martes, 13 de abril de 2021

El Precariado en Acción (Acerca de la Economía Popular en Argentina)


 Por Mariano Pacheco


Como sucedió con el denominado Movimiento Piquetero durante los años noventa del siglo XX, y con el lanzamiento del Primer Paro Internacional de Mujeres en 2017, el lanzamiento de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), en diciembre de 2019, situó a la Argentina, nuevamente, en uno de los sitios donde se vuelve a producir una importante novedad política.



I –

Entendemos que el lanzamiento de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular, como sindicato único del precariado, constituyó un importante salto en calidad de las experiencias de organización popular en la Argentina.

En primer lugar, respecto de las coordinaciones que se vienen realizando, tanto en el período macrista (al menos desde agosto de 2016 entre los movimientos del denominado “Tridente de San Cayetno”) como las que se establecieron entre distintos sectores del movimiento piquetero durante el ciclo de luchas autónomas (1996-2002). En segundo lugar, la UTEP formaliza en una experiencia organizativa una definición que también implica un salto en calidad respecto del período anterior: tanto a nivel de autopercepción como de reconocimiento público, ya no estamos ante una población “excluida”, “desocupada”, “sobrante”, “en reserva” o “lumpen”, sino ante una de las dos realidades de las clases trabajadoras en el contemporáneo mundo neoliberal: la de los “clásicos” asalariados y la de quienes integran el diverso y extendido mundo de la economía popular.

Claro que, tal como señala Verónica Gago en su libro La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular, es importante entender al neoliberalismo bajo su dinámica de doble procedimiento: desde arriba y desde abajo. Desde arriba, como modificación del régimen de acumulación global (fase del capitalismo y no simple “modelo” de gobierno implementando desde tal o cual Estado nacional); desde abajo, como modo de vida que reorganiza las nociones de libertad, cálculo y obediencia, es decir, como nueva afectividad/racionalidad. De allí que sea importante entender la persistencia del neoliberalismo aún en el ciclo de gobiernos progresistas y al interior de una pragmática vitalista presente en la economía popular que mixtura proyectos comunitarios y autogestivos con una racionalidad teñida por tecnologías, afectos y procedimientos que asumen al cálculo como matriz subjetiva primordial, dando paso a una suerte de autoempresarialidad de masas.

Es entonces en esta tensión entre autoempresarialidad y autogestión; entre emprendedorismo y proyectos colectivos/comunitarios; entre autonomía y obediencia; entre desposesión y autoafirmación creativa que proponemos leer las dinámicas de emergencia del Precariado en Acción.



II –

Entendemos al precariado (en Acción) como aquellos sectores de la economía popular que se asocian para realizar una experiencia común, en el marco de la experiencia más amplia del del proletariado.

Convendría entonces destacar dos cuestiones.

En primer lugar, antes que hablar de una nueva clase social (como lo hace Guy Standing en su libro El precariado), aquí nos referiremos al precariado como aquél sector del proletariado que, en el actual contexto de desarrollo del capitalismo, queda en la situación paradojal de que el mercado ya ni siquiera requiera de él como mercancía. En tal sentido, quienes integran el precariado (en tanto proletarios) no dejan de ser libres, en el doble sentido en el que Karl Marx aborda el concepto en El capital: libres en tanto ya no son esclavos; libres, en tanto que sólo pueden vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir; asistir al mercado sin más que esperar una cosa: “que se lo curtan”. Al no encontrar a nadie que requiera su fuerza de trabajo, las opciones que le quedan son morir de hambre, robar, autoexplotarse individualmente o asociarse con sus pares más cercanos para inventarse una actividad laboral. Allí donde el sistema ofrece –como destino ante la situación de precariedad– el emprendedorismo/ONgeismo, sectores de la economía popular se proponen una salida colectiva. Hablaremos entonces (en clave sociológica) de las trabajadoras y trabajadores de la Economía Popular para referirnos a ese sujeto social, y (en clave política), del Precariado en Acción, cuando mencionemos quienes integran esas experiencias de lucha y organización gestadas al interior de esa franja de la población (hay sujeto político porque hay acción colectiva).

