sábado, 29 de mayo de 2021

El Cordobazo y la revuelta de las ideas.

 

  

                                                                                                                       Por Mariano Pacheco *


(Dossier: A 50 años del Cordobazo. Presencias, ausencias y memeoria)*

Lucha de calles, lucha clases… y batalla de ideas. Las implicancias de “El Cordobazo” en la discusión librada al interior del pensamiento crítico de la época. Filosofía, literatura y psicoanálisis en debate. León Rozitchner y la intersección filosófica entre marxismo y psicoanálisis: la dimensión de la subjetividad en la lucha revolucionaria, la problematización en torno a qué implica formar la militancia y las categorías con las que pensamos la actualidad, la historia y los procesos de cambio; Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, militancia y escritura en en la búsqueda de la palabra justa: el debate en torno a la novela, la emergencia del periodismo de investigación/denuncia/testimonio. La Asociación Psicoanalítica Argentina en la encrucijada: los psicoanalistas en huelga y la trasmisión extraacadémica del saber. La revuelta en las ideas. Apuntes para una discusión.

 

Lucha de calles, lucha de clases… y batalla de ideas

Los hechos históricos que pasaron a la historia bajo el nombre de “El Cordobazo” son por demás conocidos: la CGT había convocado a un Paro Nacional para el 30 de Mayo de 1969, y en Córdoba se decide llevar adelante la huelga desde el día anterior a las 11 horas, con modalidad “activa”. La alianza entre los sindicatos de Luz y fuerza –dirigido por Agustín Tosco– y SMATA –cuyo líder era Epidio Torres– garantizaron la unidad del movimiento obrero local, más allá de las diferencias ideológicas, políticas, metodológicas. El vínculo estrecho con la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) y la intervención del Ejército para intentar calmar las aguas de una protesta inédita –pero que venía con antecedentes parciales a nivel provincial y nacional– terminan por diseñar un mapa cuyo rasgo distintivo es el carácter popular de la revuelta.

El contexto nacional, Latinoamericano e internacional de la rebelión también es por demás conocido, así que no ahondaremos demasiado, más allá de una simple enumeración, a modo de “ayuda-memoria”: triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959; caída del comandante Ernesto Che Guevara en octubre de 1967 en Bolivia; Masacre de Tlatelolco en octubre de 1968 en México, año en que la revuelta adquiere un carácter mundial, con epicentro en la lucha de la comunidad negra en Estados Unidos y de la juventud (obrera y universitaria) en Francia (emblemático Mayo en París), que suman así a los “países centrales” a la pelea anti-imperialista mundial, que ya venían librando numerosos pueblos, y cuyo símbolo más emblemático pasa a ser el Vietcom, quien acaudilla al pueblo vietnamita que enfrenta a las tropas norteamericanas (luego de haber derrotado antes a Francia). En una perspectiva más de largo plazo, podemos leer la coyuntura 68/69, como el momento de mayor desarrollo de un proceso que, de algún modo, es el que abre el siglo XX: me refiero al triunfo de los bolcheviques en Rusia en 1917 que abre la secuencia que se sigue con la rebelión espartaquista en 1919 en Alemania; la Revolución China en 1949; la derrota de Francia en Argelia en 1961, etcétera.

El contexto de lucha de clases a nivel mundial tiene en Argentina su especificidad peronista, en la que no nos meteremos, pero que no puede obviarse a la hora de pensarse los procesos de radicalización de las luchas del movimiento obrero tras los bombardeos a Plaza de Mayo que buscaban aniquilar al presidente Juan Domingo Perón, los fusilamientos llevados adelante por la dictadura (“Revolución libertadora”) y la proscripción del peronismo, que dan inicio al proceso de resistencia que incluyó huelgas y sabotajes, accionar de comandos, organización sindical clandestina, primeras experiencias de guerrilla rural (Uturuncos en 1959; Taco Ralo en 1968), momentos de tipo insurreccional (toma del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959) y emergencia de “figuras de frontera” entre la experiencia peronista y las ideas/apuestas socialistas-revolucionarias, como lo fueron John William Cooke y Alicia Eguren.

