Dal Maseto y la literatura como oficio y cada libro como un nuevo
territorio a conquistar
Por Mariano Pacheco
(La luna con gatillo)
Un hombre se encuentra caminando solo, por el bosque y la playa,
mientras conversa con su amigo muerto. La escena, repetida por días,
se transforma en punto de partida de este relato que Guillermo
Saccomanno le dedica a Antonio Dal Masetto, el “pequeño Giotto”,
a quien reconoce como su maestro: “hablo de tu influencia, ese
ejercicio pudoroso de lo pedagógico en la amistad que puede haber
entre un maestro y su discípulo”.
Saccomanno habla de su amigo-maestro recientemente fallecido y, en
esa conversación-monólogo reconstruye su vida –la de Antonio-,
pero también la suya, y ciertos trayectos compartidos.
“Debe haber sido a mediados de los 80. Te veía a veces en una
fonda del Bajo. Una noche me animé a acercarme a tu mesa, te acerqué
un ejemplar de mi primera novela… Parabas en esa zona, el Bajo. Los
bares donde se juntaban marginales, yiros, artistas, viejos
melancólicos”.
Por prepotencia de trabajo
Por Saccomanno nos enteramos de la infancia de Dal Maseto, una
coyuntura en donde en Italia mandan los fascistas y reina la guerra.
Un padre obrero que desafía el toque de queda para no dormir en la
fábrica y poder retornar a su casa. El autor de Antonio logra
captar toda la sencibilidad del mundo que rodea a Giotto, lejos de
cualquier pretensión de heroicidad. Así leemos: “Vuelve
esquivando los tiros. No le importan. Cualquiera puede pensarse que
es un valiente, uno que se arriesga por la resistencia. Pero no. Es
un montañés tozudo. Su única razón es que quiere dormir en su
cama”.
También nos enteramos por Saccomanno que primero el padre y un tío
de Antonio vinieron para este continente a trabajar en una
carnicería, y más tarde él, con su madre y una hermana. Qué
Giotto trocó los zapatos por las alpargatas; que comenzó a
trabajar en el reparto del negocio familiar; que hacerse entender en
un nuevo idioma fue uno de los mayores desafíos. Y del comienzo de
todo el mundo que rodea al Dal Maseto escritor también nos
enteramos: “a veces, de noche, en la llanura, en esa casa baja, una
luz permanece encendida. Sos ese pibe que lee hasta que el gallo
cante”.
El pibe se hace adolescente y migra a la gran ciudad. Tiene 17 años,
llega en micro al barrio porteño de Once con unos pocos pesos, se
instala en una pensión y comienza a trabajar en una tienda (enrolla
las telas que despliegan las clientas). “Desde entonces trabajaste
sin parar. De cualquier cosa. Lo que vos querías era pintar, pero
dónde ibas a guardar un caballete, los cuadernos, las paletas, los
pomos, los pinceles. Ser pintor era caro. Entonces agarraste un
cuadernito y empezaste a escribir”.
La escritura como oficio
Cuando las dictaduras golpearon sobre el cuerpo social, y por ende
también sobre el ambiente literario, Antonio interrumpió la
escritura (con excepción de palabras sueltas escritas en papelitos
que, guardados en una caja, años más tarde se constituyeron en la
materia prima con la que construirá una nueva novela) y volvió al
trabajo manual: pintar paredes, por ejemplo.
En el medio, la escritura entendida como oficio, lejos de cualquier
idea romántica de inspiración.
Escribir una novela, escribir para un diario o una revista, lo mismo
da. Lo importante es captar la singularidad del acontecimiento
escritura, las potencialidades que se despliegan en el movimiento de
las manos sobre un cuaderno o una máquina de escribir.