Asimismo, atendiendo a los aportes más contemporáneos realizados por las economías feministas, podríamos agregar que el concepto de proletariado, en el siglo XXI, se amplía aún más allá del ámbito clásico de los lugares donde se producen mercancías bajo relación salarial, concibiendo así la interseccionalidad que constituye al proletariado en la encrucijada históricamente determinada de la clase, la raza y el género. Así como Marx llamó la atención sobre las relaciones de producción detrás de las relaciones de circulación y consumo, determinadas corrientes feministas ponen de relieve la “morada oculta” (según Nancy Fraser) de la reproducción y la división sexual del trabajo invisibilizada y jeraquizada detrás de las relaciones de producción. Esto supone enfocarse críticamente en los límites históricos e inestables que son condición de posibilidad de la valorización del capital. Es decir, asumir las fronteras existentes entre la esfera feminizada-racializada de la reproducción, en relación porosa con la esfera masculinizada de la producción, concomitantes a los límites que disocian la política de la economía, la naturaleza humana de la naturaleza no humana, la explotación capitalista de la expropiación imperialista-colonialista de las comunidades. En lo principal, esta pregunta se dirige sobre la reproducción social, pero no sólo de la fuerza de trabajo como mano de obra que el capital requiere más allá del empleo formal, sino incluso hacia la producción de riqueza común que es explotada y expropiada por la clase poseedora de los medios de producción, tal como ha destacado Verónica Gago en algunas de sus reflexiones más recientes.



III –

Entendemos que el lanzamiento de la UTEP puede ser una formidable oportunidad para intersectar lo mejor de la historia del sindicalismo con dos de las más pujantes dinámicas políticas de la época: las comunitarias de matriz territorial y las promovidas por los feminismos populares.

En algunas de sus últimas conceptualizaciones, hacia fines de la década del ochenta del siglo pasado, el pensador y militante francés Félix Guattari planteaba la necesidad de que se efectuara una “reconversión ecológica de la acción sindical”. Es decir, promover una acción sindical menos corporativa, más proclive a dejarse interpelar por fenómenos como los feminismos y ambientalismos, y también, por el “sindicalismo territorial”, que él visualizaba en la experiencia chilena de los años setenta. “No hay oposición entre las tres ecologías. Toda aprehensión de un problema medioambiental postula el desarrollo de un universo de valores y por lo tanto de un compromiso ético-político”, insiste al argumentar que la ecología ambiental (referida a la acción contra las tendencias depredatorias de la humanidad respecto del medio ambiente) debe estar articulada con los frentes de la lucha de clases (ecología social que no sólo tiene en cuenta la pelea por la propiedad colectiva de los medios de producción sino también la necesidad de gestar un enlace creador que contemple la alteridad, la diferencia y la diversidad en una perspectiva compleja de la organización social) y el frente de lucha del deseo (ecología subjetiva, atendiendo sobre todo a la tendencia a profundizar la angustia que produce el capitalismo contemporáneo; tendencia que se complementa con una “privatización del malestar” –como caracterizó Mark Fisher– y una cada vez mayor separación de los cuerpos y las subjetividades de lo que éstos pueden). Tanto los feminismos populares como las organizaciones territoriales promueven toda una micropolítica centrada en problematizar los vínculos cotidianos, y en empezar a ensayar –en el aquí y ahora– otro tipo de relaciones sociales y formas de organizar la producción y reproducción de la vida, así como las herramientas para librar la lucha económica, política y cultural para transformar el conjunto de la sociedad.

El territorio, desde estas perspectivas, se entiende así de manera dinámica, abierta, como sitio en donde se desarrolla una experiencia vital, no como un espacio estático, cerrado y vacío. El espacio se transforma de este modo en acción de sujetos, que se constituyen en el mismo proceso de organización y de lucha en el que establecen una disputa con el orden hegemónico donde se producen y reproducen las relaciones de explotación, dominación e identificación con los valores dominantes. El territorio deviene así un espacio-tiempo donde poder comenzar a realizar un corte de amarras, una ruptura con la ciudad neoliberal (y también con los modos de entender la vida en los medios rurales). Es decir, un espacio-tiempo donde ensayar formas de comunidad, a partir de la cuales gestar otras prácticas, afectos y razones; vidas colectivas ante el ensimismamiento de la vida individual, o a lo sumo familiarista que propone el capitalismo contemporáneo.