Figuras como las de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, introducen con fuerza –en occidente– la discusión acerca de cuál iba a ser el compromiso de la intelectualidad crítica respecto de los proyectos políticos que los distintos pueblos del mundo llebaban adelante entonces en sus ansias por liberarse. El apoyo de Sartre a las revoluciones en Cuba y en Argelia dan paso a un cruce fructífero entre tradiciones diversas. En Argentina, por su parte, la caída del peronismo habilita una relectura del fenómeno, que muta a pasos agigantados en ese movimiento que va de la gestión del Estado a la resistencia silvestre.

Para fines de la década del ´60 el mundo entero es un volcán en erupción, y las ideas no permanecen ajenas a la lava roja que se esparce por aquí y por allá.

 

El nido de víboras de la subjetividad

En 1972 –el mismo año en que Gilles Deleuze y Félix Guattari publican en Francia el Antiedipo, primer tomo de Capitalismo y Esquizofrenia— León Rozitchner publica en Argentina su Freud y los límites del individualismo burgués, libro en el que aborda dos obras “sociales” del fundador del psicoanálisis (El malestar en la cultura y Psicopatología de las masas y análisis del yo), según sus propias palabras, para indagar “el núcleo de verdad histórica” que es cada sujeto; trabajo que continuará años después –ya en el exilio– cuando brinde una serie de conferencias que luego serán publicadas, en 1981, bajo el título de Freud y el problema del poder.

Así como resulta fructífero leer el AntiEdipo en serie con el “Mayo Francés”, también resulta potente y es altamente recomendable leer el Freud de León en serie con el “Mayo Argentino”.

Para León –que estudió durante años en Francia y conoce bien las jergas europeas– se trata de volver a determinados clásicos, como son Freud y Marx –también Clausewitz– pero no para detenerse en elucubraciones de una abstracta verdad universal, transhistórica, sino para –precisamente– recuperar ese materialismo presente en los grandes textos de la tradición del pensamiento occidental: la indagación de una verdad concreta, situada, capaz de transgredir los límites que la época se empecina en imponer. De allí que la introducción de 1972 advierta sobre el riesgo de dejarse colonizar por las modas de los centros europeos (“Es allí otra la verdad que se grita y no la nuestra”).

Se trata, para Rozitchner, de realizar un retorno al sujeto luego del temporal estructuralista a partir del cual lo impersonal disolvió la responsabilidad personal (“Dejamos de hablar para ser hablados”). Por eso la Introducción funciona como una gran provocación a la hegemonía cultural de las izquierdas de entonces. León, él también –como cancheramente afirmó Louis Althusser– declara la culpabilidad de su lectura, de su escritura: éste es un libro con sujeto –afirma Rozitchner–, escrito en primera persona. Una primera persona del singular que se interroga sobre la eficacia –personal y colectiva– en el ámbito de la actividad política.

¿Que qué tiene que ver todo esto con el Cordobazo? Rozitchner lo dejará en claro desde el primer párrafo de su Freud:

“¿Cómo justificar, entre nosotros, un libro más? La pregunta no es retórica: ¿es posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre la tortura, el asesinato, la humillación y el despojo cuando el orden de la realidad en que vivimos se asienta sobre ellos? Y sin embargo es sobre eso de lo que aquí se escribe, es sobre su fondo lo que aquí pensamos. Pero tampoco se trata de un desplazamiento de la violencia hacia el campo de los signos. Un libro violento debe sonar a burla para quien enfrenta realmente la tortura y la muerte. Hay, en toda expresión literaria, un paso no dado todavía, una distancia que ninguna palabra podrá superar, porque ese paso existe en un más allá hacia el cual la palabra apunta; aquel por donde asoma la presencia de la muerte si se osara darlo”.

El desafío del Freud de León es claro: se trata de unir lo más individual con lo más colectivo, tal como ya venía haciendo en intervenciones anteriores, como su texto “La izquierda sin sujeto” (publicado en la revista La rosa blindada en 1966) y su ponencia presentada en Cuba –en enero de 1968– en el marco del Congreso Cultural de La Habana.

Obviamente –como también sucede con la lectura de la obra de Deleuze y Guattari– no puede entenderse este subrayado de la cuestión de la singularidad sino a la luz de las discusiones de la época, donde el cuerpo queda muchas veces “sacrificado” en función de un “ideal”, de una apuesta que lleva por nombre un proyecto centrado en la terrenalidad pero que no deja de ser una trascendencia (nos referimos a las versiones dogmáticas del marxismo, no al marxismo en general, obviamente); a la luz de experiencias históricas del socialismo devenido en proyecto autoritario de Estado, con lógicas homogeneizadoras y opresivas (stalinismo). Por eso, de algún modo, hoy se trataría de hacer una lectura en donde el subrayado esté puesto en el elemento colectivo, más que en el individual. Pero la operación de poner a Marx –y las apuestas teórico-políticas de la revolución, sea lo que sea que ello implique hoy– en serie con la pregunta por las formas de subjetivación, sigue siendo la misma (o al menos, una muy parecida): “para comprender qué es la cultura popular, qué es la actividad colectiva, qué significa formar un militante”.