Dal Maseto participó de Eco contemporáneo, junto con Miguel
Grinberg y Jorge Di Paola, revista que contó con el apoyo –entre
otros-- de Julio Cortázar. También –de la mano de Miguel
Briante-- trabajó en Confirmando, donde trabó amistad con
Osvaldo Soriano. Años más tarde publicó columnas en el diario
Tiempo argentino. “Empezando el 2000, dejás de escribir
contratapas. Vas al diario, anunciás tu retirada. Tus textos de los
martes ya son un clásico, se recopilaron en libros. No puedo seguir.
Son más de diez años. Uno debe darse cuenta cuando se repite.
Entonces hay que parar”.
La fidelidad a la escritura, la incomodidad, no pensar en el qué
pensarán antes de comenzar a exteriorizar lo que se siente, lo que
se piensa, lo que se imagina.
Una novela centrada en un pueblo que se parece demasiado a Salto,
donde se crió Dal Maseto. Un texto que no deja bien parados ni a los
poderosos ni a sus vasallos del lugar. “Un fresco de pago chico”,
escribe Saccomanno. Y agrega: “pero el pueblo olvida pronto su
indignación al enterarse que la novela será película. El cine
llega al pueblo. Llegan los técnicos, los actores. Y los
periodistas. Por unos minutos de fama todos olvidan la denuncia de
sus agachadas y complicidades. Ahora sos una estrella”.
Una escuela literaria
Este libro habla de Antonio, sí, pero no sólo de él, sino también
de su autor, del vínculo entre ambos, y de ese pliegue profundo que
los unió: la literatura. El texto funciona así como una máquina de
lectura y de crítica en el testimonio vivo de cómo un escritor se
hace, con todo lo tormentoso que eso puede llegar a ser: “cuando
decidí ser escritor sabía que no tenía por delante una vida fácil,
decías. Me esperaban dificultades, penurias, el riesgo del hambre.
No me importaba. Era joven. Estaba dispuesto a todo, pero nada me
importaba, nada iba a detenerme”.
“Los libros sirven para romper la soledad”, escribe, en alguna
otra parte, el autor de El pibe, quien afirma que es en el
insomnio en donde suele encontrar “la palabra perdida, la frase
fugitiva”, más allá de que recuerda que su amigo Antonio
cultivaba una idea de la escritura como oficio, tal como ya hemos
remarcado.
El libro, entonces, como construcción oficiosa, pero también, como
esa otra tierra en donde los escritores (siempre extranjeros) podemos
reconocernos (“escribir es averiguar, me decís. Te parafraseo:
cada libro es un territorio a conquistar”. El autor de La lengua
del malón da un paso más, y define el estilo de Dal Masetto
como “literatura de la experiencia”. “Hay que observar a la
naturaleza, me decías. Siempre enseñaba algo que uno por lo general
ignora. Y que no tiene por qué saber. El secreto es que el lector se
dé cuenta de eso sin que uno lo señale, me decís”.
Y más adelante agrega: “de hecho, la literatura que nos gusta se
suele nutrir de la realidad así se trate de una novela de
aventuras”. La literatura como aventura, entonces, y como
conquista. Y como juego (un gran tablero sobre la mesa), en donde el
escritor juega a ese juego que es escribir para encontrarse. “Quiere
expresar otra cosa. No le convence decir lo que ya dijo. Aunque
consiga decirlo bello y sublime, no le alcanza. Como el jugador,
necesita seguir apostando”.
Aunque también, tal como aparece narrado en Antonio, la
literatura puede ser “vicio absurdo”, una práctica que –se
asume-- puede que no pueda nada, o al menos que pueda hacer muy poco
contra la injusticia, en un mundo en el que crece cada día la
tendencia del “limitado valor de lo que hacemos”, pero que –sin
embargo-- se emprende igual, con obstinación.
“Entonces me pregunto en qué consiste la necesidad de escribir,
este impulso”, escribe Saccomanno. Y como en una suerte de homenaje
al maestro, y a sí mismo, y todos los que escribimos, remata: “no
digo que la escritura sane, pero apuesto a que predispone la
resistencia”.
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