 

IV –

Entendemos que la UTEP deberá medirse con la tensión entre verse asimilada al sindicalismo tradicional (en gran medida devenido empresarial) y contribuir a su regeneración, sobre la base de un cruce virtuoso entre los fenómenos contemporáneos (movimientos populares) y la rica tradición combativa y antiburocrática del sindicalismo nacional e internacional.

Por la diversidad de corrientes políticas que la impulsaron y la sostuvieron, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT, o “Primera Internacional”), se nos presenta como el primer gran ejemplo que podríamos poner en relación con la UTEP, una experiencia que, en la Argentina,  hace confluir a gran parte de las organizaciones del precariado que fueron promovidas por corrientes políticas tan diversas que van desde el peronismo hasta el anarquismo, pasando por distintas variantes de las izquierdas y sectores del cristianismo.

Fundada en Londres en 1864, la AIT combinó durante una década la promoción de la lucha sindical en cada país con la difusión de ideas contestatarias sostenidas sobre una base de acciones de solidaridad con los procesos de lucha de otros pueblos y, bajo el lema “la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”, una clara adhesión al pensamiento que sostenía que la liberación de la clase obrera sería además un proceso internacional, como internacional era la lógica del mercado mundial capitalista. La AIT se convirtió así en una escuela de organización, educación y elaboración política de las clases trabajadoras. Llega a la Argentina en 1874, cuando el programa liberal comienza a imponerse ya sobre los malones de la indiada y las montoneras del gauchaje, en el momento inmediatamente previo al proceso de consolidación definitiva del Estado nacional, desarrollado sobre las bases del genocidio conocido como la “Campaña del desierto”.

Desde entonces, y hasta el peronismo, la clase trabajadora argentina realizó un profundo proceso de sindicalización, lucha y organización, que tuvo sus avances y retrocesos, sus figuras y fechas emblemáticas, marcadas por grandes masacres. Desde la primera huelga general de noviembre de 1902 hasta las grandes huelgas del trienio rojo y negro (los Talleres Vasena, que termina en la masacre de la Semana Trágica en enero de 1919 en Buenos Aires; las huelgas de la Forestal en el Chaco santafecino y del sur del país, que culminan con las matanzas del Quebracho y de la “Patagonia rebelde”), pasando por la huelga de las escobas, protagonizada por mujeres y niñes en la Buenos Aires de agosto de 1907. Bibliotecas, asociaciones mutuas, compañías de teatro, acción directa y justicia proletaria fueron parte de unas décadas en las que anarquistas y socialistas (y luego comunistas) contribuyeron no sólo a que la clase trabajadora se organizara y luchara por conquistas elementales para mejorar su vida, sino que gestara toda una contracultura obrera y una perspectiva de transformación profunda de la sociedad. Con el peronismo, una serie de conquistas se plasman en legislación, que ni siquiera la brutal contrarevolución conservadora iniciada con el sangriento golpe de Estado de 1955 pudieron barrer, dando paso a un proceso de resistencia que luego del “corte Cordobazo” se transformará en ofensiva popular en pos del cambio social. En ese período afloran figuras fundamentales como la de Agustín Tosco, dirigente del sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba, programas obreros como los de La Falda, en 1957; Huerta Grande, en 1962 y la CGT de los Argentinos, en 1968, que recuperaremos brevemente a continuación.

Así, una política antiimperialista y latinoamericanista, de activa solidaridad internacionalista de la clase trabajadora con las luchas de liberación nacional emprendidas por los pueblos oprimidos se combina con una propuesta de desarrollo nacional con justicia social, que implica asumir la necesidad de la liquidación de los monopolios extranjeros y el control estatal del comercio exterior, expropiación del latifundio con extensión del cooperativismo agrario, en perspectiva de desarrollar la industria liviana y pesada en plena integración económica con los pueblos hermanos de Latinoamérica. Además, estas propuestas se concebían a partir del desarrollo de un pleno protagonismo popular a la hora de tomar las grandes decisiones que marcaran el destino nacional. “Control obrero de la producción” (y de los precios); “distribución de la riqueza nacional mediante la participación efectiva de los trabajadores” y “creación del organismo estatal que con el control obrero posibilite la vigencia real de las conquistas y legislaciones sociales” figuran entre las bases programáticas de La Falda, a las que se agregarán luego, en Huerta Grande, la línea de avanzar en un proceso de nacionalización de todos los bancos (“establecer un sistema bancario estatal y centralizado”) y sectores claves de la economía (siderurgia, electricidad, petróleo y frigoríficas), propuesta que remata con una aseveración fundamental a la hora de pensar en cortar con la dependencia, como lo es “desconocer los compromisos financieros del país, firmados a espaldas del pueblo”. Esto, en 1957 y 1962.

