martes, 4 de diciembre de 2012

Nuevo relato de Montoneros silvestres


De la rebeldía antidictatorial a la militancia popular

Por Mariano Pacheco. Con tan sólo 15 años, a fines de 1976, principio de 1977, Ramón se incorpora a la organización Montoneros. Tenía entonces a su hermano mayor detenido, y su apuesta fue la de asumir un puesto de lucha, en un momento por demás difícil, donde las vacantes se extendían por miles.


En lo primero en que pensó Ramón aquel 24 de marzo de 1976 fue en su hermano mayor. ¿Cambiarían las condiciones del Penal, ahora que los militares asumían el mando del país?
Ramón se preocupaba mucho por la situación de El Flaco, detenido desde hacía tres meses. Pero por sobre todas las cosas lo extrañaba. Podía continuar escuchando Box Dei, Moris, Espineta, Sui Generis o cualquiera de esos grupos que entonces caracterizaban como de “música progresiva”, pero la habitación sin él no era lo mismo. Año y pico habían compartido la pieza: los chismes, los comentarios sobre minas, las apreciaciones sobre las lecturas de El Descamisado, la Evita Montonera y otras publicaciones que de a poco El Flaco le había comenzado a prestar, y a partir de las cuales empezaron a producirse aquellos fructíferos diálogos, cada vez más frecuentes, entre los dos hermanos. Por supuesto, al no estar El Flaco, tampoco podía participar, al menos por un rato,  de aquellas reuniones que se realizaban en su casa.
Así que salvo por su asistencia al Comercial N° 3 de Quilmes, cada mañana, o porque seguía con la lectura de alguna que otra novela cada tanto, de no ser por esas cosas, todo había cambiado en su vida aquel año. Tanto adentro como afuera de su casa. Porque si el año anterior, con la barra de amigos del barrio, solían juntarse todos los fines de semana para comer unas pizzas o empanadas, tomar algo y conversar y guitarrear hasta altas horas de la madrugada, o para ir todos juntos a la cancha a ver Quilmes, ahora los fines de semana se alistaba para asistir a la cárcel a visitar a su hermano. Por supuesto, no era con pesar, sino con entusiasmo que concurría a Sierra Chica.
Y si bien Ramón tenía un grupo sólido de amigos, con quienes habían pasado tantas cosas juntos, ahora sentía que, en algún punto, estaba solo. No era que le dieran la espalda, sino que tal vez no podían comprender por lo él estaba pasando.
Le parecía de otra vida todo lo transcurrido apenas dos años atrás, cuando había entrado al secundario. Consideraba una chiquilinada ahora, los miedos esos que sintieron sus amigos cuando él, que era el más grande de la barra, los llevó –como era costumbre en la época y entre sus vecinos del barrio– a iniciar sus vidas sexuales en la Isla Maciel. “Porque en esa época –aclara Ramón– lo más común era que el fervor de la edad se saciara en el cabaret”.
-- A ver si nos afanan, si nos rompen el culo, comentaron entonces sus amigos.
Y fue Ramón, con cierto aire de superioridad que la edad y la experiencia le daba, quien respondió:
-- Déjense de boludear y vamos, que acá no pasa nada.

