sábado, 17 de octubre de 2015

Un carnaval siniestro (ante un nuevo aniversario del 17 de octubre)


No es poco lo que la literatura tiene para contribuir al análisis de la realidad histórica, al proceso político, económico, social y cultural que se abre con el 17 de octubre de 1945. 

                                                                                                                      Por Mariano Pacheco


Sobre todo la literatura de tinte antiperonista, que alumbra con mayor precisión aún que la peronista cómo comenzó a ser tramitado ese trauma por las clases dominantes, y también, cómo fracturó las miradas que, de allí en más, tuvieron las izquierdas sobre el fenómeno a partir del cual la clase obrera estructuró sus combates, sus obediencias y subordinaciones, sus anhelos y desdichas. Desde entonces, y hasta 1975, el peronismo pasó a ser el hecho maldito del país burgués, y también, el hecho maldito de la cultura nacional.


Las invasiones bárbaras
Las patas trabajadoras en las fuentes de la plaza. Los corpiños y bombachas de las obreras como banderas. La destrucción de símbolos del poder. La presencia de las alpargatas proletarias en  la letrada y culta ciudad de Buenos Aires. Narraciones en torno a la irrupción de las masas plebeyas. Primero fue el verbo. Es decir, la acción y el relato.
Octubre 17, 1945. La fecha fundacional, se sabe. Más allá del desempeño de Juan Domingo Perón al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión, durante el período previo a 1945, es bien sabido que el acontecimiento fundante del peronismo como movimiento social y político fue el 17 de octubre. Y si bien el peronismo llegó al gobierno por el voto popular, luego de triunfar en las elecciones del 24 de febrero de 1946 (Juan Domingo Perón-Juan Hortensio Quijano obtienen 1.478.500 votos, contra 1.212.300 de la fórmula José Pascual Tamborini-Enrique Mosca, de la Unión Democrática), y tras su primer mandato continuó al frente de la conducción del país por una nueva revalidación del voto popular (en las elecciones del 11 de noviembre de 1951 la fórmula Perón-Quijano conquista 4.744.803 votos, contra 2.416.712 de Ricardo Balbín-Arturo Frondizi), desde sus primeros pasos el peronismo eludió situarse en el lugar de un partido político más, y se auto-asignó el rol de movimiento que implementaba una causa: la Revolución Nacional. Seguramente una de las paradojas sea que quienes lo derrocaron, también se autoadjudicaron el concepto de Revolución (La Libertadora), así como la siguiente dictadura (La Revolución Argentina). Situación que no impidió que, tanto las izquierdas como el denominado peronismo de izquierda, rescataran luego –para sí–, también, el mismo concepto.
Como sea, el hecho es que, como momento fundacional, el 17 de octubre de 1945 no fue un episodio más de la política nacional. Fue un verdadero acontecimiento político, en el sentido contemporáneo  del concepto. Es decir, en tanto suceso inesperado, planteó una novedad en la situación, una ruptura, un quiebre con el orden de cosas existente que abrió (forzó) la situación a posibilidades antes insospechadas, permitiendo la invención de un nuevo presente. Es que, tal como señaló Ezequiel Adamovsky en su reciente Historia de las clases populares en argentina, desde ese día, los invisibilizados, silenciados y reprimidos por las clases dominantes, tuvieron un gesto político que sentaría las bases de la década siguiente: ocuparían la Plaza de Mayo y la zona céntrica de la letrada y culta ciudad de Buenos Aires, sin pedir permiso a nadie. En su mayoría jóvenes y mujeres (un 60% del total de los movilizados), los trabajadores que marcharon aquel día erigieron una auténtica “revolución de jóvenes”, al decir de Arturo Jauretche.