En 1968, acorde a los vientos de rebelión que soplan por todo el continente y gran parte del mundo, un año antes de que acontezca el Cordobazo, la combativa y antiburocrática CGT de los Argentinos, en pluma del director del periódico CGT, Rodolfo Walsh, lanza el Primero de Mayo un “Llamamiento al pueblo argentino”, en el que la clase trabajadora posiciona un punto de vista específico (anticapitalista) a partir del cual reorganizar la sociedad sobre nuevas bases: “La historia del movimiento obrero, nuestra situación concreta como clase y la situación del país nos llevan a cuestionar el fundamento mismo de esta sociedad: la compraventa del trabajo y la propiedad privada de los medios de producción”.

Es en este clima de época, con una primera revolución triunfante en América Latina (Cuba) desde 1959, y con procesos de descolonización y de lucha abierta en los cinco continentes durante toda la década del sesenta, que en los años setenta la palabra socialismo circula como parte del vocabulario cotidiano, no sólo de las izquierdas sino también del peronismo, incluso en sus versiones más burocráticas y conservadoras. Ejemplo de esto puede ser el debate televisivo sostenido entre Tosco y José Ignacio Rucci (que puede verse en youtube completo), en el cual el primero explica que entiende por socialismo, y define al movimiento obrero como una práctica “eminentemente democrática”, y a la CGT, como “palanca para la liberación nacional y social, y no como un factor de poder dentro del sistema”. Tosco, en esa emisión del programa televisivo “Las dos campanas” (conducido por Gerardo Sofovich en Canal 11) denuncia la reducción del sindicalismo a los “estrechos márgenes del economicismo” y destaca el rol político fundamental que, entiende, tiene que jugar el movimiento obrero en la política argentina, que él sintetiza en un programa sostenido sobre puntos centrales, como lo son la reforma agraria, el control popular de un Estado nacional que, su vez, maneje los resortes fundamentales de la economía nacional, y que sea capaz de efectuar una planificación económica con participación y control obrero, sin abandonar la perspectiva internacionalista de solidaridad y lucha anti-imperialista. “Nosotros creemos que la CGT debe cumplir una función de coordinación orientadora, de promoción de la lucha del movimiento obrero”, dice Tosco. Es la Argentina de 1973, pero bien podría ser la de 2020, ya que incluso con la derrota de Mauricio Macri en la contienda electoral de octubre de 2019, la lucha por una sociedad más justa no termina, aun cuando pueda suponerse que la gestión entrante tenga políticas a favor de los sectores populares. El principio de autonomía política, sostenido por la CTA desde sus inicios, puede ser una buena definición para pensar los desafíos del sindicalismo en la Argentina contemporánea, incluso para aquellas franjas trabajadoras que se asuman “oficialistas” del nuevo gobierno.



V –

Resulta vital comprender las diferentes formas en que muta el capital para abordar las reconfiguraciones del proletariado en cada momento histórico, y sus formas de subjetivación.

En una de sus “33 lecciones sobre Lenin” –publicadas en formato libro bajo el nombre de La fábrica de la estrategia– Antonio Negri subraya el hecho de que, para cada etapa histórica de la lucha de clases, sea importante realizar una definición de la composición de la clase obrera, que incluye no sólo su situación general dentro del modo de producción, sino también el conjunto de experiencias de lucha, comportamientos y el modo en que las necesidades fundamentales, vitales, se renuevan y definen cada vez de forma nueva. Dicho de otro modo: resulta incruento escindir el momento sociológico del momento político del análisis.

