A veinte años de una de las peores
tragedias que tuvo el país. Un repaso por los hechos, su contexto, y la cultura
que el fuego nos dejó.
Por Mariano Pacheco
Con el
incendio en el boliche República Cromañón se regaron de sangre joven las calles
de la patria. El recital de Callejeros esa noche en el barrio porteño de Once
tuvo consecuencias fatales. En pocas horas murieron, en un mismo sitio, 194
personas de entre 14 y 24 años (e incluso varios niños y niñas). Desde ese día
a hoy pasaron veinte años, y al dolor por la pérdida de tantas vidas se suman
polémicas nunca saldadas.
JUVENTUD,
DIVINO TESORO
A buena
parte de la sociedad que venía de bancar por una década al menemato, le vino
bien, desde el comienzo, la operación cumunicacional de estigmatizar y
responsabilizar a la juventud rockera por lo sucedido. “Las bengalas prometen
alegría, pero esconden desgracias”, tituló Pablo Sirven en una de sus notas en
el diario La Nación (“La religiosa pasión por el fuego”,
02/01/2005).
Mucho del
mundo del rock, como todo en esta vida capitalista, tuvo que ver con el
espectáculo para un mercado privado, pero también –y este siempre fue un nervio
que latió con fuerza en la escena rockera, sobre todo en el mundo del punk y
del metal– hubo toda una corriente subterránea en la que primó la autogestión:
desde sitios para ensayar (así fueran los garages de las casas), hasta la
organización de recitales, pasando por la elaboración de sellos discográficos,
fanzines y sus ferias para la distribución e, incluso, el desarrollo de fiestas
y eventos en espacios culturales, en los que toda una política por otros medios
se enlazaba con la bronca frente a un mundo que no prometía ningún futuro para
la juventud.
En la
serie Cromañón, estrenada recientemente en la plataforma Prime
Video, puede verse al grupo de muchachos y de chicas protagonistas de la
ficción cómo se juntan en un kiosquito o en la zona común de unos monoblocks de
Villa Celina (aunque también podría ser la esquina de cualquier barrio popular
del conurbano bonaerense o de la periferia del conglomerado urbano del país),
que entre cervezas y conversas entretejen la hermandad de la amistad (como
cantaba Hermética en una de sus canciones). Y también se muestra cómo uno de
los pibes, que luego muere en Once, tiene en su habitación colgada una imagen
de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, los jóvenes integrantes del movimiento
piquetero asesinados en junio de 2002 (unos años antes de la tragedia de Once),
tras una protesta en Puente Pueyrredón. Al evento se lo pasó a conocer como la
“Masacre de Avellaneda”. A Maximiliano lo habían matado de un tiro en el pecho
y a Darío de un balazo en la espalda luego de haber socorrido al primero, a
quien no conocía.
En la
serie de Prime Video, luego se puede ver al mismo joven participando
activamente en la organización de actividades deportivas en el barrio (“trabajo
territorial”, como se le dice en la jerga de la militancia “con los pies en el
barro”) y, finalmente, se lo muestra nuevamente, luego de haber logrado salir
de entre las llamas, ingresar al boliche Cromañón preocupado por su novia y sus
amigos que habían quedado encerrados en el incendio, encontrando así la muerte,
atravesado en sus últimos minutos de vida por ese gesto de solidaridad, de
camaradería, de hermandad.
Este
personaje de la ficción está inspirado en un pibe que tras la “Masacre de
Avellaneda” le había escrito una carta de homenaje a Darío Santillán. Y ese no
fue un caso aislado, si bien no es generalizable, tampoco puede decirse que no
sea parte del ADN rockero de aquellos años en los que el rock funcionó como
vector de politización de importantes franjas de la juventud, sobre todo de
sectores populares castigados por las políticas neoliberales implementadas en
Argentina por el menemato, en consonancia con el “Consenso de Washington” que
desplegaba triunfante el Nuevo Orden Mundial.
Porque el
rock implicó, para muchos, una suerte de contracultura suburbana que a la vez
que congregaba y gestaba comunión, combatía los modos de homogeneización
cultural que proponía ese sistema. Así, una juventud hija de las calles se
amuchaba en esquinas y plazas para hacer manada y reunir a través de una
pasión, un ritmo y una forma determinada de vestir a los parias del modelo
neoliberal.
Fue todo
esto lo que padeció un golpe tremendo tras Cromañón, que además de las 194
personas fallecidas, y los cientos de cuerpos que quedaron con vida pero con
numerosas cicatrices visibles, invisibles y secuelas irreversibles, dejó
también malherido al movimiento, porque las consecuencias de las
iniciativas estatales de “mayores controles” no derivó en una política pública
de “mayores cuidados” sino en un arrasamiento de los espacios de autogestión, y
en una masiva proliferación de privatización de la noche, en consonancia con
una tremenda restricción de la vida pública de la ciudad. Todo esto tiene
que ver, no con los muchachos y las pibas que iban a los recitales, no con los
pibes de las bandas como Callejeros, sino con la “ganancia de pescadores” que
derivó del “río revuelto” que la crisis política de la “Tragedia de Cromañón”
desató.