Irreverencia de clase expresada en el sumergimiento de las patas de los obreros en las fuentes, o en la exhibición –por parte de las obreras– de sus prendas íntimas como banderas. Irreverencia simbólica, por otra parte, acompañada de otra más contundente, por ser material y simbólica al mismo tiempo: me refiero a los ataques a distintos lugares típicos, expresión de la opresión y la explotación, como lo eran el Jockey Club, el Banco comercial, o los diarios La Prensa y El Día de La Plata. En este sentido, más que día de la lealtad, el 17 de octubre debería ser recordado como el día del legítimo ejercicio de la violencia popular.
Los bárbaros invadieron el reducto de la democracia para exquisitos, distorsionaron todas las relaciones sociales –escribió John William Cooke en “Situación nacional y acción revolucionaria de las masas” – y, para colmo, se mofaron de las estatuas y cenotafios con que la oligarquía le gusta perpetuarse en el bronce y el mármol.
Esa irreverencia, ese algo insospechado por todos, sin embargo, se venía amasando en las profundidades de la argentina. Detenido bajo custodia desde el día 12 por orden del presidente Edelmiro Farrell, sin saber muy bien que hacer más que imaginando una nueva vida en el sur del país, junto a la bella y joven Eva Duarte, Perón –que ya había renunciado a todos los cargos que ocupaba en el gobierno– parece liquidado políticamente por esos días. Los sindicatos han convocado a una huelga para el 18, aunque sin movilización. El panorama se presenta poco alentador para el coronel Perón. ¿Qué pasó entonces? Explicaciones hay y hubo muchas. Y la bibliografía es extensísima.
Una explicación posible es que, el rumor, se apoderó de las entrañas de los humillados y ofendidos de siempre, y que su poder perturbador fue tan fuerte que ya nada pudo pararlo. Al menos así lo explica Omar Acha, en su breve pero no menos potente trabajo titulado, precisamente, “El rumor de la plebe”. Acha subraya que el rumor es el mayor medio de comunicación de los pobres. Una suerte de tecnología de los analfabetos. Compone la comunicación democrática por excelencia –afirma–, porque el rumor es igualitario y plebeyo
Fue ese carácter plebeyo de las masas obreras movilizadas, precisamente, el que logró captar la mirada lúcida de Raúl Scalabrini Ortiz, quien en la crónica periodística publicada al día siguiente de los acontecimientos en el diario Crítica apuntó aquella famosa frase: “Era el subsuelo de la patria sublevado”, sentenció el autor de Política británica en el Río de la Plata. Sublevación que fue expresada con claridad en la direccionalidad de ese ejercicio de violencia que apuntó a la destrucción de imágenes representativas del poder, y que al decir de Elías Canetti, equivalen a la destrucción de las jerarquías impuestas, que ya no son admitidas. Destrucción de jerarquías. Irreverencia de clase. Irrupción de la multitud. Eran las masas de humillados y ofendidos emergiendo de las profundidades, desplazándose por los pasadizos intransitables de la historia.

El Gran Profanador
El primer peronismo, como supo destacar Ricardo Piglia, fue contado por la literatura argentina bajo el modo de la paranoia y la burla. Y sus dos exponentes más emblemáticos fueron Julio Cortázar y Jorge Luis Borges.
Como una mueca socarrona o una ironía cruel, una vez en el poder, el peronismo dispuso el traslado de Borges de su puesto como bibliotecario de un típico barrio porteño, a supervisor de pollos y gallinas. Sin caer en una mirada psicologista, no podemos dejar de llamar la atención sobre este laberíntico recorrido, que como puede suponerse no arribó a buen puerto. Como sea, el hecho es que Borges nunca se privó de tocar ningún objeto venerable de las culturas populares, como supo remarcar Horacio González (“Borges y el peronismo”). Sobre todo las del peronismo, “frente a las cuales hizo el papel de gran profanador”.