Si en 1972, para León, se trataba de combatir el “empobrecimiento de la teoría”, que resaltaba entonces “el momento objetivo de la estructura de producción como único enemigo”, dejando de lado “el problema de los sujetos por ella determinados”, hoy –2019– los emprobrecimientos de la teoría viran hacia otras latitudes, dando por enterrados –por ejemplo– algunos conceptos fundamentales de la crítica marxista, cuando no se trata directamente de encerrar en un baúl, bajo cuatro llaves, el conjunto del archivo europeo y el legado nacional/Latinoamericano, es decir, cuando se trata de enterrar la producción de conceptos críticos para librar la batalla, también –como insistía Fidel Castro– en el terreno específico de las ideas.

Lucha de clases –entonces– en el terreno de la teoría, para deshacer –como insiste León– las trampas que la burguesía incluyó en nosotros como su eficacia más profunda. Esa que produce, a su vez, nuestra ineficacia, “a pesar del declarado intento de destruirla”. El remate de Rozitchner en la Introducción a Freud y los límites del individualismo burgués no tiene desperdicio; y no puede cobrar tanta relevancia en la actualidad: “¿cómo pensar efectivamente el tránsito hacia la revolución si hemos sido hechos con categorías de la burguesía?”.

Aquí, precisamente aquí, es donde el planteo “Deleuze/Guattari” entra en diálogo con el marxista desarrollado por Lenin: se trata de asumir, en todas sus consecuencias, que la batalla por emanciparse del yugo de la explotación/dominación/opresión (de clase/género/raza) es simultáneamente una lucha económica y política, pero también de ideas (y afectos). Es decir, que no alcanza con la organización social de base, la disputa política por los modos de organizar la sociedad, sino que además es necesario crear los propios conceptos desde los cuales criticar el orden del capital, y pensar el propio proceso de transformación.

 

***

“´El Cordobazo´ marcó un antes y un después en la Salud Mental. A partir de ese momento se transformaron las luchas ideológicas y teóricas. La política tomó el centro de la escena. Fue el fin de una época y el inicio de otra”, relatan Enrique Carpintero y Alejandro Vainer en el primer tomo de Las huellas de la memoria. Psicoanálisis y salud mental en la Argentina de los ´60 y ‘70, libro en el que destacan que la denominación misma de Trabajadores de la Salud Mental (TSM) es uno de los emergentes de la rebelión protagonizada por el pueblo de Córdoba el 29 y 30 de Mayo de 1969.

Para entonces, Buenos Aires ya llevaba una larga década de transformaciones socio-culturales. En 1957, de la mano de ciertos aires “desarrollistas” típicos de esos años, se fundan al interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) las carreras de Psicología (cuyo antecedente se había producido dos años antes en Rosario) y Sociología (tiempo después se abrirán, también, las carreras de Antropología y Artes). “La Facultad de Filosofía y Letras, como en los años ´20, volvió a ocupar un lugar central en el mundo intelectual”, cuentan Vainer y Carpintero, a la vez que destacan que entonces, dicha casa de estudios estaba situada sobre la calle Viamonte (luego trasladada a Púan), zona donde por otra parte funcionaban las oficinas de la revista Sur, la librería “Verbum” y algunos bares en los que se congregaban estudiantes (y en donde también, tiempo después, se instalaría el Instituto Di Tella); años –aquellos que de algún modo daban inicio a la década del ´60– en los que funcionaban revistas como Contorno (que venía saliendo desde 1953 pero que da un importante giro tras la caída del peronismo) y El grillo de papel (1957/1960). Por otra parte, a inicios de 1958 se funda el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

