoneros) y Alberto Miguel Camps (FAR), los tres detenidos-desparecidos durante la última dictadura cívico-militar.

 

--"La pasión según Trelew", de Tomás Eloy Martínez, sobre el proceso de organización y movilización popular de solidaridad con las y los presos políticos que tomó a la ciudad patagónica en aquellos días.


 * El dibujo de Ricardo Carpani 


50 años después de los acontecimientos, un día en el que vale la pena detenerse a leer, escuchar, mirar algunas de estas producciones, porque si la memoria es un campo de batallas, parte de esas batallas se libran en el terreno cultural, en la producción subjetiva, en la capacidad de elaborar una mirada crítica sobre nuestro presente y nuestro pasado, para poder edificar otro porvenir.