Nombrado director de la Biblioteca Nacional por el gobierno dictatorial de la Revolución Libertadora, Borges es recordado hoy, sin embargo, más por su labor literaria – esa supuesta “abstracción universal”–, que por sus posiciones políticas, abiertamente reaccionarias y claramente antiperonistas. Sin embargo, algunos de sus vastísimos textos supieron dar cuenta del peronismo como pocos, y hoy son piezas fundamentales para quien quiera entender el fenómeno, o al menos, quien desee adentrarse en la mirada que los escritores y otros sectores antiperonistas tenían de él.
Alguna vez escuché decir al escritor y crítico Aníbal Jarkowski que, desde un punto de vista político, la lectura que Borges hacía del peronismo parecía no tener ningún tipo de mérito, pero que al ser la lectura del escritor con mayor proyección estética sobre el movimiento político con mayor proyección social, la cosa cobraba otro relieve.
Veamos entonces que plantea Borges en algunos de sus textos, como “Poema conjetural”, “La fiesta del monstruo” y “El simulacro”.
La mirada de Borges en 1943 (“Poema conjetural” se publica originalmente el 4 de julio de ese año en el diario La Nación) es terriblemente anticipatoria de las interpretaciones que tendrá años más tarde, cuando el peronismo sea un fenómeno ampliamente instalado en la política nacional. En el poema, tomando la voz del derrotado Francisco Laprida, Borges sostiene que “la victoria es de los otros”. Esto es central, porque en el texto son “los bárbaros, los gauchos” quienes vencen, no a otros parias como ellos, sino a quienes han estudiado “las leyes y los cánones”. Lo que prima aquí, y es de vital importancia, es la mirada antiprogresista que Borges tiene de la historia. Porque la derrota de Laprida no quedó allí, en el pasado, sino que persiste, como aquel trauma que retorna bajo el modo de un síntoma. Dicho de otro modo: Borges construye en “Poema conjetural” una mirada en la cual esas lanzas y esos cuchillos de los sanguinarios carniceros, son enterrados en las gargantas del culto enemigo, en ese momento, pero no sólo en ese: con tal acto cierran  el círculo del destino sudamericano, que no es más que el incesante triunfo de la barbarie sobre la civilización. Gran tema, por otra parte, de “La fiesta del monstruo”.

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Relato escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en 1947, bajo el pseudónimo jocoso de H. Bustos Domecq, “La fiesta del monstruo” fue publicado por la revista Marcha en Uruguay, recién tras la caída del peronismo, en septiembre de 1955. Resulta paradójico que la mirada borgeana haya calificado al peronismo de una manera tan categórica y temprana, y que no haya vuelto a revisar esa perspectiva. El texto está escrito desde un desprecio enorme hacia los otros que, en este caso, se transforman, son transformados, en el Otro absoluto.
En el relato, que pretende ser la descripción de un 17 de octubre por la boca de un grasa, “lo importante es la fiesta, el tumulto, el judío muerto a pedradas, los bajos instintos, la grosería”, según remarcó tempranamente Ismael Viñas, en el artículo (“De las obras y los hombres. La fiesta del monstruo”), que publicó en 1956 en el N° 7-8 de la revista Contorno (dedicado al peronismo), bajo el pseudónimo de V. Sanroman. El narrador es un militante peronista, quien le cuenta a su novia, Nelly, los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar el discurso del Monstruo, es decir, de Perón. En el camino se cruzan con un judío de anteojos –que camina distraído, con un libro entre sus manos– y lo matan.