Ahora, en cambio, sentía que tenía que hacerse cargo de un papel en el cual la edad y la experiencia no jugaban a favor suyo.
Por todo eso, seguramente, más que por el Golpe, Ramón sintió que su vida daba un giro de 180 grados ese año. Aunque con el correr de los días, de las semanas, de los meses, también la dictadura comenzaría a ser una piedra en el zapato en su propio caminar.
Es que con el Proceso de Reorganización Nacional toda la vida social cotidiana comenzaba realmente a reorganizarse, sobre nuevas bases. El modelo de “chico obediente”, con pelo corto, corbata, saco y pantalones tipo en serie, acompañado del de “niña como debe ser”, con el pelo prolijamente recogido, poca pintura y polleras escolares, “aunque el frio te congelara la nariz” –subraya Ramón– comenzaba a imponerse como la nueva imagen de una “juventud prolija”, alejada de los ideales de la subversión apátrida e inmoral. Seguramente como un refugio, o como un modo de no adaptarse mansamente a ese “como debe ser...” que propugnaba la dictadura, Ramón intentaba al menos no vestirse a la moda, fuera ésta la del gamulan, o la de los buzos tipo canguro. Así que salvo para ir a la escuela, después, Ramón se mantenía firme en usar siempre su campera de jean que lo acompañaba a todos lados donde fuera.
Tal vez porque de chico ya había sido un poco contestador, o porque una vez entrado en la adolescencia comenzó a sentir que no soportaba esa carga asfixiante de las buenas costumbres, es que Ramón empezó a ponerse cada día más rebelde. Sentía que realmente había toda una represión estética, una presión permanente pisándole los talones,  marcándole de cerca qué estaba bien y qué estaba mal, desde el gesto más pequeño e insignificante. Presión que se hacía sentir en todos lados. Y que hacía del respeto reverencial de los jóvenes hacia los adultos su piedra fundamental. Y eso a Ramón le molestaba. Lo incomodaba. Tanto como para empezar a preguntarse por qué él no hacía algo –como había hecho su hermano antes de ser detenido– para enfrentar a ese sistema que obligaba a aceptar las reglas impuestas sin preguntar por qué. Preguntas sobre el presente que involucraban el futuro inmediato. Porque él ya estaba en tercer año, y cuando se quisiera acordar, estaría terminando el secundario. ¿Y qué haría entonces?
Cuando Ramón pensaba en el futuro se preguntaba si haría como El Flaco, que al terminar el secundario se había metido a laburar en la Cervecería Quilmes, o si entraría en la textil la Bernaleza. “Porque esa era la dinámica de cualquier joven del Gran Buenos Aires: terminar el colegio, meterse a trabajar en algún taller, capacitarse y después entrar en una empresa. El futuro laboral, al menos en la zona, estaba vinculado a esas dos grandes empresas”, cuenta Ramón, que a su vez destaca que a la fuerza de las costumbres, en el caso de su hermano, el hecho de ingresar en la Cervecería tuvo que ver además con la línea que “La Orga” adoptó en 1975: hacer el pase de los cuadros de la UES a las fábricas más importantes de cada zona, para fortalecer la inserción de los militantes montoneros en el movimiento obrero, a través de las agrupaciones de la Juventud Trabajadora Peronista. Y El Flaco había sido no sólo un militante de la UES, sino además el cuadro que suplantó a Eduardo Berckerman en la conducción de la agrupación, cuando El Roña –como le decían a Berckerman– fue asesinado por la Triple A junto a El Gringo, aquel 22 de agosto de 1974, mientras regresaban de planificar una miliciada en homenaje por los 16 guerrilleros ejecutados en Trelew en 1972.
Fue por aquella época de efervescente militancia en la UES cuando El Flaco estrechó fuertes vínculos de camaradería y amistad con Pancho, un militante que continuó en contacto con su hermano tras su detención. De hecho fue Pancho quien le enseñó a Ramón, y toda su la familia, como debían moverse en esos ámbitos carcelarios. “Nos ayudó mucho en aquel momento tan difícil”. Paradójicamente, Pancho –que había pasado de Zona Sur a Norte– murió también un 22 de agosto (de 1976), en un enfrentamiento con el Ejército, mientras participaba de una actividad de propaganda armada, en homenaje por los 4 años de los fusilamientos de Trelew, y dos años de los asesinatos en Quilmes del Gringo y el Roña.
Tal vez haya sido el ejemplo de Pancho el que impulsó a Ramón a sumarse a la misma organización que su hermano mayor. O tal vez no, tal vez fue el ejemplo de su propio hermano el que motorizó su decisión de que ya era hora de transformarse, también él, en un militante montonero.

 (Publicado el 4 de diciembre de 2012 en www.marcha.org.ar)




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