El proletariado, entonces, se constituye como clase en tanto que cuestiona el lugar mismo que el capital le otorga en la estructura social en tanto clase obrera=trabajo asalariado=función del capital. Es decir, que el proletariado no es algo dado, sino el nombre de una apuesta creativa, pero que se gesta desde un entorno específico de composición. En ese sentido, resulta importante no confundir al precariado con el excluido, pero tampoco con el Ejército Industrial de Reserva o con el lumpenproletario.

Recordemos que, para Marx, lo que define al lumprenproletariado es su falta de relación con la actividad productiva, y aquello que caracteriza al Ejército Industrial de Reserva es su carácter variable, de ingreso y egreso del mundo laboral/asalariado (en El capital, Marx define como “condición vital de la industria moderna” a esa población excedentaria, a partir de la cual “los movimientos generales del salario” quedan regulados por su expansión y contracción). Hoy en día, por la mutación que ha padecido el mundo del trabajo (diversificación/heterogeneización) cuesta pensar que el Ejército Industrial de Reserva sea un 40% de la población. Tampoco la figura del excluido suena productiva para pensar los nuevos fenómenos, ya que no da cuenta de la producción de valor más allá de la fábrica y los lugares convencionales de trabajo. Esta caracterización –la del excluido– coloca a quienes no son asalariados en el lugar de víctimas que requieren atención. Esta posición no permite pensar tampoco el antagonismo capital/trabajo en los nuevos contextos de explotación, donde, por un lado, el capital se valoriza dentro y más allá de trabajo asalariado y, por otro, se suele concentrar la atención en quienes externamente pueden asistirlos antes que en su propio proceso de autoafirmación. El precariado, en cambio, se nos presenta como una figura capaz de gestar propuestas político-organizativas (además de productivas) que en su proceso de resistencia a los modos en que el capital precariza su vida, va creando alternativas al interior de la economía popular.

Así entendida, entonces, la economía popular no es el afuera del capital sino el conjunto de actividades laborales que se desarrollan por fuera del mercado formal trabajo, que incluye dentro de sí franjas precarizadas. De allí que no inscribamos dentro de lo que hemos dado en llamar Precariado en Acción al conjunto de población trabajadora en condiciones de precariedad, sino tan sólo a una franja que se ha organizado muy ligada a experiencias territoriales y en donde predominan las dinámicas comunitarias. La CTEP, por ejemplo, plantea que la economía mundial se sostiene hoy en día en base a tres velocidades diferentes: la economía mundial viaja en avión (grandes empresas, por lo general transnacionales), en tren (Pymmes, donde el trabajo es irregular) y en chancletas (“capitalismo residual” en el que surge una “explotación indirecta”). Por ejemplo: empresas que no contratan mano de obra vía trabajo asalariado, pero compran productos elaborados por trabajadores no registrados que realizan sus quehaceres laborales sin ningún tipo de reglamentación, en eso que Gago denomina “economías barrocas”, donde conviven las lógicas del emprendedorismo con las dinámicas colectivas de tipo comunitario. La misma lógica se plantea para el “empleo público”, que va desde asalariados en empresas como Aerolíneas hasta “beneficiarios” de programas sociales que el Estado emplea para suplantar en las tareas que antes se realizaban bajo convenio colectivo de trabajo. Esta situación, por lo tanto, genera una innegable fragmentación de las clases trabajadoras. Siguiendo la ejemplificación (en lengua popular) que ofrece la CTEP, es claro advertir que la precarización viaja en chancletas, pero también en tren e, incluso, en avión (también la precariedad anida fuertemente –paradójicamente– en el empleo estatal, donde -–se supone– el Estado debería regular y resguardar derechos de sus ciudadanos). Por eso la CTEP habla del agua, la leche y la crema de la clase trabajadora, o lo que es lo mismo, del yogurt, la chocolatada y el mate cocido que consumen las hijas e hijos de trabajadores, según el “estamento” en el que les toque estar empleados.

