Por Mariano Pacheco. La clandestinidad, antes y
después del inicio de la dictadura. Las tareas militantes y hogareñas. Un
imprevisto que puede cambiar el rumbo de la vida cotidiana.
El 24 de marzo de 1976, María se encontraba con sus
dos hijos varones de 9 y 10 años, y a su compañero Lucho. Vivían juntos en una
casa de Lanús. Se enteraron del Golpe a la mañana, mientras escuchaban la radio
y se tomaban unos mates en la cocina. Vivían en una casa alquilada, ubicada en
la calle Carlos Gardel. Al fondo, en uno
de esos barrios tipo italianos, destaca María. Allí vivimos un año, que fue el más lindo de mi vida, porque Lucho –que
era un tipo muy conocido en zona sur– trataba de no salir mucho. La idea
era que se preservara. Ella le cubría las citas de control y todo. Se quedaba mucho en casa con los chicos.
Estudiaba. Escribía documentos, mientras yo andaba haciendo macanas por ahí.
A pesar del endurecimiento represivo, de la caída
permanente de militantes, María seguía su vida casi con normalidad. Su tarea
era tratar de poner en pie un aceitado mecanismo de funcionamiento de la parte de
logística de la organización, en toda la zona sur del conurbano bonaerense:
Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora, Berazategui, Florencio Varela, Quilmes…
Para los vecinos de su barrio era una mujer “normal”.
Como cualquier señora de barrio o muchacha con su pareja y sus hijos, solía
salir de compras por el barrio. Por eso se sorprendió cuando una mañana de
aquel invierno de 1976, ingresó a la carnicería que se encontraba frente a la
plaza, a metros de su casa, y mientras esperaba que el carnicero la atendiera
escuchó a una mujer decir: “fuera cachila”. Se sorprendió porque tanto la voz,
como el nombre, le resultaron familiares. No era para menos: se trataba de una
compañera muy cercana y su perrita. Teresa (Claudia Istueta) y Mario Bardi eran
dos médicos, militantes del área de sanidad de la organización. Se habían casado en agosto de 1974. Justo un mes antes de que la Montoneros pasara a
la clandestinidad.
El hecho de haberse cruzado así, en una escena
tan típica de barrio, tan cotidiana, daba cuentas de que ambas parejas estaban
habitando el mismo territorio, con una cercanía demasiado estrecha para las
ajustadas normas de seguridad que la organización intentaba mantener a raja
tabla, pretendiendo de ese modo evitar o disminuir las posibilidades de que sus
militantes fueran capturados por el enemigo.
Así que partir de ese día, todas las noches, a
las 10 en punto, tenían que darse una vuelta por la placita para hacer una cita
de control. Me acuerdo que un día Lucho
se enojó con Mario, porque siempre llegaba tarde. Y le dijo que si seguía así,
nos iba a hacer caer a todos. Mario se excusaba, pero Lucho era duro. María
cuenta que Lucho solía increpar a Mario con una frase que utilizaba como
latiguillo: “Las 10 son las 10, compañero”. Que la frase terminara así, con esa
palabra, daba cuenta del aprecio que se tejía detrás de la rigurosidad
militante. Aprecio que llevó a Lucho a decir: “parece un pajarito”, cuando
Mario le presentó a Selva, su hija recién nacida. Eran blanquita y con piquito muy rosado, subraya María. Y le quedó Pajarito nomás.
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