Desde el título, hasta el epígrafe de La refalosa, de Hilario Ascasubi (“Aquí empieza su aflición”), pasando por la primera oración del relato (-Te prevengo, Nelly…), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-política: quien contará la historia, en primera persona, es un cabecita negra, seguidor del Gran Monstruo Nacional. Recordemos que en el poema de Ascasubi aparece esta dicotomía incruenta entre una víctima, el unitario, y sus verdugos, los mazorqueros. Los salvajes –quienes no van a parar de acusar de salvaje al hombre culto, siempre desde la mirada del autor– van a divertirse y reírse ante las torturas –entre ellas la refalosa– que le infringen a su enemigo, con el único objetivo de domesticarlo, y hacerlo gritar “Viva la Federación”. Algo similar sucede en el relato de Borges-Bioy, cuando los seguidores del monstruo intentan hacer algo similar con el judío. No en vano, en su clásico libro El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Josefina Ludmer se refiere a “La Refalosa” como la primera fiesta del monstruo, en la cual “se deja leer la construcción de una lengua asesina y brutal”. Una construcción que divide las voces entre baja, salvaje, o bárbara, y otra civilizada, introduciendo una diferencia jerárquica en la lengua del desafío, que baja una orilla y pasa de lo animal directamente al cuerpo del enemigo”. Esto es así, en gran medida, porque “el desafío y el mundo animal se implican mutuamente en el género”. Así, los bárbaros y salvajes federales no sólo degüellan animales, sino que son unos animales que degüellan y sacrifican hombres como si fueran animales, tal como sugiere Esteban Echeverría en “El matadero”. De este modo, la escritura –“las bellas letras”–, la palabra autorizada del escritor, aporta a la animalización del Otro iletrado, transformándolo en un monstruo, en alguien que –a decir de Michel Foucault– no es ni siquiera un animal, sino que es casi animal y casi hombre. “El relato arma su escena textual y representa la escena política con un monologismo total, autoritario y represivo”, supo escribir alguna vez María Teresa Gramulglio, destacando que la voz del narrador se presenta como un Absoluto.
De todos modos, cabe destacar que, con la cita de Ascasubi, el cuento va a salirse de la tradición gauchesca: quien habla puede ser considerado un descendiente de los sanguinarios federales, pero no así quienes escriben, letrados señores de la culta capital europea del continente. Es que la identificación del peronismo con el federalismo les impide inscribir sus plumas en ese legado. De allí también la asociación del título, en donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas, remitiendo de manera casi directa a la barbarie.
Como puede verse, este relato está construido como una reescritura de los argumento de “El matadero”, de Esteban Echeverría, pero según el tono excesivo de “La refalosa”. El cuento trata de cómo lo monstruoso, lo animal, lo anormal, se desplaza desde la periferia (las orillas) hacia el centro (la ciudad). Es que el peronismo –según reflexionó la socióloga Maristella Svampa en su libro Civilización y barbarie. El dilema argentino– “evocaba en su barbarie imágenes que mostraban la monstruosidad del fenómeno”. Imágenes que no hacían más que confirmar “el temor de los sectores conservadores”, que no tuvieron mejor idea que “demonizar” a sus adversarios, colocarlos no solo en un sitio de inferioridad sino además en el lugar del Mal.
Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta jornada del 17 de octubre como un “espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas ante el llamado demagógico de su líder. Escribe Romero: Esta característica prevaleció durante todo el gobierno, apoyado, además, en una constante apelación a la adhesión directa de las masas que, concentradas en la Plaza de Mayo, respondían afirmativamente una vez por año a la pregunta  de si el pueblo estaba conforme con el gobierno. Entusiastas y clamorosas respondían al llamado del jefe y ofrecían su manso apoyo sin que las tentara la independencia.
En este sentido el cuento es claro: desde el primer párrafo (“pesceuzo corto y panza hipopótama”) el personaje va padeciendo un proceso de animalización y una creciente pérdida de su subjetividad, junto a los otros (¿hombres?). Los peronistas, de un modo muy divertido, son presentados por los autores como unos feos, sucios y malos que no asisten por voluntad propia a un determinado lugar, sino que son “recolectados” –como la basura–, y en el camino –como seres peligrosos que son– roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin ningún tipo de explicación lógica-racional.