De allí que resulte fundamental diferenciar el “trabajo precario” (incluso precario se puede estar bajo relación de dependencia) de la “precariedad” presente en la economía popular (sea en emprendedorismo personal o en proyectos colectivos/comunitarios), porque si bien en ambos casos no se accede a ningún tipo de derecho laboral, el tipo de dinámica política será diferente, al menos tal como se ha dado hasta el momento. La conformación de un Sindicato Único del sector (la Unión de Trabajadores de la Economía Popular) cuenta con grandes ventajas para combatir esta situación (que en tanto herramienta unitaria desde la cual poder expresar un poder del conjunto del bloque social, más allá de sus tendencias políticas), pero también implica grandes riesgos.

Por un lado, porque puede perderse todo ese componente territorial/comunitario más ligado a la historia reciente de los denominados “movimientos sociales” en pos de un corporativismo de tipo gremial. Por otro lado, porque el planteo va de la mano de ingresar como sindicato a la CGT, una central que, además de no ser la única existente hoy en Argentina, ha mostrado a lo largo de estas últimas décadas sostenerse ya no sobre un típico modelo burocrático, sino incluso empresarial/mafioso. De allí la necesidad de gestar el trazado de una serie de genealogías insurgentes, que permitan a las nuevas generaciones de activistas conocer experiencias y concepciones sindicales que nada tienen que ver con éstas, y trazar una estrategia de intervención tal que permita gestar los anticuerpos necesarios para que la apuesta implique fortalecimiento y no debilidad en la construcción del necesario poder popular que permitirá conquistar la justicia social y desarrollar un auténtico cambio social.



VI –

Resulta difícil entender la emergencia del Precariado en Acción sino es en el marco del doble contexto (nacional e internacional) de mutación del capital y, por lo tanto, de la composición técnica y política de las clases trabajadoras.

En el plano internacional, cabe mencionar que el Nuevo Orden Mundial que se instaura tras la caída de los socialismos reales (aquello que, tempranamente, el tardío Félix Guattari ya comenzó a llamar “Capitalismo Mundial Integrado”: expansión tanto intensiva como extensiva del capital), no sólo se reestructura en términos económicos, sino que inaugura el período que el crítico cultural británico Mark Fisher denominó “la era del realismo capitalista”, es decir, un momento en el cual el capital se presenta como un régimen sin fisuras, sin otros mundos posibles, al menos imaginables como alternativa. No es éste un dato menor, si se tiene en cuenta que, durante casi un siglo y medio (1848/1988), el capital se desarrolló bajo la permanente amenazada de ser derribado y dejado atrás por el comunismo.

De esto se desprende una conclusión que debemos asumir sin desánimo, pero con toda la crudeza del caso: carecemos de una teoría del cambio social para el siglo XXI. De allí la importancia de recuperar debates de los siglos XIX y XX, para operar una selección de elementos de los procesos y las teorías gestadas durante el “ciclo comunista”, (desde la publicación de El Manifiesto comunista hasta la caída del muro de Berlín), a la luz de procesar con la mayor precisión teórica que podamos las experiencias contemporáneas con las que contamos, todas acotadas y sin grandes victorias en su desarrollo pero que ofician como el suelo concreto desde el cual poder abordar hoy en día las discusiones necesarias para avanzar (esos referentes son el Estado comunal promovido por sectores del chavismo en el marco de la Revolución Bolivariana de Venezuela; los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno desarrolladas por el zapatismo en las “zonas autónomas” de México y el Confederalismo Democrático que lleva adelante el PPK en Kurdistán, por mencionar las de mayor renombre).

En el plano nacional, el neoliberalismo se instauró primero bajo el terror dictatorial, y luego –bajo las sombras de ese terror presente en la “democracia de la derrota”– se consolidó durante la década del “peronismo del revés” (menemismo como “régimen democrático” que resultó ser una versión invertida del justicialismo: ni socialmente justo, ni económicamente libre, ni políticamente soberano), con todo lo que afectiva, racional y simbólicamente implicó para la memoria del movimiento más potente que el pueblo argentino gestó en su historia.

De allí la importancia de 2001, de la insurrección de diciembre como acontecimiento político, momento que funcionó como una suerte de certificado de defunción del neoliberalismo en tanto “modelo de Estado”, situación que no implica dejar de ver los “enclaves neoliberales” que pervivieron durante “los años kirchneristas” (y que serán retomados y profundizados durante la gestión Cambiemos). Pero de algún modo, la revuelta de ese fin de año, las potencialidades creativas desplegadas durante el verano que le siguió, fueron el suelo sobre el que un nuevo ciclo de Estado pudo instalarse y sostenerse durante la larga década, incluso contando entre sus filas con algunos de los movimientos sociales que habían parido la resistencia anti-neoliberal y abonado a la crisis de representación que se había llevado puesto al conjunto de la dirigencia, incluso a la sindical y la política peronista, de la que emergieron luego Néstor y Cristina.

