viernes, 25 de abril de 2014

La protesta social y la historia reciente de la Argentina

Del piquete al movimiento
(capítulo del libro de Mariano Pacheco, El colectivo, 2010)
De Cutral Có a Puente Pueyrredón. 
Una genealogía de los 
Movimientos de Trabajadores Desocupados



La irrupción de las puebladas fue una bocanada de aire fresco para la militancia popular que no se rendía. La década del 90 presentó una situación por demás adversa para las apuestas de transformación radical de la sociedad y puso sobre el tablero un inmenso desafío: enfrentarse tanto a un enemigo poderoso que había logrado imponerse a escala global, como al estigma del fracaso (y no sólo la derrota) de las políticas revolucionarias del siglo. Como ha destacado Perry Anderson, a mediados de los años noventa “reinaban en casi todos los países latinoamericanos versiones criollas del neoliberalismo norteamericano, instaladas o apoyadas por Washington: los gobiernos de Carlos S. Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, Fernando Enrique Cardoso en Brasil, Salinas de Gortari en México, Sánchez de Losada en Bolivia, etcétera”. En este contexto, aparentemente, “los movimientos sociales[1] que quisieran legitimarse tendrían que asumir esa realidad, es decir, promover sus intereses particulares sin alterar el orden universal de la democracia liberal. En otras palabras, la revolución en el sentido de cambio social radical ligado a la lucha de las clases subalternas, era despojada del marco conceptual de la política entendida como el arte de lo posible”.[2] De ahí que la irrupción de los MTD y su consigna de Trabajo-Dignidad-Cambio Social vinieran a “patear el tablero” en nuestro país. Aunque no sólo en él. También en otros sitios de Nuestra América se desarrolló un conjunto de movimientos sociales más radicales. Como bien insiste Anderson, “allí se encuentran desde los zapatistas en México y los integrantes del Movimiento Sin Tierra (MST9 en Brasil, a los cocaleros y mineros de Bolivia, los piqueteros de Argentina, los huelguistas de Perú, el bloque indígena de Ecuador, y tantos otros. Esta constelación dota al frente de resistencia de un repertorio de tácticas y acciones, y de un potencial estratégico, superior a cualquier otra parte del mundo”.[3]
En nuestro caso, desde que los pobladores de la sureña localidad de Cutral Có se levantaron (y provocaron aquel formidable “efecto contagio” que llevó a que la mayoría de las provincias del país se encontraran con sus rutas bloqueadas) a hoy, hemos transitado ya más de 10 años. Una década en la que pasaron demasiadas cosas. Lo fundamental: el ciclo de luchas que se inicia a partir de entonces y se extiende de manera casi ininterrumpida hasta el 2003. Su pico más alto: las jornadas del 19/20 de diciembre de 2001. Su quiebre más trágico: la Masacre de Avellaneda.
Existe la discusión de si fue Cutral Có el punto de quiebre o si, por el contrario, estas puebladas se inscriben en un proceso que arranca unos años antes. Es difícil tratar de periodizar, clasificar los procesos sociales, las luchas populares. Es cierto, hay antecedentes importantes antes de Cutral Có. En septiembre de 1992, cerca de 200 obreros textiles despedidos cortaron la ruta en Trelew, quemando neumáticos. En 1993, en Senillosa, a unos 20 km de la ciudad de Neuquén, un grupo de obreros que habían sido despedidos de la obra de Piedra del Aguila interrumpieron el paso por la ruta 22. En marzo de 1994 apareció en Puerto Madryn la primera organización exclusivamente de desempleados (el Movimiento de Trabajadores Desocupados), constituida por ex trabajadores portuarios, pesqueros y de las industrias textiles y metalúrgicas. Sin embargo, de este MTD sólo quedó la sigla.
También está el Santiagazo, en diciembre de 1993. Y en 1994 la Marcha Federal. Y el 24 de marzo de 1996 la gigantesca movilización por los 20 años del golpe genocida. Por esa fecha también irrumpen los HIJOS con sus escraches.[4]
Sin embargo, Cutral Có, y a partir de allí el ciclo de luchas que se libran, tiene ese “no sé qué” que permite articular de otra manera los procesos de organización popular. Tal vez por eso nos empecinemos en remarcar la importancia de las puebladas. Porque su aporte a las clases subalternas en la recuperación de la confianza en sus propias fuerzas, en la valoración de la lucha como forma de reconquistar los derechos conculcados por las políticas neoliberales fue central. Y la posibilidad, para los protagonistas de aquellas jornadas, de recuperar la autoestima tan golpeada, no nos parece un dato menor. De alguna manera, el método del piquete aportó lo suyo para hacer visible en Argentina la irrupción de las masas plebeyas. Porque hay que decirlo: todo eso se visualizó en el centro del país luego de que la periferia clamara por soluciones urgentes para sus necesidades más elementales.
En este sentido, cabe traer aquí unas reflexiones de Pablo Seman.[5] El piquete, nos dice,  es un arma sabia: logra fuerza para los que no tienen casi ninguna. No es por nada, continúa el antropólogo argentino, que gracias a los piquetes, los sectores subalternos de Argentina, en su época de mayor debilidad histórica, consiguieron, a pesar de ello, cambiar la agenda de una sociedad que tenía por principio ignorar sus demandas.
