martes, 18 de marzo de 2014

A propósito de “Montoneros silvestres (1976-1983)” de Mariano Pacheco

Papeles sueltos para seguir hablando en voz baja

Por Esteban Rodríguez Alzueta

¿Cómo contar la derrota? ¿Cómo hablar con la derrota? No son preguntas menores. En los tiempos que corren vuelven a ser preguntas incómodas. Con tanta reivindicación boba muchas veces avivada por los mismos setentistas que se entusiasmaron con la función pública, la mirada triunfalista amenaza posarse otra vez sobre la historia y sepultarla de nuevo. Hablar en voz baja, sin euforias, para seguir pensando la derrota. El triunfalismo sigue siendo un enemigo. Antes, era la forma de negar la realidad, ahora la historia. Ese culto edificante que se levanta alrededor de experiencias ajenas, no sólo banaliza la historia sino que asfixia la política, toda vez que no permite hacerle preguntas. Las estatuas no hablan.

“Montoneros silvestres” es un libro que se fue escribiendo muy pacientemente. Incluso, las investigaciones comenzaron mucho antes de que Pacheco tomara la decisión de escribirlo. Las averiguaciones previas se confundían con su propia militancia. Se sabe, toda militancia tiene su linaje, necesita trayectorias previas, elije sus referencias. Y las conversaciones de Pacheco, fueron las preguntas inquietas de otro militante barrial del sur del conurbano que, veinticinco años después, necesitaba relatos entusiastas para continuar con las tareas pendientes. Entre esas tareas, una pregunta de rigor, seguía siendo la pregunta por los ‘70. ¿Qué sentido tenía para nuestras militancias la experiencia de los ‘70? ¿Dónde poner los ‘70? ¿Qué hacer con los ’70? ¿Había que hacer algo? Mariano reivindica el derecho a tener una tesis, una tesis que deja flotando en el libro. Y digo “flotando”, porque es un libro sin respuestas. El libro de Pacheco no se apresura a sacar conclusiones, a tomar partido. Con tanta historia Billiken otra vez alrededor, cuando vivimos de contarnos cuentos, mejor que sea nuevamente el lector el que saque sus propias conclusiones. Pacheco se niega a digerir la historia, a servirla en bandeja. Prefiere dejar en suspenso algo que seguimos masticando en voz baja. Por eso las voces y las escrituras de los protagonistas llegan hasta nosotros otra vez como testimonios crudos de procesos inconclusos que esperan o siguen esperando una respuesta, o mejor dicho, varias respuestas. Porque si es cierto que cada historia tiene puntos de vista diferentes, entonces se trata de una historia con muchas caras, con varias versiones.
Pacheco cita y revisa la bibliografía escrita por los protagonistas, transcribe la correspondencia, sintetiza los documentos internos de la organización Montoneros y también las autocríticas. Pero suspende cualquier juicio de valor. Elije la distancia. No lo hace por comodidad política o prudencia epistemológica, y tampoco porque no tenga opiniones al respecto. Los que conocemos a Mariano, sabemos que nos hemos perdido unas cuantas veces en discusiones bizantinas. Pero sospecho que Mariano escribe entendiendo que pasó poco tiempo, en realidad muy poco tiempo, para aventurar una respuesta más o menos definitiva. Y no sólo porque muchos protagonistas están vivos.
Pacheco desconfía de la “historia reciente”, ese nuevo artefacto académico que se apresura a tomar partido y rasgarse las vestiduras a costa de ir parcializando su objeto. Lo que se gana en precisión descriptiva, se pierde en comprensión política. Ya sabemos que es más fácil escribir con el diario del lunes. Pero no se trata de eso. La historia reciente no se dispone para ser celebrada, emplaquetada. Eso no significa que no se pueda reivindicar una lucha o que la autocrítica deba confundirse con iniciar un vía crucis de la mea culpa. Acá nadie se confiesa. Si las memorias pugnan por un lugar en la historia, tampoco pretenden arrogarse la verdad. Hay muchos puntos de vista en pugna. Y la respuesta que ensayemos siempre será provisoria. Porque las preguntas que hace Mariano son preguntas de un militante, no de un historiador, es decir, preguntamos desde las luchas presentes y con las luchas presentes.