Para entonces, el joven Oscar Masotta –lúcido lector de Karl Marx y Jean Paul Sartre que provenía de la revista Contorno— se topa –vía Enrique Pichón Riviére– con la teoría de Lacan, autor que empieza a trabajar, de manera autodidacta, hasta que en 1964 participa en unas jornadas realizadas en la Escuela de Psiquiatría Social –fundada por Pichón– interviniendo con una ponencia titulada “Jacques Lacan o el inconsciente en los fundamentos de la filosofía”, texto que será publicado al año siguiente en Pasado y Presente, la revista fundada por José María Aricó y Juan Carlos Portantiero tras romper con el Partido Comunista. Es el inicio de la introducción de la teoría lacaniana en el país, y el comienzo del fin de la hegemonía médica en el ámbito del psicoanálisis. Nuestros años sesenta se cierran de algún modo en Mayo de 1969, momento en que Masotta se encuentra preparando sus Seminarios sobre Lacan, que dictará entre julio y agosto en el Di Tella (luego compilados en el libro titulado Introducción a la lectura de Jacques Lacan).

La intersección entre filosofía, psicoanálisis y política está entonces en su momento más fructífero. Y El Cordobazo no es un hecho ajeno a este proceso. El 28 de mayo de 1969, de hecho, la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) –adherida a la Asociación Psicoanalítica Internacional fundada por Sigmund Freud en 1910– emite una declaración, a través de su Comisión Directiva, en la que alerta “a los poderes públicos” por la situación que atraviesa el país, signada por una “represión violenta e indiscriminada que ya ha costado vidas”. La APA declara para el día siguiente la única huelga de su historia, que coincide con El Cordobazo. De allí la importancia de destacar aquello que recuerdan Carpintero y Vainer, a saber: que a partir de la rebelión en Córdoba, el compromiso político pasa a ser el eje de todas las discusiones (algo similar veremos a continuación que sucede también en el ámbito de la literatura). Para muchos ya no se podía seguir solamente encerrados en la práctica profesional (especificidad que de todos modos tenía momentos más que interesantes, como la experiencia desarrollada en el Hospital Lanús desde los años cincuenta en el marco del Servicio de Psicopatología, bajo la dirección de Mauricio Goldemberg). Y la conclusión es evidente: los Trabajadores de la Salud Mental, “tenían que aportar de alguna manera al cambio social”.

 

En busca de la palabra justa

“Los hechos producidos en Córdoba y en Rosario proveen a la novela un nuevo centro de verdad… Los hechos son los que importan en estos días. Pero más que escribirlos, hay que producirlos”, anota Rodolfo Walsh en su diario, el día 6 de junio de 1969. Si uno lee Ese hombre y otros papeles personales –el diario, entrevistas, extractos de textos de Walsh compilados por Daniel Link– encontrará parte de las discusiones de la intelectualidad de la época expresadas en una suerte de desgarramiento por el que atraviesa el propio cuerpo del autor de Operación masacre. Algo he tratado ya en el libro Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo, donde le dedico un extenso capítulo al autor de “Esa mujer”, pero no quisiera dejar de subrayar aquí ese itinerario de autoreflexión y de discusiones con sus pares.

En enero de 1969 Walsh abre las anotaciones de su diario con unas reflexiones sobre el vínculo entre literatura y militancia:

“Ahora mismo fantaseo que la novela es el último avatar de mi personalidad burguesa, al mismo tiempo que el propio género es la última forma del arte burgués, en transición a otra etapa en que lo documental recupera su primacía”.

La misma idea repetirá Walsh en la ya hoy famosa entrevista que le hace Ricardo Piglia tiempo después. Para entonces Walsh ya se ha politizado e ingresado a la militancia de la mano de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Pasó de ser ese periodista curioso y solitario, interesado por los cuentos policiales, el ajedrez y las traducciones –de la época de Operación masacre— a ser el director del periódico CGT, ese moderno y audaz experimento político-periodístico lanzado por la combativa CGT de los Argentinos dirigida por el gráfico Raymundo Ongaro. Dirigente sindical con quien Walsh discute, y se lamenta –en su diario– por la posición que éste tiene respecto de la literatura, y por cómo entiende su relación con el mundo obrero. Aunque asume que las críticas que le hace Raymundo contienen un núcleo de verdad. El centro del debate gira en torno a las posibilidades (o no) de escribir literatura para los obreros y no para los burgueses. ¿Pero qué ejercicio narrativo implicaría eso? Walsh asume que sus “guiños al lector culto” fastidian al dirigente sindical, pero también le critica a éste que piense que la literatura para obreros sean los best-sellers y los textos que se construyen desde una narrativa “fácil” que subestima al lector (“debe ser posible, sin embargo, escribir para ellos”).