Si bien “el Estado respondió con focalizados planes asistenciales” al reclamo de trabajo que nació en la barricada (políticas gubernamentales destinadas a acallar los reclamos de los más pobres y anticiparse, frenando a los posibles levantamientos que, intuían entonces desde la clase política, se avecinaban en un futuro próximo), surgió sin embargo, a partir de allí, un nuevo proceso de luchas populares. La tríada “cortes de ruta-asambleas-planes trabajar” inició un camino que sería recorrido a lo largo y ancho del país por vastos sectores de la militancia y de nuestro pueblo. Sobre todo por aquellos que venían realizando una reflexión acerca de los límites que la lógica de los años anteriores tenía en la construcción política: volcar los esfuerzos en construir pequeños grupos militantes, que confluyeran con otros pequeños grupos, en la búsqueda de constituir el “Partido Revolucionario de la clase”, en el mejor de los casos. En otros, cobijarse bajo el ala de algún espacio institucional, para realizar alianzas electorales, que se solían romper al otro día de la elección, luego de sacar el 0, 2 % de los votos. Y volver a cobijarse tras el ganador o tras algún perdedor pero “progre” y con posibilidades de sacar tajada en la próxima.
En fin, de alguna manera, los primeros piquetes y las puebladas protagonizados por las poblaciones del interior del país, generando las condiciones sociales que permitieron el surgimiento del denominado “movimiento piquetero”, que será el actor sociopolítico más dinámico del período 2000-2003, y que permanecerá hasta el día de hoy, organizado y con capacidad de movilización, a pesar de las crisis, de las derrotas y de las distintas formas que irá adquiriendo en los distintos períodos. En este sentido, creo que no se puede dejar de reconocer el papel jugado por los pequeños núcleos de militantes sociales y políticos del Gran Buenos Aires (y también de otros sitios del país), que percibieron en aquel momento nuevas condiciones favorables para el desarrollo de la organización popular.
Resulta paradójico que allí, donde se suponía que nada podía surgir, encontremos los primeros pasos en pos de la organización de lo que más tarde será un movimiento de masas. Allí, en esa combinación de base social “marginal” y militancia golpeada y dispersa. Recordemos: tanto los sindicatos como los partidos de izquierda, los sociólogos (y otras especies), eran reacios a concebir una recomposición del campo popular desde “tan abajo”, desde lo que consideraban campo de la decadencia absoluta y del lumpenaje.[6] Los cuestionamientos a los militantes populares que intentaban construir una política desde la dinámica social se sucedían desde uno y otro campo del saber de los especialistas (sea el de la academia o el de los revolucionarios con ciencia proletaria bajo el brazo): que eran grupos marginales, que sin el aparato no se podía comenzar a construir un proyecto, que el partido seguía siendo la herramienta más adecuada para representar los intereses de la clase; que terminarían en un radicalismo pequeñoburgués y en aventurerismos que provocarían la reacción...
Sin embargo, fue a partir de aquellos piquetes, de todo ese recorrido realizado por nuestro pueblo en forma espontánea y precaria, que se fue instalando en el país la posibilidad de organizar movimientos de masas que lucharan por reivindicaciones elementales a la vez, y no luego, o desde otra estructura diferenciada que se planteara transformar la sociedad en su conjunto. A partir de esas experiencias,  basadas en la acción directa, en la lucha de calles y de cuerpos, se irá perfilando la posibilidad de revisar lo que se venía haciendo, y reafirmar la confianza en las potencialidades de los trabajadores desocupados.
Sostenidas por  el protagonismo de todo un pueblo, hastiado de una situación económica que se tornaba insoportable y aparecía como destino perpetuo y fatal, esas experiencias visualizaron a los poderes del Estado, en particular al régimen político, como responsables de la crisis; a pesar de la desconcertante ausencia de herramientas organizativas que convocaran y condujeran el conflicto social; a pesar de la carencia de referencias públicas permanentes.
Porque todas esas experiencias, no sólo Cutral Có y Plaza Huincul, sino también Tartagal y Mosconi, Chaco, y los Cabildos de Autoconvocados en Corrientes permitirán sistematizar aprendizajes. De todas ellas se extrajeron conclusiones, se revisó lo que aportaban y lo que no, y sobre todo, se pudieron asumir los “límites” de toda acción de masas que logra obtener conquistas inmediatas pero que no se articula con un cuestionamiento de fondo al orden social vigente, causante de los males que provocaron la situación de necesidad.
Asimismo, aquellas luchas permitieron reconocer que cuando las batallas espontáneas logran solucionar un problema del momento pero no favorecen el desarrollo de organizaciones sólidas y perdurables que libren nuevos combates, que obtengan nuevas y mejores conquistas y, sobre todo, que generen la posibilidad de construir una alternativa de emancipación, el sistema logra con facilidad cooptar o anular esas experiencias y el poder de los sectores dominantes se mantiene incólume.
Aunque todo esto se fue madurando con el tiempo; fue parte de un proceso de aprendizaje; no sucedió de un día para otro. Ni siquiera de unos meses para otros. Llevó unos años de tránsito por el camino recorrido del piquete al movimiento.