No se trata de voces reivindicando una épica, sino narrando en primera persona experiencias de militancia cotidiana, de reivindicaciones fracasadas, una experiencia de la derrota y del dolor de la derrota, una derrota, en fin, que pide ser interrogada otra vez. Una derrota que no dejará de derrotar hasta que –como la esfinge– no se le hagan las preguntas correctas para que pueda dar las respuestas necesarias. Narrar la derrota no para digerirla sino para aprenderla. Son relatos vivos que no esperan ser comprendidos sino discutidos también. Papeles en crudo que invitan a las nuevas generaciones a ensayar otra interpretación. Nos cuentan historias y a cambio de eso piden un poco de piedad. Alguna vez le escuche decir a Horacio González, hablando de los ‘70, que había que ser piadosos, porque “estuviéramos donde estuviéramos estábamos en el error.”
Acá los protagonistas están vivos. Lloran, tienen miedo, mucho miedo, comen, discuten, se enamoran, se cagan de frío, transpiran y ríen también. Comparten los términos de una historia que hace tiempo no controlaban, una historia que los estaba pasando por encima. No sólo eran objeto de un aparato que se les había ido de las manos, que les hacía hacer lo que ellos creían que estaban decidiendo para sus vidas; sino la trama interna del “espíritu de una época” que los empujaba por un callejón sin salida o por lo menos por una salida muy poco feliz, y para unos pocos. Juguetes perdidos de una lucha que los entusiasmaba pero no controlaban. Una lucha que cargaba de electricidad los nervios de una generación vivaz. Una lucha que no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino como una decisión, vivida como la firme voluntad de estar en la historia con otro ímpetu. Por eso resucitó el culto a la violencia; eran conscientes de la hora que les tocaba y así lo manifestaban. Pero, como dijo José Carlos Mariátegui, la lucha no quiso ser tan mediocre y se haría sentir con su propio peso. Los jóvenes sintieron en su entraña la garra del drama bélico. Los trabajadores sintieron el mismo cerco pero como seguían estando en la historia con sentido común, no dudaron en replegarse –como dijo Rodolfo Walsh– junto al pueblo. Puede que no sepan mucho, pero no comen vidrio. “Las masas no se repliegan hacia el vacío, sino al terreno malo pero conocido, hacia relaciones que dominan, hacia prácticas comunes, en definitiva, hacia su propia historia, su propia cultura y su propia psicología, o sea los componentes de su identidad social y política”. Nadie agita banderita en mares regados con tiburones. Llegó el momento en que los montoneros dejaron de ser un pez en el agua para convertirse en un cachalote en un charco. Demasiado aislados, demasiado expuestos, demasiado desenganchados, descolgados.
Este libro no habla de Montoneros sino de los montoneros silvestres. Los montoneros desorganizados o empelotonados, arrojados, expuestos a su imaginación y cuidado. Cuando la Organización no puede guardar a todos, pero tampoco puede garantizarles seguridad, no puede –y tampoco quiere– replegarlos, a medida que van quedando desenganchados de un aparato que suele darles la espalda, y van quedando con el culo al aire, los montoneros, como los yuyos, se van haciendo más resistentes a las inclemencias del tiempo. Silvestre es aquello que crece solo, por fuerza de la naturaleza, sin cultivo. Son hombres y mujeres que quedaron en la intemperie. Que crecieron solos, que no fueron domesticados, militantes herederos de la resistencia peronista.
Darle la palabra a los montoneros silvestres para seguir debatiendo en voz baja, pero también para aprender la resistencia. Porque los montoneros silvestres no han podido, todavía, dejar de resistir.  

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