En el periódico CGT Walsh dirige, piensa la prensa (lee los escritos de Lenin sobre el tema) en sus múltiples aspectos: formas de redacción, contenidos, tipo de diagramación, esquema de distribución, modos de devolución de qué piensan los lectores (fundamentalmente obreros) de aquello que están haciendo. Allí también publica una serie de notas que luego será reunidas en el libro titulado ¿Quién mató a Rosendo?, que cierra la trilogía abierta por sus textos sobre los fusilamientos de 1956 y que continúa con El caso Satanowsky (donde indaga sobre los vínculos entre las servicios d einteligencia y el periodismo).

Pero también el Walsh de fines de los ´60 es el que regresó de Cuba (donde participó activamente de la experiencia de la Agencia Prensa Latina) y lejos de ingresar de inmediato a una organización revolucionaria, se puso a escribir cuentos (hoy por hoy obras maestras de la literatura nacional), por los cuales fue premiado, reconocido en la República de las Letras y, por lo tanto, también exigido por sus lógicas (“¡Que escriba una novela para demostrar que es un gran escritor!”, se dice, paradójicamente, en el país donde su figura literaria central es Jorge Luis Borges, escritor reconocido internacionalmente, traducido a varios idiomas… ¡Quien nunca escribió una novela!).

Desde esa tensión hay que poder leer su diario, y sobre todo, las anotaciones de 1969. Walsh comenta –como hemos visto– que se resiste a escribir la novela por motivos político-ideológicos. Pero también remata sus reflexiones subrayando: “Pero tampoco estoy seguro de esto, que puede ser una excusa para mi momentáneo fracaso”.

La tensión pasa por entender que también las formas de escritura son susceptibles de cambios, si el mundo se transforma. Comenta Walsh en una entrevista que sale publicada en la revista Siete días en junio de ese año del Cordobazo:

“En este momento vivo en un movimiento oscilante entre el periodismo de acción, que me exige estar en la calle, escribir con grandes apuros y terminar, tal vez, un capítulo o dos en un día, y el repliegue para escribir ficción”.

Está claro que en Walsh, como en gran parte de los escritores en ese momento, el periodismo opera en las líneas exteriores y la literatura en las interiores, cada una con sus lógicas y sus ritmos, sus temporalidades (vanguardia/retaguardia). “Una novela sería algo así como una representación de los hechos, y yo prefiero su simple presentación”, comenta en la mencionada entrevista. Y un mes después escribe en su diario: “comprendí que había renunciado a escribir, por lo menos en la forma en que me había acostumbrado a pensar que lo haría”.

 

***

“Empuñé un arma porque busco la palabra justa”, escribió alguna vez Francisco “Paco” Urondo, poeta, escritor, guionista, dramaturgo, quien confluiría con Walsh en Montoneros una vez que la organización a la que pertenecía, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), se fusionara con aquella, y también se adhirieran al mismo nombre los Descamisados y una parte de las FAP.

Después del Cordobazo, y de una reflexión profunda respecto del rol de la guerrilla urbana en países como Argentina, Uruguay y Chile, la opción de la lucha armada fue muy palpable para muchos escritores. Otros, sin ingresar en las filas de las fuerzas que confrontaban también en el plano militar, mantuvieron asimismo su activismo en el marco de distintas revistas y organizaciones políticas de izquierda. De allí que prácticamente ningún escritor contestatario se mantuviera al margen de estas discusiones.

Parte de estos debates (crisis de la novela; primacía de lo testimonial en la escritura; preponderancia del elemento documental) quedaron registrados en una breve nota que, bajo el nombre de “Escritura y acción”, Urondo publicó en La opinión literaria, en agosto de 1971. Allí recopila las opiniones de importantes escritores, como Haroldo Conti, David Viñas, Nicolás Casullo, Germán García, Miguel Briante, Manuel Puig, Alicia Steimberg y Jorge Carnevale.

Urondo destaca la importancia de esta discusión en países en donde “el pasaje de un tipo de sociedad a otra pareciera inevitable”. Y cita los testimonios de los distintos entrevistados.

