jueves, 11 de junio de 2020

Juan José Saer: literatura argentina y realidad política


Aproximaciones a la novela Nadie Nada Nunca


Por Mariano Pacheco*

A quince años de la partida de este gran escritor de nuestro país.


Publicada en México por Fondo de Cultura Económica, Nadie nada nunca (1979), puede ser considerada como una novela política, a pesar de que Juan José Saer nunca trabajó su obra narrativa desde un programa encuadrado en el realismo social.

En Nadie nada nunca los elementos de la realidad política nacional aparecen cifrados en medio de dos historias enigmáticas. Toda la trama está centra en la historia de un crimen, pero a diferencia de un relato policial, no hay en este caso investigación ni detective. Aunque sí un periodista que investiga y escribe sobre los hechos, pero con el único propósito de realizar su trabajo. De allí las filiaciones que pueden trazarse entre esta novela y la estructura de un cuento. En parte por la conexión entre dos historias: la del crimen uno (la serie de crímenes contra los caballos), que funciona como una suerte de efecto retardatorio del relato del crimen dos. Podríamos decir que en realidad toda la historia se desenvuelve entre estos dos crímenes, y sus formas de narrarlo.

La novela, que abarca el espacio temporal de tres días --viernes, sábado y domingo– comienza cuando Don Layo, un vecino de las islas donde se desarrollan los hechos, va a llevarle a El Gato Garay su caballo bayo amarillo, para que se lo cuide, ya que en la zona, un asesino viene matando sádicamente a los caballos. El Gato vive sólo, frente al río, alejado de la ciudad (dato que rodea de misterio los asesinatos). Pasa allí sus días y sus noches, trabajando (llenando unos sobres con datos de una guía telefónica para una oficina), leyendo un libro que su hermano Pichón le ha enviado desde Francia (¿un libro escrito por Pichón o un libro que Pichón tan sólo envió?, se pregunta Beatriz Sarlo en Escritos sobre literatura argentina); un libro que Elisa le acerca hasta la casa de la isla en su visita de fin de semana, en la cual –juntos– toman mucho vino blanco con hielo, comen salamín y tienen sexo como si fuera la última vez. Dinámica que se interrumpe sólo cuando su amigo Tomatis (periodista del diario La Región, encargado de escribir sobre los asesinatos de caballos), va a visitarlos el domingo, y se comen juntos un asado, se bañan en el río y charlan con el bañero (a través del cual, también, nos enteramos un poco más sobre los asesinatos de caballos).
Hasta que una noche de absoluta calma, la historia del segundo crimen irrumpe inesperadamente. Elisa se despierta, escucha un auto marchándose, tiros (“De revólver o de carabina y tableteos de ametralladora. Duran varios segundos…”). Al día siguiente se enteran que han ajusticiado al Caballo Leyva, el encargado de “hacer cantar” en la comisaría del pueblo a los detenidos que no quieren brindar información (“Esa mañana, los muchachos le habían encajado nueve chumbos, tres de los cuales en el melón”).
De una simple lectura de la novela se desprende que El Gato y Elisa están cercados por un peligro (real o alegórico), pero no mucho más. El Gato guarda un revólver y una caja de balas en uno de sus cajones: ¿un arma que ha heredado de la familia, que ha comprado para seguridad personal? No se sabe. Hay menciones a organizaciones revolucionarias que operan en el territorio nacional, y que logran el “ajusticiamiento” de un torturador, aunque no hay relación directa, aparente, entre los protagonistas y esos episodios. Tampoco entre ellos y El Caballo Leyva (“el protegido de los políticos”), clara figura de la represión. Recién en una novela posterior (Glosa, 1986), Saer nos hace saber que Elisa y el Gato eran militantes, que fueron secuestrados por el Ejército, en 1978, y que van a permanecer desaparecidos. Es un dato genérico, es cierto, que aparece comprimido en un párrafo. Pero a esa altura, el lector puede imaginar que ha sucedido...
Es en ese contexto (con el dato que aporta Glosa), que podemos releer toda la novela en clave política. Y sobre todo, un sueño -que según Sarlo, es la cifra de todo el texto- que tiene El Gato en el segundo capítulo.
Tomatis, el juego clandestino, el papá de El Gato (“un carnicero”), aparecen mencionados en el sueño, de manera mezclada –¿de qué otra manera podía ser?–. En el sueño El Gato le dice a Tomatis que, antes que al juego, irá a visitar a su madre. Llega a la ciudad en canoa. El viaje lo describe así: “…es angustioso, y tengo todo el tiempo una fuerte sensación de inseguridad”. Ya en la ciudad, El Gato comete –según sus propias palabras– “dos o tres torpezas”: se mete en una carnicería… ¡de caballos!; habla con un oficial de la policía para informarle –por si pasan a interrogarlo por el tema de los caballos– que no estará en su casa. Cuando visita a su madre, ésta le dice que su hermano ha escrito desde Francia, preocupado por el asunto de los caballos. Una vez en la casa de juego, se encuentra con Elisa, que le dice que no juegue al N° 3, que tiene el presentimiento de que “va a perder” (recordemos que, en la década del 70, los militantes llamaban “perder” a caer en manos de las fuerzas de represión). El Gato le recuerda a Elisa que, para Freud, el N° 3 representa los genitales (cuando “perdían”, los militantes eran torturados, frecuentemente, en los genitales). Otro dato del sueño, que podría vincularse con esto, es que la sala de juegos es, a su vez, un prostíbulo. Jean Paul Sartre, en “Situación del escritor en 1947” (¿Qué es la literatura? Situations II) tematizó el aspecto sexual de la tortura, poniendo énfasis en la relación íntima de la víctima y su verdugo.
También las fobias de Elisa, o los comentarios de El Gato pueden pensarse en una clave política: “El campo, dice, sobre todo de día, le produce pánico. Siempre tiene la impresión de que entre los yuyos se oculta algo, algo que no espera otra cosa que la llegada de algún caminante para ponerse en evidencia…. En el campo, entre los yuyos, muchas cosas… cuerpos en descomposición, de los que sube, de golpe, un rumor. Como si algo, no sé, dice, algo hubiese subido a la superficie desde las profundidades de la tierra”. Y líneas más adelante: “No sabe, dice Elisa. No sabe pero es así. Si un asesino, argumenta, quisiera desembarazarse de un cuerpo, ¿adónde se le ocurriría hacerlo desaparecer? En el campo”. El Gato replica que en el río es más eficiente, que un bloque de cemento en cada pie ya es suficiente para no volver a ver más a esa persona” (no podemos, hoy, al leer estas líneas, dejar de pensar en los “vuelos de la muerte”, o las fosas comunes en donde se apilaban los cadáveres de los militantes).
Hay otros indicios menores, pero que tal vez valga la pena repasar: en la novela se menciona a un Videla, al que maltratan para sacarle una confesión. También una noche de septiembre –de un 15 a un 16– (pensemos en “La noche de los lápices”, en 1976) un caballo aparece con un tiro en la cabeza y todo tajeado.
En cuanto a los crímenes de los caballos, asesinados de un tiro en la cabeza (luego “sádicamente” descuartizados), podríamos pensar en los desplazamientos y metamorfosis que se producen a lo largo del texto. Podríamos ver aquí ciertas analogías entre los crímenes de animales y los crímenes políticos de la dictadura, que mataba a los militantes como si fueran animales.
La historia termina (¿casualmente?) el día que se inicia la semana: lunes. Llueve, con lo cual se produce un alivio, luego del calor sofocante de esos días de febrero.
¿Alivio tras la ejecución de un torturador?
*Nota publicada en La luna con gatillo

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