Situados como violentos y fuera de la ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto. Son, juntos, no una suma de individuos –como le gustaba a Borges– sino una masa uniforme; una patota que canta la marchita hasta más no poder; una barra que se ríe, hace chistes y se reparte “amistosos rodillazos”. Tan iguales son presentados los personajes, que son como hermanos gemelos: “todos del sur, idénticos”. De allí que surja la pregunta retórica: “¿Quién, tan lejos del pago, iba a apartarse del grupo?”.  
Por esa heteronomía, también, es que el “camión de la juventud” era “un solo grito” y los personajes –tanto femeninos como masculinos–, aparecen como seres sin ningún tipo de autonomía: por el narrador nos enteramos que los tuvieron hora y media bajo el sol y que les impusieron poner en cada pared el nombre del monstruo. Tan animalizados, estos personajes, que son presentados como objetos manipulados por cosas (“me portarían en mi condición de fardo”; “a cada revólver le tocaba uno de nosotros”).
En fin, quienes asisten a “la fiesta” (que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben hablar bien. De allí que aparezcan lunfardismos y términos populares (Nicolás Avellaneda, en una lectura que ha hecho de este cuento, ha destacado a propósito de este tema que al menos 15 de los 20 apellidos mencionados son italianos). Este procedimiento –el de poner al “tano” en el lugar del “provinciano”– busca provocar una identificación con el lector culto, ese que cuenta con la capacidad de hacer las equivalencias, y reírse.
Con esta escenificación negativa de la nueva realidad del populacho en Argentina, los autores no sólo se ríen de las formas de hablar de las masas populares, sino también de sus costumbres, y hasta de los lugares en que habitan. Ellos, que viven en “casas cuchas” y duerman en “camas-jaulas”, son tan sucios que “chorrean grasa como queso mascarpone”, “sudan como sardinas” y se lavan “con el trapo de la cocina”. Y –a diferencia del unitario protagonista de “El matadero”, de Echeverría– aquí son ellos –la barbarie quienes van desde la periferia al centro, invadiendo el culto y letrado territorio porteño. Por último, como para no dejar ningún detalle afuera, la propia gastronomía define el perfil de los personajes, quienes comen “arrolladitos de salame”, “sangüiches de chorizo”, “milanesa fría” y, como frutilla del postre, toman “botellas de vino”.
Es que tal como enseñó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el mejor modo de describir y encontrar la palabra justa para referirse al enemigo político es el concepto de bestiario. Él lo pensó a partir de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre los nativos argelinos. Nosotros podríamos pensarlo en relación a ese odio que “nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Jean Paul Sartre), sentían por los descamisados. En el mismo sentido, Fermín Rodríguez, en su libro Un desierto para la Nación, escribe –respecto de los indios– que su animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización por la cual la matanza se desrealiza”. E insiste en señalar: “no hay allí violencia contra una forma de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se presenta como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”. Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras y la construcción del enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Romero –quien califica al gobierno constitucional como dictatorial–, en su ya citado libro, por ejemplo, se refiere del siguiente modo a los prolegómenos de los asesinatos de junio de 1955: En 1951 un grupo militar de tendencia nacionalista encabezado por el general Menéndez intentó derrocar al gobierno, pero fracasó y los hilos de la conspiración pasaron a otras manos, que consiguieron conservarlos a la espera de una ocasión propicia. Extraño modo de denominar un golpe de Estado, la instauración de una dictadura, y el futuro bombardeo y fusilamiento sobre civiles.
Hasta aquí, más allá de la indignación política que pueda causarle a un peronista la lectura de este cuento, todo transcurre de un modo jocoso. Pero el relato va condensando sentidos a medida que avanza, y llega a su momento culmine justamente en los últimos párrafos, cuando la “columna juvenil” no le perdona la vida a un miserable “cuatro ojos”. La descripción del “intelectual judío” sería extremadamente cómica, por lo tosca, si no fuera porque oración seguida es asesinado salvajemente. Distraído –como el propio Borges– este individuo “sin musculatura”, con libros bajo el brazo, se niega a venerar el estandarte de los sin libros, de los de a pie y en alpargatas. Es decir, no muestra admiración por la foto del Monstruo. Alejandro Rossi, en su ensayo titulado “Borges, Bioy y el peronismo”, ha destacado que en el relato se produce un desplazamiento desde lo festivo hacia lo monstruoso. Y que el asesinato de un judío es el “motivo ideológico” para asimilar el peronismo al fascismo.