[1] Denominados también, en América Latina, como Nuevos Movimientos Populares –en claro contraste, por su base social, con los Nuevos Movimientos Sociales de los países centrales – Sousa Santos ha destacado que “la novedad más grande de los NMSs reside en que constituyen tanto una crítica de la regulación social capitalista, como una crítica de la emancipación social socialista tal como fue definida por el marxismo. Al identificar nuevas formas de opresión que sobrepasan las relaciones de producción, y ni siquiera son específicas a ella… denuncian los NMSs, con una radicalidad sin precedentes, los excesos de la regulación de la modernidad”. También, destacando la diversidad de estos movimientos y poniendo sobre el tapete la dificultad de encorsetarlos o definirlos en una teoría o modelo sociológico único, rescata la definición genérica que Dalton y Kuechler han dado sobre los movimientos sociales. A saber: un sector significativo de la población que desarrolla y define intereses incompatibles con el orden político y social existente y que los prosigue por vías no institucionalizadas, invocando el uso de la fuerza física o la coerciónˊ(Sousa Santos, Boaventura de, “Los Nuevos Movimientos Sociales”, en: Revista OSAL, N° 5, septiembre de 2001, ps.177-178).
[2] Tischler, Sergio, La forma clase y los movimientos sociales en América Latina”, en Revista OSAL, N° 13, abril de 2004, p. 77.
[3] Anderson, Perry, “El papel de las ideas en la construcción de alternativas”, en Nueva Hegemonía Mundial. Alternativas de cambio y movimientos sociales, Atilio A. Borón (comp.), CLACSO, Buenos Aires, 2002, ps.45-46
[4] El método de los escraches, que supo ser marca distintiva del agrupamiento H.I.J.O.S., fue incorporado luego por otros sectores en lucha, que se plantearon otras reivindicaciones, pero que sacaron las mismas conclusiones: “Si no hay justicia, hay escrache”. Cabe destacar que el surgimiento de H.I.J.O.S. es una bisagra para nuestra generación. Como supo decir alguna vez Esteban Rodríguez, fueron ellos los que pusieron a la militancia en otro lugar y la impregnaron de otro temperamento, pero también de otras lógicas, otros colores. Abrieron la militancia a otras experiencias, dice, y señala los ejemplos del rock, de las murgas y teatros y radios y revistas... Sospecho que el autor platense da en el blanco cuando señala que los H.I.J.O.S. le devolvieron la risa a la militancia. Porque: ¿no acierta, con Julio Cortázar, al descreer de “los revolucionarios de caras largas” y afirmar que “sin risa no hay revolución?”. Ampliaré este tema en el apartado “Notas sobre la risa, la militancia”. De todas formas, no quería dejar de destacar la importancia de HIJOS en estas cuestiones. Los textos citados son: “La palabra rodando: Un diálogo con muchos diálogos. A propósito de Zapatismo. Reflexión teórica y subjetividades emergentes de John Holloway, Fernando Matamoros y Sergio Tischler y “Peter Pan y Bob Dylan. Juventud divino tesoro, publicados respectivamente en www.dariovive.org y www.Rodríguezesteban.blogspot.com.
[5] Seman, Pablo, “Memorias”, Página/12, 9 de abril de 2007, versión digital
[6] Retomaremos la cuestión del “lumpenproletariado” en el punto  “Notas sobre el sujeto”.

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