Recuperar 2001 desde otras coordenadas (éticas, estéticas, teóricas y políticas) a las que lo han hecho tanto las derechas como el progresismo puede ayudarnos a entender mejor ese momento político, ese “productivo intervalo de elaboración de saberes y estrategias” -–como sostiene Diego Sztulwark en su libro La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político– que afirman una potencia de existir ante las líneas mortíferas que presenta este sistema-mundo que habitamos. Subjetividades de la crisis, entonces, que nos permiten aprender a vivir invirtiendo la relación entre norma y excepción.

En este sentido, los movimientos populares que vienen articulando ese Precariado en Acción eligieron el 20 de diciembre como fecha de lanzamiento de este nuevo sindicato, no deja de ser por demás llamativo y simbólico, ya que enlazan las dinámicas del presente con las del pasado reciente, al mismo tiempo que sientan una posición favorable respecto del rol dinamizador que las calles pueden jugar de cara a los desafíos que se vienen.



VII –

Desde Marx, el proletariado deviene monstruo político del mundo capitalista y  desde que Sarmiento publicó su Facundo (1845), el fantasma de la barbarie recorre la Argentina.

En su ensayo titulado “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”, el pensador italiano Antonio Negri destaca que, en un cierto momento de la historia de la ideología occidental, el cuadro se transforma notablemente: “La lucha de clases se generaliza y ocupa toda la escena, también la teórica”, escribe. Así, el monstruo –que permanecía fuera de la economía del ser desde que la ontología griega lo conjurara– deviene sujeto político. “Marx pinta íntegramente el desarrollo capitalista con los colores de la monstruosidad. Él mismo es un monstruo irónico, un exceso de inteligencias que en el momento en que describe, también critica y destruye”. De estas reflexiones puede derivarse la construcción de toda una epistemología proletaria: les trabajadores no sólo se reconocen abstractamente como mercancías, sino –también– concretamente como partícipes de esa experiencia monstruosa, que es la de padecer el trabajo, pero además –precisamente– comprender que lo pueden enfrentar, y que los modos en que se organizará la explotación dependerán de su capacidad de resistencia (es interesante, en este sentido, prestar atención a toda la descripción que Marx realiza en El capital en torno a “La jornada laboral”, como titula el capítulo VIII del Volumen I del Tomo I).

Contra la política que ejercen los filósofos del poder (no olvidar que la lucha de clases también se libra al interior de la teoría), comprometidos con la obra de aprisionar y enjaular al monstruo, Marx inaugura una filosofía (de la praxis) a partir de la cual el movimiento de conocer es inescindible del de transformar. Por más externo a la razón occidental que se lo quiera presentar, no hay mayor interioridad que la del monstruo. Por eso, entendido como proletariado, el precariado no puede ser nunca lo excluido por el capital. Y es esa interioridad, precisamente, la que hace del monstruo algo tan peligroso, tanto que aterroriza al poder.

En Argentina, el “policlasista” movimiento peronista tuvo en su interior también al monstruo. Así supieron verlo las derechas, incluso con mayor precisión y lucidez que las izquierdas, ellas mismas monstruosas en el ciclo de luchas previo al peronismo (pongamos por caso: durante el último cuarto del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX). Entendido más allá de la clásica noción de “identidad” o de “estructura”, en tanto “experiencia” de una importante porción de la clase obrera argentina (cómo lúcidamente lo conceptualizó Carlos Olmedo a inicios de los años setenta), el peronismo supo ser ese monstruo que durante años estuvo de fiesta, clausurada luego por masacres que devinieron insumos de nuevos ciclos de luchas, cada vez más populares (menos policlasistas) y más radicales (con métodos más propiamente obreros).