Si la patria está en disputa, qué mejor que contraponer figuras antagónicas. El intelectual judío declara tener su opinión, y esa  horda totalitaria no puede perdonárselo (“El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano…”). La mersa goza con el espectáculo del dolor ajeno. Con pasión salvaje, ríen y “se calientan con la sangre” que corre.
Después, como si nada hubiese sucedido, van a la Plaza de Mayo, a escuchar el discurso del Monstruo que se transmite a todo el país por cadena de radio. Un final que expresa a las claras la mirada que estos miembros de la elite civilizatoria tienen sobre los modernos usos de los medios masivos de comunicación. Eso que Ezequiel Martínez estrada, en ¿Qué es esto?, caracterizó como “un plan sistemático para deprimir la cultura y enaltecer la barbarie”.
En fin, para terminar, quizás podamos pensar que la frase “para la patria, el Monstruo; para nuestra mersa en franca descomposición, el camionero…”, opera como síntesis ideológica del cuento. Un “texto gorila” que, tal como señaló Carlos Gamerro en El nacimiento de la literatura argentina, dice “mucho sobre el gorilismo y muy poco sobre el peronismo”. Aunque en realidad, a través del gorilismo, podamos aprender mucho acerca de lo que el peronismo implicó para importantes sectores de la clase obrera argentina.
Por supuesto, no es nuevo el hecho de que existan letrados que con sus plumas aporten a la estigmatización de los sectores pobres de la población. Mucho más cuando estos sectores tienen el tupé de insubordinarse. Es que para entender un poco mejor el clima de época en que fue escrito “La fiesta…”, y las representaciones que estos escritores tenían respecto del peronismo, tal vez valga la pena rescatar las declaraciones que el propio Bioy hiciera años más tarde: “Este relato está escrito con un tremendo odio. Estábamos llenos de odio durante el peronismo”.
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Tal vez podamos suponer que haya sido ese odio el motor de escritos como “El simulacro”, relato de Borges incluido en su libro El hacedor, de 1960. ¿Fue desde esa ceguera que escritores como Borges desrealizaron, en su literatura, todo aquello que no pudieron aceptar como datos de la realidad?
Así como el peronismo pudo significar el sueño de los humillados y ofendidos por la Argentina oligárquica, para otros, el peronismo se convirtió en una especie de reverso de ese sueño, es decir, fue vivido como una pesadilla. Por eso Borges, que comparte este juicio, narra su cuento como una alucinación: voluntad estética de realización que es el correlativo de su juicio político. Caracterización del peronismo como irreal que llevará a Borges a recrear, en su texto, el mismísimo velorio de Evita. Imitación, en un rincón remoto de la provincia de Chaco, del evento real que aconteció en Buenos Aires. Tal vez por esa mirada estético-política el narrador se pregunte: ¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro?
La respuesta, como el lector se podrá imaginar, es más terrible que la pregunta: La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.
Es decir, el peronismo no es para Borges más que el retorno de las lanzas y los cuchillos que asesinaron a Laprida. La barbarie que regresa, para mostrar que a pesar de esa fachada de modernidad, de europeísmo, la culta Buenos Aires lleva en sus entrañas a los cabecitas negra, las sirvientas despechadas, esos inmigrantes y provincianos incultos que ahora pueblan las fábricas, los barrios cercanos a la Gran Capital y que, para colmo, cuentan con poderosos sindicatos, que cuentan a su vez con el visto bueno de un Estado dirigido por otro bárbaro descendiente de esos gauchos.


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