Puig plantea que, por el hecho de que una novela lleve tanto tiempo de elaboración, conduce a que, “cuando uno la termina, la realidad del país ha cambiado totalmente en relación con lo que era cuando se inició el trabajo”. Conti, por su parte, destaca que la presión de los hechos parece conducir a los escritores hacia una literatura de testimonio. “Por ese lado podría buscarse una salida a la crisis de la narrativa”, comenta. Y agrega: “en este momento, quizás lo que tenga vigencia sea una novela de tipo testimonial; hay que buscar formas más vitales, más rápidas; por ejemplo, haciendo cine, uno siente que está en el mundo”. “Si escribir supone una actitud lúcida con respecto a la realidad, está bastante claro que la realidad lleva a sentir la necesidad de reaccionar políticamente y descubrir que la novela no es una de las armas más eficaces para la acción”, expresa Briante, quien agrega: “una novela no es una ametralladora”. García caracteriza la época como de “crisis en la forma tradicional de leer novela” y relaciona dicha crisis con el momento político, donde –dice– “la lectura de la realidad pasa por otro tipo de textos: ensayística, economía, política, etcétera”. Para Casullo, el escritor debería asumir “otro tipo de escritura”, o al menos, “no la escritura de ficción solamente”. “Pero en este momento, el escritor que asume la participación en el proyecto de cambio social debe encontrar los espacios de la palabra escrita más eficaces para colaborar en ese proyecto”, remata. Carnevale insiste en que, para el escritor con aspiración política, “la solución de la dicotomía entre literatura y política puede darse en el pasaje de la tarea individual y reconocida, la tarea de propiedad privada, a una tarea anónima colectiva; en última instancia, clandestina”. Steimberg (finalista del premio Monte Ávila de ese año), subraya el “llamado de afuera” que dice sentir: “necesitaría dejarme penetrar por los hechos”. Viñas, finalmente, se refiere a ese tiempo como un momento “en que el héroe es cuestionado”, tanto en la política como en la literatura, y concluye en que, por lo tanto, hay “algunas ventajas” en los colectivos de trabajo, donde no hay “roles fijos, cristalizados”, porque el que manda rota.

Como puede verse, tras el Cordobazo, no fue sólo la estrategia política general la que entró en debate en el campo intelectual, sino también las estrategias concretas que cada quien se debería dar en el terreno específico en el que intervenía (o dejaría de intervenir, llegado el caso).

 

Violentar el pensamiento

No se trata de idolatrar el pasado, de caer el el gesto nostalgioso de adoración de tiempos pretéritos. Ni de hacer ejercicios contrafácticos, ni tampoco renunciar a la intervención presente en nombre de un desencanto que no puede ser otro si se compara la era del realismo capitalista contemporáneo con los momentos de mayor avance de las luchas de clases a nivel internacional. Si algo enseñan el mejor psicoanálisis (los momentos más lúcidos de producción del Profesor Freud) y el mejor marxismo (con momentos de creatividad extrema como lo son las Tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin) es que desde una perspectiva revolucionaria no se puede medir y entender el tiempo de la misma forma en que lo hace la burguesía. De lo que se trata, entonces, es de medirnos, aquí y ahora, con la época, y apostar por cambiar –insistimos– todo lo que deba ser cambiado.

Si hay un legado que nos deja el “69 Argentino” (y el 68 mundial) es precisamente el de recuperar la audacia, no sólo para la acción, sino también para el pensamiento.

Ya no se trata de dilucidar hoy si lo que hay que hacer es comprender el mundo o transformarlo, sino que la apuesta por cambiarlo todo implica comprender para transformar, transformar para comprender. Hay que diagnosticar e intervenir (tratar) sobre el fondo de un mundo que no deja de enfermar, de producir dolor en los demás.

Violentar el pensamiento, diríamos un poco parafraseando el título del libro que José Luis Pardo le dedicó a Deleuze, implica hoy también ejercer la crítica a los modos burocráticos del saber, a los apologistas del solipsismo y los onanistas que pretenden monopolizar el quehacer intelectual.

Ya no se trata, entonces, sólo de dar vuelta la tortilla, sino de voltear lo dado pero no para realizar una simple inversión, sino para revolver, para ejercer la revuelta (“punto en el que una cosa se desvía, cambiando de dirección”, según la tercera acepción de la palabra que aparece en el Pequeño Larousse Ilustrado).

Sólo así podremos quebrar la hegemonía de la época, la que se sostiene en el mito de los consensos democráticos. Sólo así podremos violentar las ideas, insurreccionar el pensamiento, y hacer de “El Cordobazo” un legado activo para los tiempos por venir.


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