Con el jocoso pseudónimo de Bustos Domeq, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron a fines de 1955, en la revista uruguaya Marcha, un relato escrito en 1947, titulado “La fiesta del monstruo”, en el que un “cabecita negra”, seguidor del “Gran Monstruo Nacional”, relata una historia en primera persona. Desde el título mismo (donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-política, que es a la vez una posición de clase y generacional. El texto remite todo el tiempo, de manera casi directa, a la barbarie. El narrador, que es un militante peronista, le cuenta a su novia los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar un discurso del Monstruo, nombre que se le da a Perón en el cuento. Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta jornada de un 17 de octubre como un “espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas ante el llamado demagógico de su líder. En este sentido el cuento es claro: desde el primer párrafo (“pescuezo corto y panza hipopótama”) el personaje va padeciendo un proceso de animalización y una creciente pérdida de su subjetividad. En otras palabras, los peronistas son presentados como unos feos, sucios y malos que no asisten por voluntad propia a un determinado lugar, sino que son “recolectados” –como la basura–, y en el camino –como seres peligrosos que son– roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin ningún tipo de explicación lógica-racional. Situados como violentos y fuera de la ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto. Son, juntos, no una suma de individuos –como le gustaba a Borges– sino una masa uniforme, una patota que canta la marchita hasta más no poder, una barra que se ríe, hace chistes y se reparten “amistosos rodillazos”. Tan iguales que son como hermanos gemelos (“todos del sur, idénticos”). Tan animalizados, estos personajes, que son presentados como objetos manipulados por cosas. En fin, quienes asisten a “la fiesta” (que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben hablar bien. De allí que aparezcan lunfardismos y términos populares típicos de la época. Con esta escenificación negativa de la nueva realidad de las masas populares en Argentina, los autores no sólo se ríen de las formas de hablar de estas masas populares, sino también de sus costumbres, y hasta de los lugares en que habitan. A diferencia del unitario protagonista de El matadero (de Esteban Echeverría), aquí son ellos –la barbarie– quienes van a Buenos Aires, invadiendo –desde la periferia– el culto y letrado territorio central de la ciudad-capital.

Si setenta años después volvemos a referirnos a estas escenas de la literatura argentina, es porque en ellas podemos encontrar una cifra no sólo del pasado literario sino del presente político nacional. Es que tal como enseñó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el mejor modo de describir y encontrar la palabra justa para referirse al enemigo político es el concepto de bestiario. Él lo pensó a partir de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre los nativos argelinos. Nosotros podríamos pensarlo en relación a ese odio que “nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Jean-Paul Sartre), sentían por los descamisados y hoy siguen sintiendo por todo lo que huele, se escucha y puede verse como plebeyo. En ese sentido es que Fermín Rodríguez, en su libro Un desierto para la Nación, escribe –respecto de los indios– que su animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización por la cual la matanza se desrealiza”. E insiste en señalar: “No hay allí violencia contra una forma de vida, porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se presenta como una fiera sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”. Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras y la construcción del enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Y si bien en Argentina desde hace casi cuatro décadas vivimos en “democracia”, cabe recapitular el modo en que las clases dominantes han reaccionado cada vez que lo plebeyo apareció para recordarles que los sueños de la razón, también, generan monstruos: allí están los más de treinta asesinados en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, y los rostros de las y los luchadores populares que, en confrontaciones puntuales, han caído bajo las balas homicidas de las fuerzas de seguridad del Estado o de las bandas parapoliciales, desde Teresa Rodríguez a Mariano Ferreyra, pasando por Kosteki y Santillán o Cristian Ferreyra, por nombrar a los conocidos.

En sus caras podemos ver cifrado el modo en que las clases dominantes en Argentina entienden que hay que tratar a las y los de abajo que no permanecen insumisos, que se rebelan, que promueven desobediencias; se llamen negros, indios, gauchos o descamisados (piqueteras, vagos o planeras). Les cabecitas negras serán siempre, para estos sectores, lo monstruoso, la barbarie impúdica de la razón liberal.

Que 2019 haya finalizado con el lanzamiento de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), un sindicato en el que se busca agremiar al precariado, no hace más que poner sobre la mesa de las discusiones contemporáneas algo que en las calles no se ha dejado de expresar. A saber: que si no hay patria para todes, no habrá patria para nadie.



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