JUGAR CON
FUEGO
La idea
de “jóvenes inmolados”, “rituales rockeros de la muerte” y “corrupción
generalizada del Estado” sirvieron como hilo conductor para la construcción de
la noticia tras la tragedia, qué rápidamente sensibilizó a la sociedad y puso
en movimiento a familiares de las víctimas y sobrevivientes para denunciar lo
sucedido y buscar justicia.
De
entrada apareció en el ojo de la tormenta Omar Chabán, quien gerenciaba el
lugar (a quien incluso se lo señaló como propietario), como uno de los
responsables, por permitir el ingreso de muchas más personas de lo legalmente
establecido y por ordenar trabar las puertas de emergencia. Pero también
rápidamente los señalamientos llegaron a la banda de rock Callejeros (por
permitir el ingreso de tanta gente y por los “rituales” de bengalas, además de
porque la banda contaba con su propia seguridad para los recitales), a quienes
se llegó a colocar en el lugar de criminales, puesto que si Cromañón no era una
tragedia sino una masacre y la banda también era responsable, ergo, no podían
sino ser asesinos.
Pero,
rápidamente, la línea de investigación sobre los controles oficiales al lugar
derivó en denuncias de casos de corrupción, que no terminaban en las
autoridades específicas, sino que llegaban a la mismísima gestión de la ciudad.
Desde el espacio de la derecha que pronto derivaría en el PRO comenzaron a
hablar de “incapacidad asesina” del jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra, y
con la entonces legisladora porteña Gabriela Michetti se comenzó a impulsar el
juicio político para provocar su destitución. Clarín a la
cabeza de los medios hegemónicos empezaba a presentar como “el líder de la
oposición” a Mauricio Macri, quien buscaba capitalizar el desmoronamiento de la
figura de Ibarra y la crisis del progresismo porteño, que incluyó una
arremetida contra figuras que lo respaldaron (entre ellas Estela de Carlotto,
titular de Abuelas de Plaza de Mayo).
Ibarra
finalmente es destituido el 13 de marzo de 2006 tras la resolución del juicio
político y en su lugar asume su vicejefe de gobierno Jorge Telerman. En el
medio se habían desarrollado en 2005 las elecciones legislativas nacionales, en
las que Macri buscó presentarse no sólo como una alternativa frente al fracaso
del progresismo de Ibarra, sino también como un ferviente opositor al naciente
gobierno nacional de Néstor Kirchner.
El discurso
macrista se centró entonces en cuestiones como la crisis en la atención de los
hospitales públicos, la creciente inseguridad, la suciedad que dejaban las
movilizaciones y la violencia que se expresaba en los cortes de calle, es
decir, se ponía en marcha el plan de “criminalización de la protesta” (que
luego extendió durante su gestión nacional del Estado desde 2015, y que hoy
encarna la ministra Patricia Bullrich en el marco del gobierno de Javier
Milei). Durante 2005 Macri utilizó en varias oportunidades el eslogan de los
familiares de las víctimas de Cromañón, “La corrupción mata”, y reforzó su
marketing de diferenciación respecto de la “vieja política”, aunque no sin la
astucia de aliarse con Ricardo López Murphy (ex candidato a presidente en 2003),
integrando así al espacio Recrear a Compromiso por el Cambio: era el nacimiento
del PRO, y se paría así, en un mismo movimiento, la posibilidad de conquistar
el ejecutivo en la ciudad y, de paso, poner en pie –desde allí– una fuerza
política de oposición al naciente progresismo, que entonces había comenzado a
tender alianzas con el peronismo en todo el país.
Nada de
esto tiene que ver con el rock, por supuesto, aunque la arremetida reaccionaria
tras el incendio en el recital sentó bases sobre las cuales comenzaron muy
tempranamente a circular discursos que se expresaron primero con una derecha
pretendidamente democrática y, más tarde, con este nuevo actual experimento
reaccionario que tras el lema “libertad” no hace más que esconder el más
contemporáneo fascismo.
Si
podemos pensar algo de la historia reciente de la Argentina a partir de algunas
fechas como la de la rebelión popular del 20 de diciembre de 2001, o la del 24
de marzo de 2004, cuando el entonces presidente Néstor Kirchner da la
orden de bajar el cuadro del genocida Jorge Rafael Videla, como momentos
que abren un ciclo progresista en Argentina, podemos decir que el 30 de
diciembre de 2004, el día de la “Tragedia de Cromañón” condensa él mismo, como
hecho trágico, el cierre de un período de política contestaria por otros medios
y abre estos años de empobrecimiento de las capacidades creativas y de cierta
pulsión de impugnación que marcaron al rock desde sus inicios.
Transcurridas
dos décadas de la tragedia de Cromañón, con un presidente de derecha que hace
cierta apología de una pose rockera, la digna trayectoria del rock ¿podrá
funcionar como espectro de rebeldía? Para por fin, como dice la canción de
Callejeros: “ser la revancha de todos aquellos, que la pelearon al lado de
cerca o muy lejos y no pudieron reír sin llorar”.